viernes, 28 de mayo de 2010

La Cosa Misma [1]

La Cosa Misma entendida no solo como el sentimiento de comunidad anterior a la modernidad, sino más bien como el sentimiento de comunidad que ha hecho la experiencia de la autosatisfacción, del goce de si mismo de los individuos, es decir, el sentimiento de comunidad disgregado en singulares. En la página 237 de la FEN ese estado de disgregación, va a hacer la experiencia, va a recuperar la experiencia de lo que había sido en el fondo, la experiencia de ser un espíritu.
Lo que se describe es la experiencia del individualismo moderno de vivir en sociedad, es una descripción “como analítica”, pues se presenta por separado, de manera sucesiva, algo que en verdad ocurre desde el principio de la modernidad. Lo que ocurre como una característica central de la modernidad es el enfrentamiento de la pretensión, la certeza del individuo de ser, de tener ser por sí mismo, la pretensión de ser un singular, con lo que es en verdad, que es el hecho de que vive en sociedad, que en rigor es un efecto no es por si mismo, por lo que va a tener que hacer una dura experiencia: constatar que la realidad de la que está cierto se le escapa de las manos. Él esta cierto de si, esta cierto de su obra, pero va a hacer la experiencia de que él no es capaz de dominar esa certeza.
Muchos pensadores, de posiciones muy diversas, están de acuerdo en estas características de la modernidad, esta es la sociedad en que con mayor intensidad se presenta la confrontación entre los particular y lo universal, entre los intereses del individuo y los intereses de la comunidad, y eso es “malo” porque es el reino animal del espíritu, es la anarquía del mercado burgués, pero es “bueno” porque es la experiencia a través de la cual el individuo moderno va a elevar su pura Certeza (esa confianza ciega en su ser) a Conciencia (Cc) – estoy en sociedad – y después a Autoconciencia (Acc) – ese estar en sociedad me constituye. Después una Acc que se sabe como Cc – soy parte del espíritu. Una Acc que se sabe como Acc – el espíritu tiene su ser en el fenómeno de la religión. Hay hartos pasos que dar, pero el camino:
Hasta el momento la individualidad real es (Esquema 1):
• La Certeza del Individuo y eso es el singular.
• Se va a elevar a la Conciencia del individuo y eso es el singular entre otros singulares.
• Se va a elevar a Autoconciencia del Individuo, pero del individuo, eso es lo que se ha ganado, las sociedades premodernas no tenían. Y esta Acc del individuo es “no soy un singular”, soy un particular en el sentido de que soy efecto de un universal, en el sentido de que la sociedad en la cual estoy me constituye.
Otro camino.
Que la Autoconciencia se sepa como Conciencia: es que este particular ha reconocido ser un particular en el espíritu
Que está Autoconciencia se reconozca a si misma como Autoconciencia, es que el particular hace la experiencia de estar en el fenómeno de la REL.
Cuando comienzan a ocurrir estas cosas el sujeto de la FEN deja de ser un individuo, lo que para el individuo era la Acc como Acc, para la comunidad entera está más atrás en el devenir del espiritu. Hemos considerado al Sujeto como Individuo, pero si consideramos como sujeto al Pueblo, el Pueblo no es protagónico sino hasta la sección Espíritu, en él:
• El Pueblo como Acc se tiene a si mismo como certeza.
• El Pueblo tiene en la REL la Acc como Cc, el pueblo sabe que frente a él esta su representación.
• Solo en el Saber Absoluto el conjunto del Pueblo tiene la Acc como Acc.

Entonces cuando se dice que el Individuo alcanza su Acc, es como decir que el Individuo entendió que su realidad era la realidad de un pueblo. Un particular que es un efecto de un universal.

Y nosotros estamos justo en la transición de la Certeza del singular, a la Consciencia del Singular (página 237).
Cuándo alcanza esa consciencia? Cuando la Cc se experimenta entre otros singulares o experimenta que el goce de su relación, puramente inmediata, con la obra no es suficiente. Y que además es negado por un elemento en que la obra puede llegar a significar lo contrario de lo que era su goce, su inmediatez, su autoreconocimiento.

Esquema 1



Ahora bien, si tomamos justo el momento del singular entre singulares (esquema 1), el asunto es que el singular está en una relación inmediata con su obra. El singular (Esquema 2) hace la experiencia de ser él su obra, hace la experiencia de esa identidad y goza en eso, esa es su vida (vida – lucha – repliegue, como movimientos de la Acc). El singular se ha reconocido a sí mismo, no en la obra sino como obra, la obra no es algo otro que él, es él mismo objetivado. Y ese goce es un momento de certeza “feliz”, ‘yo me realicé en la vida porque hice lo que yo quería’. Y eso que hice al mismo tiempo era expresión de mis dones, de mis facultades.

Esquema 2


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[1] Los esquemas presentados aquí son extractos de la clase N° 6 del año 2010, del Curso de la Fenomenología del Espíritu, dictado por el profesor Carlos Pérez Soto.



miércoles, 17 de marzo de 2010

lunes, 8 de marzo de 2010

Filosofía de la Naturaleza y Física Moderna[1]

De “Sobre Hegel”, 2º edición, Lom, en preparación.
Carlos Pérez Soto
Profesor de Estado en Física

1. Filosofía de la Naturaleza
La filosofía de la naturaleza no debe, ni puede, suplantar o reemplazar a la ciencia, y sus reflexiones sólo deben y pueden tocar de manera muy indirecta las labores propias de la tarea científica. Se trata de dos perspectivas de un orden y propósito muy distinto, y su estrecha relación no proviene de prioridad alguna, o relación jerárquica o de superposición. Sostener esto es básico para evitar que la discusión sobre estos tópicos se llene a priori de malos entendidos cuyo origen es, a fin de cuentas, puramente formal y disciplinar.
La filosofía de la naturaleza tiene sentido como tarea de fundamentación. Considerada de manera epistemológica, se trata de una reflexión sobre las operaciones del pensar que hacen posible lo que se piensa sobre la naturaleza. Considerada de manera ontológica es una reflexión en torno a los modos más profundos a través de los que la naturaleza resulta desde el Ser, y la manera en que esos modos se expresan como leyes naturales. En Hegel ambos sentidos convergen. Por un lado se trata de cómo el sujeto llega a pensar la realidad natural, por otro de cómo esta realidad natural se constituye como su exteriorización.
En la tarea científica el asunto es siempre sobre el objeto. En la filosofía de la naturaleza el asunto de fondo siempre es el sujeto, y el ámbito de lo pensado es siempre expresión de cómo el sujeto se exterioriza, de cómo produce y se sitúa en la objetividad.
Es comprensible y adecuado que la ciencia aborde su labor a través de la experimentación y la experiencia, y que quiera hacer teoría a partir de esos resultados. La filosofía de la naturaleza, en cambio, es una reflexión sobre los contenidos de la experiencia misma, esos contenidos que, como funciones de la razón, hacen pensables las experiencias y los experimentos y que, como funciones del Ser, describen las maneras en que el Ser resulta naturaleza.

Considerada de manera histórica, la diferencia entre ciencia y filosofía de la naturaleza sólo se hizo clara, en la teoría y en la práctica, a partir de la profesionalización del saber, y a su constitución en disciplinas, en la primera mitad del siglo XIX.
En los siglos XVII y XVIII la mayoría de los científicos mantuvieron una disposición ampliamente filosófica, y procuraron mantenerse a la vez tanto en el campo de la experimentación como en el vuelo especulativo en torno a la realidad fundamental de aquello sobre lo que experimentaban. Newton no dudó en especular en torno al carácter absoluto del tiempo y del espacio, e incluso en torno a temas tan exóticos como la cronología absoluta o la piedra filosofal. Otro tanto puede decirse de Linneo, Boyle, Franklin o Lamarck, para no citar al máximo exponente del filósofo científico y del científico filósofo que es Renato Descartes. En cada uno de ellos, y en muchos otros, se pueden seguir con relativa independencia las discusiones y avances positivos en torno a evidencias empíricas, y aquellas otras, más controversiales y profundas, en torno al carácter mismo de lo real. Newton, de manera ejemplar, no sólo se limitó a describir las leyes de la reflexión y refracción, y a construir sobre esa base el telescopio parabólico, sino que especuló abiertamente, con argumentos empíricos y metafísicos, sobre el carácter corpuscular de la luz. Un eco de esa sabiduría se puede constatar aún en el siglo XX en la discusión sobre el carácter probabilístico de las leyes de la física cuántica, tan lejana a la productividad empobrecedora de los especialistas, que sólo tienen vocación para lo limitado y lo pequeño.
Considerada de manera estricta, sin embargo, hay dos modos de la filosofía de la naturaleza que deben ser distinguidos. Uno es el que se da en las discusiones explícitas, en la especulación en torno a las características más generales que tendría la naturaleza como tal, otro es la que reside de manera implícita en las operaciones del pensamiento que hacen posible esas discusiones y especulaciones. Uno se encuentra en lo dicho y lo pensado, otro en lo supuesto y presupuesto en el pensar. El primer modo es el inmediatamente accesible al saber. El segundo es más difícil, es el que se esconde en lo que parece obvio. Y el contenido de la obviedad, por supuesto, sólo se revela cuando deja de serlo.

2. La concepción mecánica del mundo
Los enormes cambios ocurridos en la ciencia natural desde fines del siglo XIX han permitido explicitar amplia y claramente lo que se escondía en las aparentes obviedades que sustentaban a la ciencia de los cuatro siglos anteriores. Ahora podemos ver, con una claridad que sus mismos autores no tenían, lo que implicaban y lo que suponían ideas como las de átomo, fuerza, evolución, carga, elemento, ley o inercia. Ahora vemos con claridad su grandeza y sus limitaciones. Podemos valorar la explicitación que hace Laplace, entender la sospecha de Proust de que los llamados “elementos” químicos no eran sino acumulaciones muy densas de átomos de hidrógeno, valorar la grandeza y falta de verdad de la idea lamarckiana de evolución. Y, por lo mismo, podemos formular con claridad la filosofía de la naturaleza que está implícita en todas esas ideas y, a su vez, gracias a eso, apreciar en qué medida ha sido cuestionada y desbordada desde las nuevas y revolucionarias ideas de la ciencia. Siguiendo un uso común, voy a llamarla “concepción mecánica del mundo”, y voy a detallar algunos de sus rasgos centrales, para contrastarlos luego con las teorías más abarcadoras de la física moderna.

