martes, 13 de noviembre de 2007

Sobre la diferencia entre apetencia y deseo en Hegel
Carlos Pérez Soto

La idea que Hegel tiene del placer puede ser reformulada a través de la idea de erotización del mundo.

En la sección Razón de la Fenomenología del Espíritu, Hegel pone al placer en los individuos, y lo entiende o como propensión natural, o como estado más primitivo de la autoconsciencia: apenas distingue entre apetencia y deseo. La diferencia entre autoconsciencia y deseo, sin embargo, es clara en el mismo texto, en la sección Autoconsciencia, donde la apetencia se convierte en lucha debido a que cada autoconsciencia sólo encuentra su satisfacción en otra autoconsciencia, es decir, donde la apetencia, que caracteriza, como tensión, a lo vivo en general, se convierte en deseo en la esfera de la autoconsciencia: el deseo desea el deseo del otro, más que al otro como objeto, o como cosa.

Si se lleva esta noción de deseo, ahora, al placer, en la Razón Activa, es decir, si el placer se entiende no como posición de la apetencia en el plano social, sino como posición del deseo, entonces la unidad que se alcanza en el placer cambia de carácter. Ya no es el círculo del deseo y la necesidad solamente, sino que puede ampliarse, como Espíritu.

El punto preciso es si es suficiente con considerar al placer bajo la doble determinación de natural e individual. O, de manera más técnica, el punto es de qué manera la unidad del placer alude o no a la realidad del Espíritu. O, de otra manera, el punto es la relación posible entre el deseo y la voluntad: la posibilidad de que la voluntad sea la realidad espiritual del deseo.

Los individuos tienen deseo, pero pertenecen a una voluntad. Los individuos están constituidos de su deseo (en su deseo) en la medida en que el deseo es el momento particular, y eficaz, de la voluntad que los constituye. El Espíritu se hace política concreta cuando se expresa como voluntad, es decir, como ley moral concreta, que expresa un concepto en actos sociales. El deseo es el vínculo material entre ese Espíritu y los individuos. En los individuos la voluntad se constituye como deseo.

Si esto es así, habría que distinguir entonces entre la ley del corazón y la erotización del mundo. Si el deseo no es naturaleza, o no es un en sí incompleto de la autoconsciencia, entonces el impulso del individuo por convertir su deseo en ley social no es, tampoco, simplemente la ley de su corazón. Cuando el individuo intenta convertir en ley social la ley del despliegue libre del deseo lo que hace es un eco de la voluntad que lo constituye. Pero es un eco enajenado si no se reconoce como tal, y se hace a sí mismo, naturalizándose, una unidad vacía, o un desvarío presuntuoso. Reconocer a la voluntad en el deseo, reconocer al deseo como momento de una voluntad : en eso consistiría la erotización del mundo.

Pero la naturalización, o la abstracción lógica, que opera en la confusión entre apetencia y deseo, tiene también como efecto el que la ley del corazón conduzca a la guerra de todos contra todos, o a una generalización de la dialéctica del amo y del esclavo a nivel social. La idea de que el encuentro entre autoconsciencias conduce a una lucha a muerte se repite en la figura en que el placer conduce a una unidad vacía. El momento abstracto del amo y del esclavo, que tiene su correlato histórico en la ruptura de la eticidad antigua y en la dominación universal del Emperador, como encarnación de la potencia del destino, implica el desafío radical en que la consciencia se ve obligada a generar el orden del pensamiento como refugio. Para que esta radicalidad sea posible la lógica que opera en ella debe ser la del devoramiento, es decir, una autoconsciencia no sólo alcanza su satisfacción en otra autoconsciencia en general sino, precisamente, en su aniquilación, en su muerte. Esta lógica abstracta, que pone en el máximo peligro a cada particular, es la lógica natural de la apetencia, y prefigura, de un modo abstracto aún, la guerra de todos contra todos. Si el placer es concebido bajo la lógica de la apetencia el resultado natural de este origen natural es, efectivamente, la guerra hobbesiana del estado de naturaleza, en el que el peligro de muerte impera sobre el mundo.

Pero si el placer es pensado bajo la lógica del deseo, es decir, si una autoconsciencia encuentra su satisfacción en el deseo de la otra, ser en ese deseo, más que aniquilarlo, sería la satisfacción. El placer está interesado en conservar el objeto del deseo, de la misma manera como la apetencia está interesada en aniquilarlo en el devoramiento. El deseo no anula al otro en la unidad del placer aniquilándolo sino que, precisamente, conservándolo como un sí mismo en la unidad. No es lo mismo aniquilar la otredad del otro que aniquilar al otro mismo. Pero, para hacer esta diferencia, es necesario conceder que el otro no está constituido sólo como otredad (que es lo que ocurre en la dialéctica del amo y del esclavo; y es de ahí que proviene su radicalidad mortal). Es necesario conceder que hay un sí mismo en el otro que permite su conservación en la unidad, es decir, que el otro es un ente de nuestra misma clase, que el deseo que lo constituye es el mismo que me constituye, o que el deseo es un espacio común, o deriva de un espacio común. O, que la diferencia entre el yo y el otro es una diferencia interna en la unidad espiritual.