Para la operación moderna del pensar, que constituye a esa concepción, el Ser es una entidad mecánica en que impera la exterioridad, la inercia, el atomismo.
Una entidad que es pensada, en primer término, como exterior a la nada, la que es pensada a su vez como mero vacío, como una suerte de “alrededor” del Ser. Una entidad en que rigen relaciones de perfecta exterioridad y anterioridad entre el espacio / tiempo, la materia y el movimiento: es pensable el espacio / tiempo sin materia, sin contenido, no es pensable, en cambio contenido alguno sin espacio / tiempo; es pensable la materia sin movimiento, no es pensable, en cambio, la el movimiento sin materia. El espacio / tiempo completamente vacío, o la materia completamente en reposo no son, desde luego, realidades empíricas. Lo notable aquí, sin embargo, aunque no lo sean, es que no resultan en absoluto “inverosímiles”. Pueden ser pensadas sin dificultad.
Lo que Es, en el espacio y el tiempo, es una colección de entidades discretas y mínimas: los átomos. Una consecuencia de este concepto puro es que todos los átomos deben ser perfectamente iguales: si no lo fueran sus diferencias podrían ser interpretadas como partes. Y una consecuencia de esto es la tendencia, a estas alturas obsesiva, a buscar partes de las partes, que compondrían a cualquier diversidad, hasta encontrar aquellas partes idénticas que, ahora sí, no contendrían partes. Es por esa vía que se hurgó durante cien años en los “elementos” químicos hasta encontrar sus partes, y luego en los protones y neutrones, y ahora en los quarks. Sólo desde los elementos idénticos, por pura redistribución cuantitativa, se esperaba reconstruir la diversidad.
Estos elementos idénticos serían completamente inertes. No poseen, por sí mismos, ninguna capacidad de cambiar su estado de movimiento, o de “tender” hacia algo. Es por esto que Descartes postuló, de manera profética, que debía haber una cantidad de movimiento determinada y constante en el universo. Ninguna partícula puede “crear” movimiento, ni por sí misma ni porque “tienda” a alguna otra. Cualquier otra idea se estigmatizó duramente como vitalismo metafísico o animismo, como pensamiento mágico. Toda acción, todo cambio de movimiento, sólo puede ser una interacción, es decir, traspaso de movimiento de algo hacia algo otro. Cualquier dinamismo que se pueda suponer “interno” no sería sino expresión de una realidad compuesta, en que las diversas partes interactúan entre sí, de manera exterior. Tal como el Ser es exterior a la Nada, así también es exterior al movimiento. Tal como de la Nada, pensada como contrario simple del Ser, no puede surgir nada, así también del Ser en reposo, pensado como contrario simple del Ser en movimiento, no puede surgir movimiento alguno.
Una exterioridad del mismo tipo afecta a la idea de relación. Puede haber términos sin relación, nos parece de inmediato inverosímil, en cambio, que haya relaciones sin términos, relaciones que no relacionen nada. Y esto afecta a la idea de interacción, que en la concepción mecánica es la idea de relación por antonomasia. Hace que sólo las cosas sean pensadas como Ser. La interacción como tal no es propiamente un Ser. Lo que lleva, en términos técnicos, a reducir los conceptos que describen a las interacciones a simples medidas relacionales. La energía, la fuerza, el momentum, no designan “algo”, sino sólo la medida de lo que ocurre entre entes que sí son algo. No habría propiamente un Ser de la fuerza o la energía o el momentum y, como tales, como meras nociones de medición, de ellas no podría “surgir” nada.
Esta concepción mecánica del mundo tiene, desde luego, enormes consecuencias. Hace que el pensamiento moderno tenga dificultades sistemáticas para conceptualizar el cambio cualitativo, y se vea obligado a reducirlo a cambio meramente cuantitativo. Hace que tenga dificultades sistemáticas con la complejidad efectiva, fuertemente no lineal, e intente una y otra vez reducirla a términos separables, cuyas complicaciones se deben más bien al número de términos y relaciones implicadas que a la cualidad de las relaciones que los afectan. Hace que tenga dificultades sistemáticas para entender incluso las mismas cualidades físicas, como la masa, la carga eléctrica o el magnetismo, que oscilaron desde las brumas de las nociones clásicas de campo hasta la mera despreocupación matemática y descriptiva, que cree resolver el asunto sustantivo simplemente omitiendo pronunciarse sobre él. O, en términos aún más técnicos, los notorios misterios empíricos que rodearon por décadas a las ideas de choque elástico, de acción a distancia, de referente mecánico universal (el éter) o, aún hasta hoy, a la relación entre partículas y campos, que son emblemáticos de dificultades que no tienen sólo origen y resonancia filosóficas, sino que atañen a aspectos claves del propio saber científico. [2]

3. La física moderna
Dos grandes teorías dominan la física moderna, la Teoría de la Relatividad y la Física Cuántica. Es necesario distinguir la Teoría Especial de la Relatividad (1905) de la Teoría General (1915). Y es necesario distinguir los momentos formativos de la teoría cuántica (1895-1924) de la Física Cuántica propiamente tal, cuyas formulaciones (1925-1930) integran el marco teórico de la Relatividad Especial. Es interesante consignar que para la mayoría de los físicos profesionales ambas formulaciones de la Teoría de la Relatividad deberían considerarse “clásicas”, en la medida en que no contemplan la realidad de lo cuántico. Debido a esto la frontera entre lo que en física puede denominarse “clásico” y “moderno” dista de ser nítida, tanto en términos históricos como conceptuales.
Un grado de complejidad adicional, para una historia conceptual de la física, aparece cuando se considera la introducción de la mecánica estadística clásica en sus sucesivas formulaciones y extensiones, desde James Clerk Maxwell (1867) hasta Ludwig Boltzmann y Josiah Willard Gibbs (hacia 1890), que implica una serie de importantes cambios respecto de la dinámica newtoniana consolidada en la segunda mitad del siglo XVII por Joseph-Louis de Lagrange y Leonard Euler y, luego, en el XIX, por William Rowan Hamilton y Ernst Mach. Hay que recordar que son justamente las dificultades que aparecen al aplicar esta mecánica al problema de un cuerpo radiante las que condujeron a la hipótesis “inverosímil” de la cuantización de de la energía por Max Planck, en 1900.[3]
Es respecto de esta teoría estadística clásica que se puede completar, de manera más técnica, la diferencia entre lo clásico y lo moderno en física, poniéndola en el momento de la introducción de las nuevas estadísticas cuánticas, las de Bose - Einstein (1926) y la de Fermi - Dirac (1924).
Estas precisiones, sin embargo, deben complementarse aún distinguiendo entre la Teoría General de la Relatividad, como teoría de las relaciones más generales entre espacio, tiempo y masa, de las teorías de la gravitación que se pueden seguir de ella, las que se han hecho comparables bajo un formalismo común en lo que se ha llamado “teorías post newtonianas” de gravitación, que están asociadas a diversos modelos cosmológicos. La más importantes son las de Einstein (1916), Brans - Dicke (1961), Einstein - Cartan (1922).
De la misma manera es necesario distinguir la Física Cuántica como teoría general de lo que son sus productos más fecundos y más activamente investigados: las teorías cuánticas de campo. Entre estas las más importantes son la electrodinámica cuántica, formulada hacia 1948 por Feynman, Schwinger y Tomonaga, la cromodinámica cuántica, formulada a lo largo de los años 60 por Nambu, Zweig, Politzer, Gross, Wilczek, y muchos otros, y la teoría de las interacciones electrodébiles, formulada por Winberg, Salam y Glashow, a fines de los años 60. La primera, que es considerada la teoría más precisa y exitosa de la historia, describe las interacciones electromagnéticas, la segunda las llamadas interacciones de “color”, entre quarks y gluones, en espacios menores a las dimensiones de un núcleo atómico.
En este campo gigantesco de saberes, en realidad, y afortunadamente, me interesan sólo algunos hechos, a la vez particulares y fundamentales, que tiene que ver por un lado con la Teoría general de la relatividad y, por otro, con las teorías cuánticas de campo. Sobre los hechos que invoco existe un muy amplio consenso entre los físicos profesionales, por lo que espero no plantear en ese plano controversia alguna. Para los que no estén familiarizados con ellos refiero, como he indicado antes, a artículos de Scientific American, a través de Investigación y Ciencia, que consignan regularmente versiones estándar de lo que se considera establecido en física. Muy distinta es, por supuesto, la situación de las connotaciones filosóficas que quiero asociar a esos hechos. Y respecto de ellas, procede plenamente, y sea bienvenida, toda clase de polémicas.

4. Connotaciones filosóficas de ciertos aspectos centrales en la física moderna

a. En la Teoría de la Relatividad
La Teoría especial de la Relatividad estableció un principio completamente contra intuitivo: existe una velocidad constante y máxima en la naturaleza, la velocidad de la luz. Ya la física clásica había roto con lo que era el sentido común en el siglo XVII.[4] Pero con el tiempo logró educarnos en ideas maravillosas, como que el universo es infinito, que hay cuerpos muchísimo más pequeños, más grandes y más distantes, que los que se pueden ver a simple vista, que existe el vacío, que el aire pesa, y que la Luna orbita por la misma razón que las manzanas caen.
Aparentemente todo en esta imagen del mundo, a pesar de sus precisas medidas y estrictas leyes, parece desbordar las experiencias del sentido común hacia diversos infinitos: hacia lo grande, hacia lo pequeño, hacia los de la medida y la cantidad.
En este marco “infinitista”,[5] resultó una verdadera sorpresa esta finitud de la velocidad de la luz, que cae abruptamente desde el engorroso cielo de las exigencias técnicas. El efecto inmediato de que la velocidad de la luz sea máxima es que crea una “perspectiva de velocidades” que hace que observadores en movimiento relativo no obtengan las mismas mediciones de longitud y tiempo. El asunto de fondo es un nuevo giro sobre el viejo giro copernicano: no sólo la Tierra no está en el centro del universo, sino que no hay, en general, ningún observador privilegiado que pueda obtener medidas absolutas para los intervalos espaciales y temporales. No es posible encontrar un sistema de referencia absoluto desde el cual medir el espacio, el tiempo, la velocidad ni, como Einstein mostró tres años después (1908), la masa.
Los sorprendentes efectos de los principios de la Relatividad Especial se consideran hoy muy ampliamente respaldados por la experiencia, y su desarrollo teórico opera como fundamento, unánimemente aceptado, para todos los físicos. Es necesario indicar, para nuestros efectos, sin embargo, un par de cosas que esta teoría no hace, a pesar de su carácter revolucionario.
Desde luego, y en primer lugar, como ya se ha dicho muchas veces, esta no es una teoría que sostenga que “todo es relativo”, como creyeron algunos filósofos entusiasmados. Un desencuentro entre física y filosofía, en este punto, que podría ser mutuo, como consigna un viejo chiste: “los señores Ortega y Gasset creyeron que la teoría de Einstein prueba que todo es relativo”.
Lo que la teoría establece es que las mediciones de espacio y tiempo, que se creían absolutas, son en realidad relativas a la velocidad del sistema desde el que se mide respecto de aquel otro que se está midiendo. Por un lado, un observador en reposo respecto de lo que mide no notaría ninguna variación. Por otro, aunque estas mediciones sean relativas, eso no impide que la medición de otros parámetros sea absoluta, es decir, que arroje los mismos resultados para cualquier observador. Desde luego la velocidad de la luz. De manera más técnica, sólo como ejemplos, la de la carga eléctrica, o la del cuadrivector momentum - energía. Es justamente la existencia de estos parámetros invariantes la que permite formular leyes de la física que siguen siendo realmente universales, y también reformular las leyes clásicas para dar cuenta de los efectos de esta limitación en la velocidad de la luz. Justamente el artículo original en que Einstein postuló esta nueva física tenía ese propósito, reformular de manera más consistente las leyes del electromagnetismo resumidas de manera canónica por James Clerk Maxwell en 1867.

Pero un aspecto más sutil que debe ser advertido es que los estiramientos o acortamientos de los intervalos espaciales y temporales que constatan los observadores en movimiento relativo no afectan en realidad al espacio o al tiempo mismo. Por eso tiene sentido referirse a este efecto como una “perspectiva”, que en este caso se produce por la velocidad, no por la distancia.
En la perspectiva habitual, debida a la distancia, la medición que podemos hacer de la altura de un árbol muy lejano nos indica que es muy pequeño en comparación con árboles del mismo tipo que tengamos cerca. Pero si nos acercamos comprobaremos que su medida real es perfectamente comparable a la de los árboles que conocíamos. En la perspectiva de velocidad que aparece en la Relatividad Especial constatamos que procesos u objetos que medimos en un sistema que se mueve duran más o son más pequeños que procesos u objetos del mismo tipo que están en reposo respecto de nosotros. Pero si nos acercamos a ese sistema, hasta igualar su velocidad, es decir, hasta quedar en reposo respecto de él, constataremos que esa diferencia ya no se presenta. Tal como en el caso del árbol, era un “efecto de perspectiva”.
Esto significa, entonces, que la Relatividad Especial no altera aún, por sí misma, las características que se atribuían en la época clásica al espacio y al tiempo. Lo que señala sólo es que no es posible un marco de referencia universal. Pero este señalamiento tiene enormes consecuencias. La más importante es que precipita la generalización de esas ideas hacia el caso de observadores que se encuentran en aceleración relativa unos respecto de otros. Ahora, en esta Teoría General de la Relatividad, los efectos sobre las mediciones sólo se pueden hacer claros y comprensibles atribuyéndole al espacio y al tiempo características radicalmente distintas de las que suponía la física clásica.

Hay que recordar que en las teorías clásicas el efecto de las interacciones es la aceleración correlativa de los sistemas que interactúan. Por cierto, un observador instalado en uno de esos sistemas sólo ve que el otro acelera y, en cambio, experimenta sobre él la interacción como una fuerza. Por alguna razón, que en principio este observador no conoce, han aparecido en su experiencia dos efectos que lo apartan de la tranquila parsimonia del principio de inercia: ve que un sistema acelera sin causa aparente, y experimenta algo que en términos antropomórficos identifica como fuerza. No habiendo un sistema de referencia absoluto respecto del cual medir estas aceleraciones mutuas, ni encontrándose agente causal alguno de esa experiencia de fuerza (como no sea la misma afirmación tautológica “sentí una fuerza”), la descripción que propone Einstein es radical y extraordinaria: siempre estos observadores podrán atribuir sus aceleraciones mutuas a una deformación de la métrica del espacio - tiempo que los rodea. Lo que ha ocurrido es que se mueven en trayectorias perfectamente inerciales, pero en un marco de espacio - tiempo que ya no es homogéneo.
No sólo es extraordinaria aquí la idea de que el espacio - tiempo sea susceptible de deformaciones reales, estiramientos o acortamientos de intervalos espaciales y temporales que ya no son sólo efectos de perspectiva, como en la Relatividad Especial. Para los efectos de este texto lo que me importa señalar es otra idea correlativa extraordinaria: experimentamos como fuerza algo que no es sino la deformación métrica del espacio - tiempo. O, para decirlo de otra manera, la interacción entre dos sistemas en aceleración relativa no está en el espacio, digamos, como algo otro, sino que es algo del espacio mismo. La interacción, que es la relación por antonomasia, ha sido geometrizada, desapareciendo así como esa especie de entidad independiente y fantasmal que el pensamiento clásico no lograba asociar con cosa alguna, quedando obligado entonces a conocerla sólo por sus efectos, sin poder dar cuenta de su realidad como tal. Ahora, en esta noción relativista queda de manifiesto que efectivamente la relación no era una entidad independiente (cosa - relación - cosa), que efectivamente sólo podemos captar de ella sus efectos porque su realidad no tiene el estatus ontológico de las cosas, sino que ella reside en el marco espacio - temporal en que las cosas coexisten.

En la generalización de los principios de la Relatividad al caso de observadores en aceleración relativa, en rigor, estos observadores pueden atribuir sus mediciones y experiencias a deformaciones del espacio - tiempo, sin que ello implique necesariamente la realidad de esas deformaciones. Es lo que ocurre cuando se describen de manera local “fuerzas” como la centrípeta, en el movimiento circular, o la llamada “fuerza de Coriolis”. Muy distinto es el caso, en cambio, de la “fuerza” de gravedad, cuyos efectos se hacen sentir de manera real y completamente abarcadora, en cada rincón del universo.
Para la extensión de su teoría al caso de la gravedad, Einstein usó dos ideas que fueron formuladas claramente por primera vez por Ernst Mach. La primera es que la llamada “masa inercial”, que aparece en la segunda ley de Newton, no es sino una medida del cuociente entre las aceleraciones mutuas que se producen en una interacción. La segunda es que esa masa inercial es indistinguible de la “masa gravitatoria”, que aparece en la ley de gravitación newtoniana. A pesar de que ambas ideas están en plena consonancia con las teorías de la mecánica clásica, puestas en el marco de los principios relativistas abren, nuevamente, posibilidades revolucionarias.
La primera idea, concebir la masa sólo como cuociente de aceleraciones, equivale a sostener que la masa no es sino una medida de la inercia, y contribuye poderosamente a distanciar la noción de masa de la idea vaga de “cantidad de materia”, sostenida por la tradición cartesiana. Es esta idea de masa como inercia la que conducirá, en 1908, a la idea de “inercia de la energía”, es decir, a la generalización relativista de la idea de energía cinética en una serie cuyo primer y más famoso término es mc2, la llamada “energía propia” de un cuerpo, cuyos efectos empíricos han llegado a constatarse con catastrófica claridad. Con esto la tradicionalmente difusa noción de “materia” y, con ella, en términos filosóficos, la noción de “cosa”, empiezan a ser accesibles directamente, incluso en términos empíricos, para la ciencia.
Conviene en este punto especificar que la palabra “energía” se usa en física, como los términos “fuerza” y “momentum”, para designar una manera de medir las interacciones. Se podría decir que la energía mide la capacidad de acción de algo sobre otra cosa. A diferencia de la imaginería cinematográfica, la energía no es propiamente algo, sino la capacidad de algo de producir efectos mecánicos (movimiento, aceleración) en otra cosa.
Pero entonces, cuando decimos que la masa de un cuerpo equivale a cierta cantidad de “energía propia”, lo que queremos decir es que en principio es posible disolver completamente ese cuerpo en capacidad de acción, cuyos efectos constataremos como aumento de la energía de los cuerpos que o rodean. Y eso es lo que se constata en una explosión originada en reacciones nucleares: la energía liberada como radiación electromagnética se hace notoria como energía térmica o, en general, como energía cinética en los cuerpos cercanos. Y está perfectamente establecido en términos empíricos que todo ello acarrea una “pérdida” neta de masa en el cuerpo original.

Hay algo que, en términos filosóficos clásicos, es completamente extraño y extraordinario en estas conversiones. La cosa, que identificábamos con la masa, no resulta sino una energía propia, pero esto a su vez puede ser liberada completamente como capacidad de acción, pero esta capacidad no es ya, por supuesto, una cosa, sino sólo una medida de la relación de algo con otra cosa. Lo extraño es que todo ocurre como si hubiésemos disuelto una cosa sólo en relación.
El efecto contrario es también plenamente constatable en términos empíricos. Sucede que las interacciones que ocurren al interior de un núcleo atómico son de tal intensidad que se expresan directamente en forma de masa. Una consecuencia curiosa de esto es que los neutrones tienen más masa cuando están en un núcleo que en los quince minutos que alcanzan a estar aislados. Parte de su masa se debe a su interacción. Si llevamos este efecto a nivel de las partículas que componen el núcleo, la mitad de la masa de un neutrón no es sino la energía que liga a los quarks que lo componen. Haim Harari ha calculado que el noventa por ciento de la masa de un quark podría estar formado sólo por la interacción entre eventuales pre quarks que lo compongan.[6]
¿Deberíamos pensar que a su vez esos eventuales pre quark no están constituido sino por pura “capacidad de acción”, o por algo así como “relación pura”? Concedamos, al menos que, en este extremo, la clara distinción clásica entre cosa y relación ha sido puesta en jaque. Y, en la medida en que la concepción clásica pensaba como modelo del Ser a la cosa, es esperable que todo esto tenga consecuencias para la ontología.

La segunda gran idea de Mach, el Principio de Equivalencia entre masa inercial y masa gravitatoria, hace que estos aspectos extraordinarios de la relación entre masa y energía adquieran nuevas significaciones, igualmente extraordinarias.
Si las aceleraciones, y con ellas las interacciones, pueden ser geometrizadas, es decir, interpretadas como efectos de las variaciones métricas en el espacio - tiempo, entonces la energía, y con ella la masa, puede ser geometrizada. Con esto la presencia de masa en el espacio puede ser interpretada sólo como una región cuya curvatura tiene un signo distinto de la curvatura del espacio circundante. La masa, como antes la interacción, no es ya algo que esté en el espacio, sino una característica del espacio mismo. Masa, interacción, espacio y tiempo, se convierten en una entidad única, en un espacio dinámico, de métrica variable, que es, ni más ni menos, todo lo que Es. De hecho, la consecuencia técnica más inmediata de esto es que cualquier formulación global de una teoría relativista de la gravitación que resulte de esta conjunción de ideas, es de suyo un modelo cosmológico, es decir, un modelo de la dinámica del universo en su conjunto.
En esta gran unificación, cosa y relación, masa y gravedad, materia y espacio - tiempo, han dejado de ser entidades independientes, imaginables cada una por sí misma. Y en cada uno de estos pares uno de los términos (masa, materia, cosa) no resulta sino la expresión empírica de otro más fundamental (espacio - tiempo, gravedad, relación). Ahora se puede sostener, a pesar de lo contra intuitivo que pueda parecer, que la índole del Ser no es sino ser relación pura, y que lo que captamos como cosa no es sino un efecto. Nuestro modelo acerca de qué clase de entidad es el Ser puede ser invertido completamente. No es ya la cosa y su estabilidad la que opera como modelo, sino la relación pura, una gran entidad constituyente que no es sino relación pura, respecto de la cual todo lo que experimentamos como estable y concreto no es sino un producto, no es algo que es por sí mismo, sino algo puesto por y desde el todo.
Porque, y es bueno en este orden de consecuencias filosóficas especificarlo, esta gran entidad que es el espacio - tiempo dinámico que nos presenta la Relatividad General no es sino un gran pleno continuo[7], a pesar de su capacidad maravillosa de deformación. Es decir, el universo no es una serie de entidades exteriores unas a otras (espacio, tiempo, materia, movimiento), ni contiene un agregado o una colección de cosas (de átomos). Se trata de un gran continuo cuya plenitud no consiste en estar lleno de algo (de otra cosa), sino en ser, él mismo, deformable. O, para decirlo en términos filosóficos, un continuo que produce en él mismo sus diferencias, en que las diferencias no están agregadas, como contingencias de un contenido que podría no ser.
Recordemos que en la imagen mecánica del mundo el espacio - tiempo era pensable sin materia, y que su contenido material no afecta sus características, es decir, el espacio - tiempo es sólo un receptáculo inerte. En las teorías relativistas de la gravitación, en cambio, aún en el caso en que se piensa un espacio plano, homogéneo, esta homogeneidad es ya, de suyo, su contenido, y sólo en ella y desde ella es pensable la aparición de una falta de homogeneidad, de un evento de curvatura de esos que, según su signo, experimentamos como relaciones o como cosas. Aún en el caso de que las regiones cuya curvatura permite llamarlas masa estén separadas entre sí por otras de curvatura inversa, no son por eso exteriores entre sí, sino sólo diferencias en el seno de una misma entidad. Y así cambia también radicalmente el sentido de la inercia: diversas diferencias de curvatura siguen trayectorias inerciales no porque “tengan” inercia, sino sólo porque “son” eso, diferencias internas ligadas por su espacio común. La capacidad de acción contenida en esos espacios de curvatura inversa no está en el espacio, es parte del espacio mismo. O, en resumen, ni el atomismo, ni la inercia, ni la exterioridad, clásicas resultan buenos modelos para la índole del Ser, para el modo en que el Ser como un todo produce desde sí y en sí mismo diferencia, cosas y relaciones.