Y esto es lo que parece decir Hegel cuando dice que el placer consuma la unidad, en principio espiritual, pero como unidad vacía. En el placer hay unidad, de la apetencia se sigue la lucha y el señorío : eso el lo esencial.

¿Qué clase de unidad es la que podría producir el placer que se reconoce como momento particular de una voluntad?. O, incluso antes, ¿puede el pacer reconocerse como momento particular de una voluntad?. La discusión entre Freud y Reich, leída hegelianamente, puede aclarar esta cuestión. La postura de Freud contiene dos determinaciones características : el placer es un incentivo natural para la función biológica de la reproducción, y, una pareja que ejerce libremente el erotismo tendería a concentrarse sobre sí misma, y a debilitar los lazos sociales que la unen a la sociedad. A pesar de la sutileza de la construcción freudiana, en el momento decisivo, Freud asimila el deseo a la apetencia. En Reich, en cambio, el placer es legítimo por sí mismo, y propiamente humano, y, la energía libidinal desplegada en el ejercicio libre del sexo abunda : alcanza para contagiar a los objetos, al ambiente, y reforzaría los lazos sociales. No es raro que Reich haya creído en una política sexual, y haya pensado (1922 - 1932) los lazos sociales como arraigados en la sexualidad.

De la escasez y naturalización libidinal freudiana sólo puede surgir una política represiva, que legitime a la cultura como represión necesaria para la estabilidad social, que se vería en peligro con la liberación erótica. De la abundancia y humanización libidinal reichiana puede surgir una política no represiva, en que la liberación sexual puede ser el vínculo material del reconocimiento.

La diferencia entre Reich y Marcuse es relevante, sin embargo, en este punto. La sexualidad reichiana está siempre al borde de la naturalización, sobre todo si es entendida como genitalidad generalizada. La preocupación por establecer criterios objetivos, casi cuantitativos, de orgasmo satisfactorio llevó naturalmente al naturalismo de Reich a la sustancialización abstracta de la líbido, en la figura del orgón. Esto, y la crítica de Marcuse al carácter represivo de la liberalización de la genitalidad, muestran la necesidad de radicalizar la humanización de la líbido, y de vincularla más activamente a la voluntad, como su contenido. Es por esto que la diferencia entre liberación sexual y erotización del mundo es necesaria. Es, en términos hegelianos, la diferencia posible entre entender el placer como expresión de la apetencia, o como realización del deseo.

Una política de erotización del mundo, pensada hegelianamente, consiste en concebir al erotismo como sustancia ética, es decir, como contenido material de la voluntad, y a la voluntad como espacio en que la individualidad es producida como deseo. esta imagen cambia de manera esencial las figuras de la necesidad y la virtud propuestas por Hegel.

El deseo está condenado a la repetición mientras la unidad que produce sea, efectivamente, una unidad vacía. Es decir, una unidad que no reconoce el espacio del que proviene y en el que se despliega como momento particular. En esa repetición aparece como necesidad la otredad que no se reconoce, ni se satisface. Aparece como necesidad la sustancia espiritual enajenada, que se despliega como otredad pura inabarcable, sin mostrar la mismidad que hace posible la unidad. La libertad es la necesidad reconocida como propia. Es lo que surge del reconocimiento de que somos nosotros mismos los productores de la ley, o el reconocimiento de la materialidad de la sustancia ética que, en clave actual, podría ser el reconocimiento mutuo entre voluntad y deseo.

Y, por otro lado, cuando Hegel distingue entre la virtud individualista, en que el individuo se enajena a la manera de una consciencia desventurada, y la virtud antigua, enraizada en el espíritu del pueblo, se podría pensar en la unidad de esos momentos de individuación y pertenencia, en la postulación de una nueva virtud, una moralidad, en que el lazo ético de las individualidades reconocidas sea la materialidad del erotismo generalizado.

Si es así, entonces la virtud no sería necesariamente el ámbito palabrero de la presunción del individuo moderno, ni el auto sacrificio, real o ficticio, de la individualidad ante los ideales, sino el mandato de una moralidad erótica enraizada tanto en el deseo individual como en el espacio de la voluntad en que se expresa un pueblo. En el lenguaje hegeliano esto ya no es, propiamente, la virtud, cuyo elemento propio es la palabra, sino la obra, es decir, la acción.

Carlos Pérez Soto
Santiago, 23 de Julio de 2002.-

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