Es necesario advertir dos cuestiones, que aparecen en el desarrollo más detallado y técnico de las teorías relativistas de la gravitación, que parecen contravenir esta idea de totalidad internamente diferenciada que he señalado como fundamento. Una es el hecho de que la Teoría general de la relatividad es lo que se llama una “teoría local”, otra es la posibilidad de que la continuidad del espacio - tiempo podría ser interrumpida por singularidades gravitatorias, cuyo efecto más famoso sería la formación de “hoyos negros”, de regiones cuya velocidad de escape sería mayor que la velocidad de la luz. Mi opinión es que ninguno de estos dos hechos contradice la connotación filosófica principal que me interesa, la idea del todo como totalidad.
El que la Teoría General de la Relatividad sea una teoría local significa que dos observadores que se encuentran en aceleración relativa uno respecto del otro diferirían de manera sustantiva, y real, en las descripciones de sus propias situaciones correlativas. Lo más importante de estas diferencias es que no se trataría de simples efectos de perspectiva, como en la Teoría Especial, sino de efectos reales, que podrían ser constatados al reunir a ambos observadores en una situación de reposo relativo. La famosa paradoja de los gemelos, que Einstein describió en 1918, es el ejemplo más conocido. Por un lado pone en evidencia que los cambios en los intervalos espaciales y temporales debidos a la aceleración relativa son cambios reales. Pero, por otro lado, de manera mucho más sutil, pone en evidencia que no hay, que no es posible, un observador privilegiado desde el cual el flujo del tiempo, o las eventualidades de la curvatura espacial, puedan ser descritas de una manera uniforme y universalmente válida.
es esta una consecuencia compleja y sutil, que hay que examinar con cuidado, porque atenta contra otra de las obviedades sagradas de la época clásica. Lo que ocurre no es que no haya un solo universo, dotado de leyes universales. De hecho cada uno de los observadores en aceleración relativa puede aplicar el mismo juego de leyes físicas para obtener, ambos, una imagen certera, aunque diferente, de su situación y la del otro. Lo que no hay es un punto de vista universal desde el cual todo el universo aparezca como una y la misma cosa, en todas y cada una de sus diferencias internas. No hay un “punto de vista de Dios”, imaginable como exterior al todo.
La extrañeza de esta situación nos obliga a revisar la idea clásica de “punto de vista”. Aparentemente, según la manera clásica del ver el mundo que domina nuestro sentido común, debería existir un “punto de vista”, un marco de referencia, desde el cual sea posible, al menos en principio, describir de una vez, y de manera quieta, todas las características del universo como ya presentes y dadas. Pero ¿desde dónde habría que mirar para que eso sea posible?, ¿con qué velocidad tendría que afluir la información hacia nosotros desde cada detalle para que tuviésemos ya, y de una sola vez, el cuadro completo?
Hay dos ilusiones centrales en tal idea, que sólo la Relatividad general ha podido hacernos evidentes. Una es que no se puede “mirar” el universo desde fuera. Otra, que la velocidad de la información no es infinita. Pero, más allá de ambas, otra, más profunda, es que el universo no es un todo dado y presente, de una vez, en cada instante. O, para decirlo de otra forma, no hay nada que corresponda de manera real a algo así como un “instante universal”, en el cual, de manera quieta, todas las determinaciones internas del universo estén dadas y presentes.
Puesto esto en términos filosóficos, significa que el universo es un todo complejo cuyas diferencias internas se reconstruyen globalmente desde cada momento y desde cada lugar. O, también, un todo cuya realidad global sólo puede ser experimentada de manera local. No hay un “punto de vista de lo absoluto”, la realidad de lo absoluto sólo existe, tiene Ser, en lo particular.
Pero, dadas las manías post modernas imperantes, debo enfatizar: no es que no haya un absoluto (recordemos la validez empírica universal de las propias leyes de la Relatividad General), lo que no hay, por un lado es un “punto de vista” desde el cual describirlo (en esencia porque toda la metáfora “punto de vista” es inadecuada para abordar la complejidad del Ser), y lo que ocurre, por otro, es que la manera en que lo absoluto adquiere realidad y Ser es en el ámbito de lo particular.
Concedamos al menos que, nuevamente, en este extremo, hemos puesto en aprietos las obviedades de la ontología común, y que una lógica ontológica más sofisticada es necesaria para poder salir adelante.

En cuanto a las singularidades gravitatorias creo que basta con señalar dos cosas. Por un lado, tal como en toda la línea de razonamiento que he seguido hasta aquí, si existen serían algo del espacio - tiempo mismo como tal, no entidades sobrepuestas. Serían algo así como una fractura del espacio - tiempo mismo. Pero, por otro lado, habría que advertir que, en términos reales, las fluctuaciones cuánticas del espacio - tiempo impedirían que se convirtieran en auténticos puntos sin dimensiones, como lo sugiere directamente el término “singularidad”. E, incluso, como se ha sugerido recientemente, podrían impedir que la materia colapse por efecto de la gravedad indefinidamente, evitando de esa manera el hundimiento físico de una cierta cantidad de materia hacia tal punto sin dimensiones. [8] O, de otra manera, tanto las características microscópicas del espacio - tiempo como tal, como las características cuánticas de la interacción entre partículas materiales, harían imposible esa reducción a “tamaño cero” que aparece con frecuencia en la literatura de divulgación científica. Con esto, por supuesto, la idea de que las singularidades gravitatorias ponen en entredicho la continuidad del todo resulta sustancialmente alterada. Pero no porque haya tal continuidad sino, justamente al revés, porque la idea de continuidad espacio temporal ha sido a su vez radicalmente alterada por la otra gran revolución de la física moderna: la de la Física Cuántica.

[NOTA SOBRE ESTRELLAS NEGRAS: En realidad, para que se forme una región den la cual la velocidad de escape sea mayor que la velocidad de la luz (un hoyo negro), no es necesaria una singularidad gravitatoria. Basta con que el volumen de la masa que produce esa velocidad de escape esté completamente dentro del volumen de la región que es el hoyo negro o, en otros términos, dentro de lo que habitualmente se llama “horizonte de los eventos”. Lo que ocurre es que, hasta ahora, se había considerado, sobre la base de lo que se sabía de las interacciones entre partículas materiales, que una presión gravitatoria capaz de confinar una cierta masa hasta el interior del horizonte de los eventos sería mayor que cualquier presión de radiación producida por la interacción entre partículas que pudiera oponérsele. Los átomos serían descompuestos en una “sopa de neutrones” que rompería sus repulsiones electroquímicas y haría caer los electrones a los núcleos, los núcleos mismos se disolverían en una “sopa” ultra densa de quarks que vencería sus repulsiones nucleares, y por fin esta sopa de quarks y gluones colapsaría rompiendo las repulsiones restantes entre ellos.
Lo que ahora se sugiere, sin embargo, es que en este último colapso las fluctuaciones cuánticas del propio espacio - tiempo podrían actuar como freno, produciendo un “rebote” que impida la singularidad, dando paso a una “estrella negra”, es decir, a un cuerpo extraordinariamente denso, pero de un volumen y masa determinados, capaz de formar a su alrededor un horizonte de los eventos, una zona desde la cual la luz no puede escapar.
La idea de hoyos negros sin singularidad puede tranquilizar a algunos espíritus (siempre las singularidades y los infinitos han puesto nerviosos a los físicos), pero debería intranquilizar mucho más, porque es un nuevo antecedente que se suma a la muy perturbadora noción de que podría haber una estructura cuántica del espacio y tiempo mismos.]

b. En la Física Cuántica
Se ha formado una amplia tradición para la cual el problema filosófico por excelencia en la Física Cuántica sería el de los límites que la interacción entre el observador y el objeto le impone al saber. Este problema tiene un noble origen en la clásica polémica entre Einstein y Bohr, y alcanza su máxima expresión en torno a la relación de incertidumbre entre momentum y posición formulada por Heisenberg. Tal como en el caso de la Relatividad, esta tradición ha prosperado no a pesar de sino justamente por el desencuentro entre filósofos y físicos. Términos como “incertidumbre” y problemas como el de la eventual imposibilidad de conocer los objetos como tales, son moneda corriente en los círculos filosóficos del siglo XX, tanto por la sostenida influencia del neo kantismo (incluso entre los físicos de la primera mitad del siglo, mucho más cultos, en promedio, que los actuales), como por las corrientes que han resistido esa influencia y han buscado alternativas.
El resultado es que se ha llegado a creer, entre los filósofos, que el asunto de las relaciones de incertidumbre es un problema epistemológico, que tiene que ver con la relación entre un observador (y su capacidad de conocer un fenómeno) y el objeto (dotado de una cierta objetividad, dada y estable), que sería imposible de conocer con toda la precisión que queramos.
La mayoría de los físicos profesionales, sin embargo, ya muy lejos de esta interpretación subjetiva de la postura de Bohr, han llegado a considerar que las relaciones de incertidumbre nos dicen algo del carácter de la realidad misma, y que el hecho de que las leyes de la Física Cuántica sólo den cuenta de distribuciones de probabilidad tiene su origen en fluctuaciones probabilísticas de la propia realidad, y no simplemente en la impotencia o ineficacia del observador. Y cada día se suman numerosas y poderosas evidencias empíricas a favor de este objetivismo.[9]
Siempre, por supuesto, en el sentido hipotético en que procede la ciencia: si suponemos de la realidad tales y cuales características obtendremos tales correspondientes consecuencias, si logramos constatar empíricamente esas consecuencias tenemos derecho a mantener que esas características son reales. Como se ha mostrado sobradamente en filosofía de la ciencia, este tipo de razonamiento no es, ni puede ser, probatorio. Pero, también, de manera correspondiente, tampoco es el ánimo de la física moderna probar nada sino, simplemente, el de construir teorías que den cuenta lo más ajustadamente posible de los hechos, y que permitan formular predicciones susceptibles de contrastación. Es más bien al filósofo al que le interesa “la realidad misma” y, sobre todo, de manera más precisa, la idea de realidad que está contenida en esas teorías que, en términos de la ciencia, pueden considerarse como empíricamente exitosas.
Y nadie puede negar que los éxitos empíricos de las teorías derivadas de la Física Cuántica son tan innumerables como impresionantes. Prácticamente todo lo que actualmente sabemos de la estructura molecular y atómica de la materia, incluidas todas y cada una de las maravillas de la industria electrónica, derivan de ella. El asunto, a estas alturas es, pues, algo más contundente que un mero problema epistemológico. Es hora ya, entonces, de asumir la extraña idea de fluctuaciones probabilísticas de la realidad misma como un hecho y pensar, desde ellas, de manera filosófica, que noción de la realidad, de la índole del Ser, nos sugiere.

Uno de los efectos más nocivos de la tradición que aludo es que ha contribuido a concentrar la atención de los filósofos en la relación de incertidumbre momentum - posición, alejándola de la cuestión más general, que es que hay una serie de otras relaciones de incertidumbre entre las que son llamadas “variables conjugadas”, que se expresan también en eventos que son empíricamente verificables. Y, entre ellas, la que quizás ha ofrecido los resultados más espectaculares y útiles, tanto en términos teóricas como prácticos, que es la relación de incertidumbre entre energía y tiempo. Es esta, en mi opinión, debido al uso que se le ha dado, la que debería ser el centro de la reflexión filosófica en torno a la Física Cuántica. Es esta relación, y las estadísticas cuánticas de Bose - Einstein y Fermi - Dirac, la que está a la base de las teorías cuántico relativistas de campo, cuyo primer gran formulación teórica es la Electrodinámica Cuántica, formulada de manera completa, tras innumerables contribuciones, en 1948.
Una de las ideas más fecundas en la Electrodinámica Cuántica es la de que la interacción entre partículas cargadas eléctricamente se realiza a través del intercambio de partículas virtuales. Esta idea, sugerida por Fermi, fue usada por primera vez con éxito por Ideki Yukawa, en 1935, para describir la interacción fuerte entre los componentes de un núcleo atómico.
En el caso de la Electrodinámica se podría decir, en términos muy generales, que la energía de un electrón posee una incertidumbre intrínseca, real (observadores fuera), que es inversamente proporcional a los intervalos temporales dentro de un cierto límite dado por la constante de Planck. El hecho es que si ese intervalo temporal es suficientemente pequeño la fluctuación de la energía podría ser de una magnitud tal que podría ser emitida, como un fotón, que a su vez podría ser absorbido por otro electrón. Así, dos electrones que estén suficientemente cerca, es decir, en que el intervalo temporal que demoraría un fotón en ir de uno a otro a la velocidad de la luz sea suficientemente pequeño, intercambiarían fotones proporcionales a la magnitud de la incertidumbre de energía que ese intervalo de tiempo permita. El efecto de la energía aportada por esos fotones absorbidos sería el alejar a ambos electrones. Pero con esto el tiempo de viaje de los fotones entre uno y otro aumentaría, y la energía de los fotones intercambiados disminuiría de manera correspondiente. Se pudo mostrar de manera completamente coherente que el efecto global de un intercambio de fotones de estas características sería captado por un observador como siguiendo exactamente las leyes que rigen la repulsión de ambos, en su caso más simple, o toda su gama de interacciones eléctricas y magnéticas, ya establecidas de manera empírica con anterioridad.
Es importante notar, e insistir, aquí que en todo esto no hay culpa ni intervención de observador alguno. Un fotón muy real es emitido por un electrón y absorbido por otro produciendo un efecto muy real y constatable. No hay en todo esto nada que pueda ser llamado incertidumbre en sentido subjetivo o epistemológico, y sí hay, en cambio, lo que más adecuadamente puede llamarse fluctuación objetiva de la cantidad de energía en función de un límite impuesto por el intervalo temporal correspondiente, límite correlativo dado por la constante de Planck.

Una característica notable de estos fotones virtuales es que, de acuerdo a una interpretación clásica del principio de conservación de la energía simplemente… no deberían existir. No hay, en efecto, razón alguna para que la energía de un fotón “fluctúe”, y justamente de esta manera extraordinaria que le permite repelerse tan oportunamente con otro electrón. No hay explicación, en la Física Cuántica, para esto, se lo asume simplemente como un hecho. Y esa violación de la estabilidad de la conservación de la energía es, justamente, la gran causa de las polémicas que se produjeron en torno a estas “incertidumbres”.
La emisión espontánea de fotones por el electrón, siguiendo un patrón estadístico azaroso, pone en evidencia un oculto supuesto del viejo principio de razón suficiente: no es necesario “dar razón” de algo dado y quieto, sí aparece esa necesidad, en cambio, cuando ocurre algo, cuando aparece una diferencia. En este caso, sin embargo, no hay “razón suficiente” para tales emisiones. Ocurren, para decirlo de otro modo, como efectos sin causa. Y eso es lo que se esconde en el omnipresente principio de conservación de la energía. No pueden llegar a existir tales fotones porque pasarían a llevar el principio de causalidad. Pero existen, son constatables. Y más allá de ellos existe una enorme variedad de efectos constatables en fenómenos que siguen el mismo patrón: son efectos reales de las fluctuaciones cuánticas de la energía.[10]
Es por esta violación temporal del principio de conservación de la energía que las partículas emitidas y absorbidas por estas fluctuaciones cuánticas son llamadas “virtuales”. Es importante notar, sin embargo, que su existencia no tendría por qué ser ni elusiva ni efímera. Es, desde luego, bastante ostensible en todos los fenómenos electromagnéticos que observamos de manera macroscópica (como la luz, las reacciones químicas, los rayos). Pero también podrían tener vidas larguísimas: fotones de altísima energía emitidos durante los primeros milenios de vida del universo son observables hasta hoy, alargados y envejecidos por la expansión en la llamada “radiación de fondo”. Es probable que una todavía más antigua “radiación de fondo de neutrinos” proceda de fluctuaciones cuánticas ocurridas durante el primer segundo posterior a la gran explosión.

Como la Electrodinámica Cuántica integra, a la vez que expande, todas las formulaciones y formalismos del electromagnetismo clásico, tanto como las de la Física Cuántica, en la práctica esto le permite una profunda reformulación de la idea de campo. El campo electromagnético puede ser pensado ahora como un gas de fotones virtuales, cuya estructura, gracias a la estadística Bose - Einstein, y a poderosos instrumentos matemáticos, equivale a la contenida en la idea de campo como continuo espacio temporal dinámico desarrollada en la Teoría General de la Relatividad. En el centro de un campo eléctrico estacionario concebido de esta manera no es necesaria ya la existencia de una singularidad que opera como una divergencia (que, en buenas cuentas, nunca ha sido otra cosa que una ficción matemática), sino que podría haber un electrón que, considerado de esta manera, sería una entidad extraordinaria. Un objeto de energía propia fluctuante cuyas oscilaciones crecen a medida que nos acercamos, y se expresan en una nube de partículas y anti partículas que emergen del vacío cargado y se aniquilan mutuamente en lapsos inversamente proporcionales a su magnitud. Mientras más cerca estemos, mayores y más efímeros resultan esos pares. A distancias ultra cortas “veríamos” enormes cantidades de energía eléctrica positiva y negativa surgir y aniquilarse casi de inmediato. La carga neta del electrón, la que captamos de manera macroscópica es, hasta hoy, un residuo misterioso de la polarización y apantallamiento que se produce en tales aniquilaciones tormentosas. En el centro como tal, más allá del efecto de pantalla que estas nubes de partículas y anti partículas ejercen, podría haber un ente algo fantasmal, que los físicos llaman “singularidad desnuda”: la oscilación como tal, no algo que fluctúa sino la fluctuación pura.[11]

Retrocedamos, por supuesto, ante tal maravilla, que ofende tan visiblemente a nuestro buen sentido. Con aceptar que las fluctuaciones cuánticas de la energía se expresan como partículas virtuales pasan a llevar, de manera temporal pero muy eficiente, el principio de causalidad ya hemos tenido suficiente. La noción de una fluctuación pura, que por sí misma oscila, sin causa, generando a su alrededor nubes de partículas virtuales, pasa a llevar otro profundo supuesto, que hemos dejado de ver a fuerza de considerarlo obvio: el supuesto de la quietud intrínseca del Ser.
Desde Parménides, a través de Platón, Agustín y Kant, y de todos sus acólitos científicos, hemos pensado en el Ser como tal como un ente quieto, como algo que se limita a ser. La inercia, la identidad de los átomos, el carácter absoluto y exterior del espacio y del tiempo, son las formas en que la modernidad ha expresado, en el fundamento, esta pasión platónica. La Física Moderna no prueba, no puede probar, ni pretende hacerlo, que la constitución más íntima del Ser sea algo distinto de lo que este imaginario platónico propone. Pero sus evidencias sugieren que lo real podría tener características muy distintas.
Lo valioso, en términos puramente filosóficos, de las teorías cuánticas de campo, es que nos permiten imaginar unos entes que generan a su alrededor una esfera de entidades reales, que se expresan como interacciones reales, de acuerdo a un mecanismo muy lejano al que podría imaginarse desde el presupuesto de la quietud. Permiten imaginar entes dinámicos en sí mismos, cuyo dinamismo no proviene de las interacciones. Entes que no varían debido a que interactúan con algo, sino que están constituidos como variación permanente. En los cuales la diferencia no es diferencia respecto de otra cosa, sino respecto de su propio ser inestable. En los que el movimiento no es sólo desplazamiento sino variación por y en lo mismo. Entes, en fin, cuyas características son cualquier cosa menos las que señala la palabra “inerte”. Respecto de su realidad propia la vieja estabilidad del principio de inercia resulta desplazada al carácter de efecto macroscópico, de estabilidad estadística, de algo que de suyo no es inerte en absoluto.

c. En algunas teorías actuales
La Teoría General de la Relatividad se convirtió en seguida, y de manera natural, en una teoría de la gravitación. Las ecuaciones de campo de Einstein no sólo daban cuenta precisa de todos los fenómenos descritos por la teoría newtoniana, sino que fueron capaces de anticipar fenómenos nuevos, como el desplazamiento de la luz de las estrellas por la gravedad del Sol, o explicar antiguos misterios, como el desplazamiento del perihelio de la órbita de Mercurio. La ambición de Einstein, sin embargo, era extender la teoría hasta integrar en ella todos los fenómenos electromagnéticos. Por intrincadas razones, físicas y matemáticas, nunca pudo hacerlo. Su Teoría de Campo Unificado (1935) no sobrevivió ni al examen empírico no a la crítica teórica.
Muy poco después de su formulación original, sin embargo, en 1918, Einstein recibió una curiosa proposición del físico estoniano Theodor Kaluza: se podía lograr una teoría de campo que integrara la gravitación y el electromagnetismo bajo la condición de formularla en un espacio - tiempo de cinco dimensiones. Los fenómenos electromagnéticos se podrían obtener como efectos sobre el espacio tridimensional de las curvaturas locales de una cuarta dimensión espacial, que sería inaccesible de cualquier otro modo que no fuesen esos mismos fenómenos. Einstein consideró, una vez más, que “el hombre de arriba” no podía estar jugando a las escondidas con las dimensiones espaciales, y relegó esa proposición a la calidad de una curiosidad matemática. Y en ese estado fue mantenida incluso cuando, en 1926, Félix Klein logró formularla de una manera compatible con los principios de la Física Cuántica.[12]
La teoría de Kaluza y Klein permaneció en el olvido hasta que, en 1971, científicos soviéticos la usaron para construir una teoría, aún más ambiciosa, que unificar los efectos de las nuevas interacciones encontradas en el dominio nuclear. La interacción fuerte, entre protones y neutrones (que hoy en día se considera derivada de las interacciones de color) y la interacción débil, responsable de la emisión de electrones desde el núcleo atómico. Pero se trataba ahora de interacciones enormemente complejas. Considérese que si, en el modelo estándar, basta con el fotón para dar cuenta de las interacciones electromagnéticas, son necesarios, en cambio, tres bosones vectoriales para dar cuenta de las interacciones débiles, y al menos nueve gluones para describir las interacciones de color. Los antiquísimos tiempos en que lo semejante se limitaba a atraer a lo semejante, ya alterados de manera sustantiva por las atracciones y repulsiones eléctricas y magnéticas, simplemente deben hoy pasar al olvido. El microcosmos es, definitivamente, distinto de la parsimonia del macrocosmos. En la intimidad de lo real pueden residir relaciones y modos del Ser que podrían resultar completamente inverosímiles para el orgulloso sentido común heredado de la modernidad clásica.
Desde hace ya más de treinta años se asiste a una enorme proliferación de teorías que apelan al mecanismo de Kaluza y Klein. La mayoría de ellas sólo se distinguen por sutiles formalismos técnicos y son, hasta hoy, indiscernibles desde un punto de vista empírico. La complejidad de las nuevas interacciones se ha abordado, de acuerdo con Kaluza, agregando dimensiones extras al continuo espacio temporal y, aunque se llegaron a formular variantes que contemplaban cientos de dimensiones, parece haberse llegado a un cierto consenso en torno a que un espacio de nueve dimensiones espaciales más una temporal sería suficiente. De estas diez dimensiones seis permanecerían, en el estado actual del universo, confinadas en radios de curvatura millones de millones de veces menores que el tamaño de un protón, por lo que la experiencia común no podría detectarlas, y podría seguir desplazándose en la cómoda amplitud del espacio tiempo convencional. Desde su refugio ultra microscópico, sin embargo, estas dimensiones generarían sobre el espacio tiempo común los efectos electromagnéticos, débiles y de color, es decir, aparecerían para nosotros como las familias de quarks y leptones, y como los bosones virtuales que los mantienen ligados.[13]

Entre muchas otras, hay dos ideas que me interesa consignar, junto a esta multidimensionalidad del espacio - tiempo. Una es la idea de cuerda, otra la de fluctuaciones cuánticas en el espacio - tiempo mismo.
A través de intrincadas teorías matemáticas los físicos han llegado progresivamente a la conclusión de que muchos de los malos infinitos que aparecen en las teorías de partículas podrían ser evitados si en lugar de imaginarlas como puntos geométricos se las pensara como cuerdas, es decir, como trazos microscópicos dotados de vibración. A través de complejos formalismos se ha podido mostrar que las diferencias entre familias de partículas podrían ser entendidas como efectos de diversos estados de oscilación de una cuerda elemental. Hasta hoy no hay grandes predicciones empíricas que hayan respaldado estas teorías de cuerdas con la contundencia con que han sido confirmadas la teoría electrodébil o la cromodinámica cuántica en sus versiones estándar. Son teorías elegantes que se limitan a dar cuenta de lo que se conoce, que pueden eventualmente ser descartadas ante el descubrimiento de nuevas partículas, o el establecimiento empírico de ciertos límites para sus parámetros fundamentales, o que ofrecen predicciones difícilmente alcanzables aún con el enorme poder de los aceleradores de partículas más recientes.
Pero, y eso es lo que a la mirada filosófica puede interesarle, son un poderoso signo de los tiempos. Son un profundo indicio de que prácticamente nada del imaginario clásico resulta útil o pertinente para la nueva y la novísima física. Y no es tanto la introducción de la extensión en lo elemental lo más notable, es decir, el que las entidades mínimas no sean ya puntos sino trazos, sino su vibración: el que lo elemental sea pensado como teniendo ya, por sí mismo, un estado de movimiento. Las vibraciones intrínsecas de estas cuerdas son, en términos filosóficos, otro indicio de que nos hemos apartado de la intuición fundamental según la cual los componentes mínimos, las partes fundamentales, de todo lo que es, en concreto, las partículas y el marco espacio temporal en que habitan, son entes quietos, a los que el movimiento y la acción simplemente no pueden llegar (como en la concepción clásica de espacio y tiempo), o sólo pueden llegar desde fuera (como en la concepción clásica de partícula).
Y este signo de los tiempos es el que se puede apreciar también en la idea de fluctuación cuántica del espacio tiempo mismo. Si ocurre que la energía gravitatoria puede ser conceptualizada como curvatura, y ocurre también que la energía implicada en una interacción está sometida a fluctuaciones inversamente proporcionales al lapso temporal involucrado, entonces también podría ser cierto que en espacios ultra microscópicos, en lapsos de tiempo excepcionalmente breves, la curvatura local del espacio - tiempo fluctúe, de manera azarosa. Tal como en el caso de las cuerdas, en términos filosóficos, no es tanto la falta de rigidez del marco espacio temporal lo que es relevante aquí. Ya la Relatividad General había propuesto que el espacio - tiempo es una entidad dinámica. Lo relevante y nuevo es más bien el carácter y origen de esta dinamicidad. No se trata ya de que haya en el espacio - tiempo, eventualmente, regiones de curvatura positiva o negativa, como si pudiera, del mismo modo, no haberlas. Se trata ahora de una dinamicidad intrínseca al hecho de que haya espacio - tiempo como tal, más allá de su eventual estructura macroscópica. Flotando en esta borrasca microscópica las trayectorias inerciales que describe la Relatividad General no son sino regularidades estadísticas cuya estabilidad sólo se debe al tamaño y duración de los cuerpos involucrados.

No pretendo, ni necesito, ser exhaustivo en este inventario de consecuencias filosóficas de la nueva física. Hay muchas más, y muchas otras polémicas filosóficas posibles, desde otras perspectivas. Para el propósito de este texto, relativamente modesto, basta con detenerse aquí. Lo que queda, por supuesto, es explicitar y hacer verosímil la relación entre estas innovaciones y la filosofía hegeliana.

5. La Física Moderna como Fenomenología.
Es necesario recordar, y atenerme, aquí al pronunciamiento inicial que he formulado en este capítulo. La filosofía de la naturaleza no debe, ni puede, suplantar ni usurpar las tareas propias de la ciencia. Su sentido y sus herramientas son muy distintos. Su propósito es diferente. Tampoco es recomendable intentar formular criterios de jerarquía o precedencia. Es sobradamente evidente que los científicos se han manejado hasta ahora perfectamente bien sin “asesorías” filosóficas. Y esta independencia no ha significado en absoluto pérdidas o trabas que se puedan especificar claramente para el avance de sus investigaciones.
Es importante señalar, a la inversa, sin embargo, que tampoco la filosofía de la naturaleza se ha movido históricamente bajo los dictados inmediatos del progreso científico. La ciencia, en particular la ciencia natural, es sólo un mínimo que la imaginación filosófica debe respetar, pero no es ni su fuente ni su campo de verificación. Otros asuntos filosóficos, como las características del lenguaje, la realidad de la libertad, la eventual estructura de la operación de pensar, o la capacidad del sujeto de conocer lo real, son tan importantes en la filosofía natural como el saber científico, y son frecuentemente prioritarias en sus discusiones. Un buen ejemplo de esto es la discusión, fallida o no, de las antinomias, en la Crítica de la Razón Pura. Lo relevante en ellas no es el asunto empírico de si el espacio es infinito o de si el tiempo tiene un origen. El asunto en juego, más fundamental, es si puede haber entes reales y finitos libres en un universo mecánico, o si es aceptable pensar que haya en la naturaleza antinomias auténticas. Las preocupaciones del filósofo, metafísicas, éticas, estéticas, políticas, son muy distintas de las del científico, técnicas, empíricas, operativas.
Por supuesto, lo que sostengo no es que no haya relaciones entre ambos campos, o que no pueda haberlas o, incluso, que en algún tema no sean deseables. Lo que afirmo es que tales relaciones no son, ni histórica ni teóricamente, de causalidad, ni dependencia, en ninguna de las dos direcciones.

¿Cuál puede ser entonces el interés de las consideraciones precedentes sobre eventuales connotaciones filosóficas de ciertos aspectos de la ciencia actual?
El asunto podría verse más o menos de la siguiente manera. Por muy formalistas o instrumentalistas que pretendan ser las teorías científicas, contienen de hecho ideas acerca de cómo podría ser la estructura de lo real, contienen ideas que, miradas desde la filosofía, tienen connotaciones ontológicas. Pero esa estructura de lo real como tal, a pesar de los formalismos empobrecedores de los neokantismos, ha sido y es también una preocupación tradicional de la filosofía. Sin que ninguna de las dos disciplinas pretenda imponerse sobre la otra, debería ser iluminador para ambas echar un vistazo sobre el campo ajeno para ver cómo se están dando las cosas. esas ideas, en principio ajenas, podrían ser iluminadoras sobre los problemas y discusiones propias. Iluminadoras a la manera de pretextos, de sugerencias que deben ser convertidas y elaboradas como algo muy distinto de su origen, para darles utilidad y sentido en un nuevo ámbito teórico.

Pero esta moderada relación que presento, finamente respetuosa de la estupidez de las fronteras disciplinares, adquiere, en la filosofía hegeliana, una connotación muy distinta. Para Hegel el espíritu de una época es algo real. No es una mera metáfora, ni es la clase de realidad teológica que el uso común de esta palabra pareciera indicar. Es la unidad viviente de un pueblo que se expresa en su cultura, en sus actos, en su vida cotidiana, en sus contradicciones y dinamismos. Se trata de la unidad coherente pero no homogénea de una forma de habitar el mundo, una unidad que se representa a sí misma, y se reconoce, en sus ideas, sus instituciones, tradiciones y rituales. El mundo social no es un mero agregado de iniciativas individuales, ni una mera colección de actos, obras e ideas. Hay una cierta unidad, y ella es formada por y formadora de quienes la habitan.
Considerados así, el arte, las normas, los hábitos de la vida cotidiana, las formas de la familia o la guerra, son expresivas de ese espíritu. Y sus formas son correlativas, tienen un origen común, sin necesidad de mantener relaciones causales o de dependencia directa entre ellas. Hay un operar del pensar que las subtiende y que, arraigado en las formas de vida, hace posible lo pensable y lo no pensable en cada uno de sus ámbitos.
La lógica hegeliana, considerada de manera epistemológica, describe los modos más generales de esa operación del pensar. La filosofía de la naturaleza, de un modo fenomenológico, describe cómo esa operación del pensar común a una época se expresa como idea de la naturaleza.
Debido a esto, desde el punto de vista de la filosofía de la naturaleza no es relevante, en rigor, si lo que las teorías científicas dicen es verdadero o falso en el sentido convencional de una adecuación a alguna presunta realidad dada y exterior. Lo relevante es lo que a los científicos se les ha ocurrido, tal y como lo han pensado, incluso en sus eventuales errores, o delirios. Porque eso que han pensado es indicativo por sí mismo de qué clase de realidad es la que piensan y, en un sentido más profundo, de qué forma tiene la realidad que viven, tanto en su vida social como en esa exteriorización de sus vidas que es su entorno natural.
La historicidad de la ciencia, de esta manera, está profundamente ligada no sólo a la historicidad de la sociedad humana, sino a la de la propia naturaleza. La operación del pensar que en una época hace posible a la ciencia hace posible, a la vez, en toda su extensión, a la naturaleza misma.

Pues bien, más allá de los incuestionables éxitos empíricos de la Física Moderna, las ideas sobre lo real que operan en su fundamento han revolucionado todos y cada uno de los supuestos que fundaban el concepto mecánico del mundo, que son también los que operaban de manera correspondiente en la filosofía clásica, hasta Kant. Estas revoluciones son el índice fenomenológico de que esas filosofías ya no son suficientes para abordar la complejidad de un nuevo estado del espíritu humano. Y que una nueva lógica, un modo distinto de la operación del pensar se hace presente ya en el mundo, contenido en el arte, en la ciencia, en las formas en que el espíritu se realiza y representa.
La Física Moderna es, así, como podría serlo también el arte del siglo XX, un nuevo capítulo de la Fenomenología del Espíritu que Hegel creyó completar en 1807. Lo que los hombres experimentan como naturaleza se revela en ella tan relevante como lo que experimentaron como eticidad, razón o libertad absoluta, en otros momentos claves de su formación como humanidad libre. El modo en que el objeto que consideran como naturaleza es experimentado hasta reconocerlo como suyo, como su producto, es otra de las tantas estaciones que el espíritu ha transitado en el camino hacia su propio concepto.
Como antes la experiencia de la religión tuvo que pasar por la objetividad exterior de los muchos dioses, hacia la bella humanización, y luego hacia el trágico reconocimiento de que lo que hay en la idea de Dios no es sino el concepto de la comunidad humana, el carácter trágico de su propia libertad y contingencia, así, ahora, la humanidad tiene que pasar por la experiencia, un tanto mágica, de la exterioridad pura y abstracta de la naturaleza, hacia su progresiva humanización, hacia el reconocimiento de que lo que hay en ella no es sino el propio espíritu humano representado.

6. La filosofía de la naturaleza hegeliana
¿Y qué es, desde este punto de vista fenomenológico, lo que la Física Moderna señala? Como he consignado en los párrafos anteriores, y para decirlo de una manera condensada, dos grandes cuestiones: la inquietud intrínseca del ser, y la realidad ontológica de las relaciones. Y esas dos son, justamente, connotaciones esenciales de la lógica hegeliana, que se expresan de manera directa en su filosofía de la naturaleza.
Como se ha señalado con frecuencia[14], la concepción mecánica del mundo redujo la doctrina de las causas aristotélicas (formal, material, final, eficiente) sólo a la idea de causa eficiente, pensada como una conexión que va, en el tiempo y en el concepto, desde una causa hacia un efecto. Con esto se impuso la idea mecánica de que el Ser no es sino una colección de entes inertes, y se consideró que toda “tensión” o era expresión de interacciones internas entre partes de algo (como en un resorte), o era una falacia descriptiva, en que el observador le atribuye, de manera antropomórfica, una cualidad a los objetos que estos no poseen por sí mismos (como cuando decimos que las manzanas “tienden” al centro de la Tierra, o que los gatos “tienden” a perseguir ratones).
El efecto de estas reducciones fue descartar por completo la idea de devenir aristotélico, y reducir toda forma de cambio en la realidad a la figura simple del desplazamiento espacial. Y con eso, también, de manera consistente, se separó la idea de “cambio” de la idea de “cosa”, convirtiendo todo dinamismo en relación exterior.
Pero la cultura moderna, contradictoria por antonomasia, siempre mantuvo un soterrado rumor aristotélico entre sus ideas. Este aristotelismo subyacente, minoritario, relegado, que emerge en Tomás de Aquino, o en los alquimistas del siglo XVI, tiene un momento culminante en la filosofía de la naturaleza del romanticismo alemán, a fines del siglo XVIII. En ese contexto, pensadores como Albrecht von Haller, Lorenz Oken, Wolfgang von Goethe, Friedrish Schiller, repusieron la idea de que las entidades fundamentales en la naturaleza están animadas de tensiones intrínsecas, y la idea de que es pensable el dinamismo puro, netamente interior a un ente, anterior a su interacción con otro. Volvieron, en suma, a pensar en términos de una inquietud íntima del ser, meramente objetiva, ajena a cualquier animismo o conexión teológica. Para ellos la naturaleza resultaba realmente, sin metáfora, un reino de fines. Por cierto, fines dados, ordenados de acuerdo con leyes objetivas.
Kant, sensible a esta tendencia usó, en su Crítica de la Facultad de Juzgar, la idea de que la naturaleza parece ser un reino de fines como argumento para indicar que su teoría de los actos morales es verosímil y posible. Sin embargo, como buen profesor de física, Kant se cuidó de precisar que la naturaleza sólo aparece, para nosotros, como tal cosa, no que lo sea realmente. Si la naturaleza “como tal”, o en sí misma, posee tales tensiones intrínsecas es algo que, según Kant… no podemos saber.

Para entender a Hegel es crucial entender por qué para Kant la naturaleza aparece como algo (un reino de fines) sin que podamos saber si es así, realmente, en ella misma. La razón es que, para Kant, el orden que constatamos en la naturaleza no es sino una proyección del orden de nuestra propia facultad de conocer. O, de otro modo, la razón es que no podemos conocer la naturaleza o, incluso, el que haya algo así como una realidad natural, sino bajo las condiciones y límites que hacen posible la estructura de la operación del pensar.
La filosofía de la naturaleza de Hegel podría ser vista como una humanización de la filosofía de la naturaleza del romanticismo alemán, guiada por esta idea de exteriorización de la operación del pensar formulada por Kant.
Pero hay tres planos en que la idea de la naturaleza hegeliana puede ser distinguida de las que la anteceden de manera inmediata.
En radical contraposición con la concepción mecánica del mundo, la naturaleza en Hegel es una totalidad animada como juego de fuerzas, es decir, como múltiple articulación de tensiones intrínsecas en que cada ente se constituye como resultado de las relaciones que mantiene con su entorno. Es, según su propia expresión, una totalidad viviente, un reino de fines reales y locales, regido por leyes que dan cuenta de su dinamicidad general. La naturaleza es un todo en que la relacionalidad general es antológicamente anterior al hecho de que haya entes particulares. En que las relaciones son más reales que las cosas.[15]
Pero, más allá de la filosofía natural romántica, Hegel considera que estas tensiones intrínsecas al Ser no son sólo ponentes, o positivas, es decir, no sólo ponen al Ser más allá de sí mismo en un acto directo de producción de Ser, sino que están plenas, en la misma medida, de negatividad, es decir, de radical y destructiva oposición respecto del mismo estado de Ser del que provienen. El juego de fuerzas en que se constituye la realidad adquiere así un carácter objetivamente trágico,[16] en que el Ser sólo llega a hacerse Ser a través de la negación de sí mismo. Cuestión que, en este ámbito exterior que es la realidad natural no es aún significativo, pero que será crucial en los asuntos humanos.
Y, en tercer lugar, más allá de la idea del Ser indeterminado kantiano, Hegel consideró que la “proyección” sobre la realidad de las categorías de la operación del pensar equivalía a la realidad misma. Que no hay, ni es coherentemente pensable que haya, un más allá incognoscible de la operación de conocer. Y como no lo hay, entonces no hay más realidad material que la que resulta de la exteriorización, de la efectivización, de las categorías que operan en la experiencia humana. Con esto, por cierto, da un dramático giro por sobre el giro copernicano: la historia humana no es un mero lugar, que podría ser o no ser, en el marco de la naturaleza, es al revés, lo que experimentamos como naturaleza es algo inseparable de la actividad del espíritu humano. La historicidad del saber sobre la naturaleza corresponde de manera profunda a la historicidad de la propia naturaleza.

A diferencia de la filosofía natural romántica, Hegel procuró que su filosofía de la naturaleza no fuese un mero conjunto de afirmaciones y atribuciones. Para esto se preocupó de fundarla en una enorme y poderosa Ciencia de la Lógica. La primacía de las relaciones y la dinamicidad intrínseca del Ser resultan allí del modo general en que el Ser resulta ser desde la Esencia, y de la idea de esencia como relacionalidad negativa pura, capaz de hacer emerger desde sí el Ser. Pero en esa Lógica, también, el secreto de esa inquietud del Ser es que su efectivización no es sino el devenir real de un Sujeto. Un Sujeto que, en Hegel, equivale a la identidad absoluta entre Dios y la historia humana.
El fin de la teodicea humanista de Hegel es que, tras siglos y siglos en que los hombres se han buscado en los dioses, han llegado a una época en que por fin pueden reconocer que el concepto que hay en Dios no es sino su propio concepto, representado como totalidad.
Lo mismo, creo, tratando de seguir lo que el propio Hegel sostiene en la sección Razón de la Fenomenología del Espíritu, deberíamos afirmar de nuestra búsqueda de la verdad que habría en las leyes de la naturaleza. Tras quinientos años de buscar algo en la naturaleza, algo que sería su verdad, ya empezamos a vivir la época en que podemos reconocer que ese algo no somos sino nosotros mismos. Quizás la Física Moderna no sea sino alguno de los últimos velos del telón que ha cubierto hasta ahora lo interior. Cuando alcemos ese velo por fin constataremos que en el presunto interior que debía cubrir ese telón no hay nada que ver… a no ser, por supuesto, que penetremos nosotros mismos tras él, tanto para ver como, sobre todo, para que haya algo real y efectivo que sea visto.
[1] Es ciertamente difícil, en una época de estupidización disciplinar, encontrar interlocutores relativamente bien informados a la vez en los campos de la Física Moderna y de la filosofía hegeliana. Para los que sólo dominan el primer ámbito, este mismo libro, y algunos que cito en la bibliografía, pueden servir de introducción. Para los que sólo dominan el segundo, he recurrido casi siempre a referencias tomadas de Scientific American, a través de sus traducciones castellanas en Investigación y Ciencia, publicación mensual de Prensa Científica, Barcelona. Con esto quiero evitar la inútil e impracticable vanidad de remitir a los textos originales, escritos en general en un lenguaje fuertemente técnico, y mantenerme a la vez por sobre el nivel de la mera divulgación científica. Los artículos de Scientific American contienen versiones estándar de los avances de la ciencia que ya están relativamente establecidos por la comunidad científica. Deberían ser legibles para quienes tengan una cierta cultura científica, y ser fácilmente accesibles en cualquier biblioteca científica medianamente civilizada.
[2] Sobre estas dificultades son ejemplares las consideraciones de Ernst Mach: Desarrollo histórico crítico de la mecánica (1883), Espasa Calpe, Buenos Aires, 1949; se puede ver también, Milic Capec: El impacto filosófico de la física contemporánea (1961), Tecnos, Madrid, 1965, y P. M. Harman: Energía, fuerza y materia. El desarrollo conceptual de la física del siglo XIX (1982), Alianza Editorial, Madrid, 1990.
[3] La mejor historia sobre este punto es la de Thomas S. Kuhn: La teoría del cuerpo negro y la discontinuidad cuántica, 1894-1912, (1974), Alianza, Madrid, 1987.
[4] Mi experiencia, como profesor secundario de física, es que aún hoy muchas personas mantienen ese sentido común, que corresponde históricamente a la física aristotélica: el vacío les resulta una idea extraña, y siguen creyendo que los cuerpos necesitan el constante auxilio de una fuerza para moverse.
[5] Pascal: “abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro, y que me ignoran”, en Blas Pascal, Pensamientos, Aguilar, Buenos Aires, 1959. Ver también el hermoso relato de Voltaire Micromegas, Legasa, Madrid, 1981.
[6] Ver Haim Harari: Estructura de quarks y leptones, Revista Investigación y Ciencia, Prensa Científica, Barcelona, Junio 1983.
[7] Me ocuparé, más adelante, de la más notoria de las excepciones a esta continuidad, las singularidades gravitatorias.
[8] Ver: Carlos Barceló, Stefano Liberati, Sebastiano Sonego, Estrellas negras, en Revista Investigación y Ciencia, Prensa Científica, Barcelona, Diciembre 2009.
[9] La discusión cambió de carácter de una manera muy importante desde la introducción de las “desigualdades de Bell”, introducidas por John S. Bell en 1964. Su formulación permite someter a pruebas experimentales los supuestos implicados en la discusión Einstein Bohr. La mayoría de los experimentos realizados hasta la fecha respaldan, de manera cada vez más precisa la postura de Bohr, y la realidad del carácter probabilístico de las leyes físicas. Sobre esta discusión se puede ver la antología de artículos de Scientific American publicada en castellano por Prensa Científica: Misterios de la Física Cuántica, Temas 10, Investigación y Ciencia, Prensa Científica, Barcelona, 1997. Contiene textos escritos entre 1981 y 1997, y un artículo notable de P.A.M. Dirac, de 1962. Sobre los avances de esta polémica en los últimos diez años ver David Albert y Rivka Galchen, El principio de localidad, revista Investigación y Ciencia, Prensa Científica, Barcelona, Mayo 2009.
[10] El efecto más notable es la posibilidad de creación de partículas a partir de un vacío cargado. El espacio vacío, en el que no hay sino energía en forma de potencial de acción, genera por sí mismo partículas virtuales que, en condiciones experimentales adecuadas, se pueden detectar, “atrapar”, como partículas estables y reales, como las que componen a las cosas comunes.
[11] La idea de singularidad desnuda se desarrolló en conexión con la de hoyos negros, en el contexto de las teorías relativistas de la gravitación. Ver, al respecto, Joshi Pankaj, Singularidades Desnudas, Revista Investigación y Ciencia, Prensa Científica, Barcelona, Abril 2009. Su extensión a la teoría cuántica de campos, sugerida aquí, es materia de un amplio debate.
[12] Ver al respecto, Daniel Z. Freedman y Peter van Nieuwenhuizen: Las dimensiones ocultas del espacio - tiempo, Revista Investigación y Ciencia, Prensa Científica, Barcelona, Mayo 1985.
[13] Sobre las familias de partículas elementales que contempla el modelo estándar ver, Chris Quigg, Partículas y fuerzas elementales, Junio 1985, y Steven Weinberg, La unificación de la física, Enero 2000, ambas en Revista Investigación y Ciencia, Prensa Científica, Barcelona. La puesta en marcha de enormes y poderosos aceleradores de partículas en los últimos años han desatado toda clase de especulaciones sobre la constatación empírica de una nueva serie de partículas que ampliarían considerablemente la clasificación mantenida hasta hoy. Sobre esas nuevas ideas se puede ver, Gordon Kane, Más allá del modelo estándar de la física, también en Investigación y Ciencia, Agosto de 2003. Una amplia y clara introducción a todo el tema, incluyendo las teorías de cuerdas, se puede encontrar en Brian Greene, The elegant universe, W.W. Norton, Nueva York, 1999. Hay traducción castellana en El Universo Elegante, Editorial Crítica, Barcelona, 2001.
[14] Ver, al respecto, Alexander Koyré, Estudios galileanos (1939), Siglo XXI, Madrid, 1980; Emile Meyerson, Identidad y realidad (1908), Reus, Madrid, 1929; Alistair C. Crombie, Historia de la ciencia, de Agustín a Galileo (1956), Alianza, Madrid, 1976.
[15] En necesario notar que muchas leyes empíricas distintas, en los fenómenos particulares, podrían ser compatibles con esta caracterización general, por lo que la filosofía natural hegeliana no pretende realizar la tarea específica de la ciencia ni, mucho menos, pretende que se podría deducir de ella la legalidad específica que rige estos fenómenos.
[16] Digo aquí “objetivamente” en el sentido literal de que no es aportado por un sujeto, sino que pertenece a la índole misma de las cosas. Eso implica, por tanto, que no se trata de la tragedia como tal, que es algo que Hegel reserva para la complejidad humana, sino de una raíz, en el elemento de la exterioridad, de lo que será luego, auténticamente, la tragedia.

sábado, 30 de enero de 2010

La naturaleza como mediación

Carlos Pérez Soto [1]
Profesor de Estado en Física

1. En uno de sus muchos reveladores comentarios a su traducción de la Fenomenología, Manuel Jiménez Redondo dice, a propósito de la sección Percepción,
“El presente cap. II, junto con el cap. III y el cap. V, A, suele contar entre los capítulos más difíciles oLa naturaleza como mediación en todo caso entre los capítulos más enigmáticos de la Fenomenología del Espíritu. No resulta fácil entender a qué viene este capítulo después del cap. I”[2]

Ramón Valls Plana, al comentar la Razón Observadora, habiendo escogido ya una perspectiva determinada para leer la Fenomenología, nos dice
“La actividad observadora asciende desde lo inorgánico a lo orgánico. Vamos a dar de manera muy compendiosa el resumen de lo que Hegel escribe a este propósito. Se trata de una de las partes más aburridas de la Fenomenología y no tiene un interés directo para nuestro tema. Además la exposición hegeliana está muy ligada a la ciencia de su tiempo. No faltan, sin embargo, observaciones interesantes que tienen todavía hoy su vigencia para una crítica de las ciencias positivas.”[3]

En su notable biografía de Hegel, Terry Pinkard resume de manera drástica lo que parece ser una opinión muy común, tanto entre los detractores como entre los simpatizantes de la filosofía hegeliana
“Aunque invirtió mucho tiempo y esfuerzo en desarrollar su ‘filosofía de la naturaleza’, esta fue sin embargo la menos afortunada de sus aventuras. Ignorada por la mayoría de sus contemporáneos (pese a la sobresaliente posición intelectual de quien la había concebido), quedó desacreditada inmediatamente después de su muerte, y desde entonces a penas ha merecido interés fuera del contexto de la investigación especializada en temas hegelianos”. No puede evitar, sin embargo, aclarar en seguida “Hegel pensaba, sin embargo, que la ‘filosofía de la naturaleza’ era clave en su proyecto total. Si se quería ofrecer una visión global del mundo moderno, había que dar una explicación del fenómeno de la presencia del ser humano, en tanto que agente libre, dentro del mundo natural descrito y explicado por la ciencia moderna”.[4]

El asunto, directamente, es cómo entender la idea “orgánica” que Hegel propone de lo real. Cómo entender sus críticas al mecanicismo, que no se limitan a afirmar la presencia de la libertad en un entorno natural, por ejemplo, meramente afirmando que al menos no es contradictoria con la necesidad de las leyes naturales, y procediendo luego a postularla como una condición de la posibilidad de la moralidad, sino que avanzan directamente sobre el carácter que se le ha atribuido a las leyes naturales mismas, intentando mostrar que la posibilidad de la libertad reside en la índole misma del Ser, por lo que se hace como mínimo innecesario hacerla objeto de un mero postulado abstracto, sin contar con las dramáticas consecuencias que la abstracción de ese postulado pueda significar.[5]
O, también, cómo entender los trabajosos razonamientos que Hegel dedica a la relación entre las múltiples propiedades, la cosa y la coseidad, o los que dedica a las características de lo que llama “fuerza”, al desdoblamiento de la fuerza y su relación con la ley, o la extensa exposición que hace de los límites de la Razón Observadora. Cómo entender que sostenga, aunque en esta idea la conciencia se comporte como el orinar, que el espíritu debe ser como mínimo un hueso. Cómo entender una razón que es constitutivamente apetente, o la idea de que la libertad es inseparable de la posibilidad del mal, o Dios inseparable de la historia humana. En fin, cómo entender que “todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también, y en la misma medida, como sujeto”.[6]

Comprender la filosofía hegeliana requiere situarse en un determinado modo de la operación del pensamiento, históricamente determinado, sin el cual sus tesis resultan, en su fundamento, inverosímiles, y sus afirmaciones sólo se hacen plausibles atribuyéndoles un carácter metafórico que, descifrada la metáfora, las haría asimilables a lo que ya, desde otras perspectivas, pensamos sobre los problemas en cuestión.
Entender la filosofía de la naturaleza hegeliana, y considerar sus pronunciamientos sin metáfora, tal como él los consigna, puede contribuir a esclarecer ese fundamento, y a considerar sus ideas sobre la sociedad, la libertad, la historia, de un modo sustancialmente más cercano a sus propias pretensiones e, indirectamente, a nuestros propios problemas.

2. En la Fenomenología del Espíritu esta concepción del Ser aparece “para nosotros” en las experiencias que son el centro de las secciones Percepción y Fuerza y Entendimiento, de manera lógica, y en la Razón Observadora, de manera fenomenológica, es decir, en la realidad de la ciencia natural, y de las ciencias sociales consideradas como prolongaciones de la ciencia natural.
Las interpretaciones en torno a las dos primeras suelen apresurarse a establecer sus analogías y posicionamientos críticos respecto del empirismo y de la Crítica de la Razón Pura. Se suele entender que el tema de estas secciones es “epistemológico” en el sentido kantiano de que se establecerían aquí las condiciones que hacen posible el saber, que luego se convertirán progresivamente en antecedentes de lo que será la experiencia propiamente espiritual de la autoconciencia.
Propongo, en cambio, que estas secciones podrían leerse directamente como la afirmación de una filosofía de la naturaleza. Esto significa que el tratamiento no es sólo epistemológico sino, de una manera directa, ontológico. Sugiero que lo que Hegel hace en estas secciones es formular la ontología bajo la cual el desdoblamiento de la autoconciencia, y sus consiguientes dramas, puede ser pensado. Esto conectaría estos textos más bien con la Ciencia de la Lógica que con el problema del conocimiento derivado del criticismo kantiano.

Tanto en el tratamiento de la cosa y la coseidad, como en el de la fuerza y la ley, Hegel está exponiendo su concepción de la auténtica autonomía de lo objetivo. No sólo la manera en que la consciencia lo experimenta, sino el modo en que lo objetivo es por sí mismo.
Por un lado la consciencia experimenta algo, algo que Es, que se opone a ella, que le resulta dado. Por otro lado experimentará que la movilidad pura que hay en ese algo no es sino su propia movilidad, que la negatividad que aparece como dada no es sino su negatividad.
Pero, tanto en el lado de la consciencia, que será expuesto en la sección autoconciencia, como en el lado del objeto, el Ser como tal no es ya el quieto Ser que la modernidad ha logrado pensar. El objeto mismo “tiende a...”, está animado. Contiene en él una tensión que, en último término, lo constituye. Es susceptible de polaridad, de finalidad, de desdoblamiento, es al la vez el particular real y la universalidad diferenciada que lo constituye.
El objeto, que primero es subsistente, que luego es independiente, que alcanzará su autonomía. Primero como cosa, que resulta constituida desde la coseidad. Luego como fuerza, que sólo adquiere ser en un juego de fuerzas, y que se funde luego con la ley. Pero con una ley que no es ya la ley quieta, sino la de la polaridad, una ley que rige momentos móviles que se constituyen mutuamente. Y una ley que no es sólo la del ser positivo sino, también, la del mundo invertido, que se realiza a través de la negación de sí mismo. E incluso, más allá, una ley que no es una explicación exterior al fenómeno, sino que se funde con él, constituyendo al fenómeno mismo, de la misma manera como las categorías kantianas no se limitan a dar cuenta del objeto, sino que, propiamente, lo hacen posible. Lo que Hegel llama “explicación”, en Fuerza y Entendimiento, es el correlato ontológico, en el hacerse del Ser, de lo que en Kant es sólo un juego formal de condiciones aportadas por el entendimiento.

Mucho, quizás demasiado, ha ocurrido, entonces, en estas densas páginas de la sección Fuerza y Entendimiento. La filosofía de la naturaleza newtoniana, kantiana, y la del romanticismo alemán, han desfilado en rapidísima sucesión, para ser trascendidas y reformuladas en el marco de la propia filosofía natural hegeliana, puesta aquí, aún, en la forma extremadamente general de fundamento lógico.
La inercia, la conservación de la cantidad de movimiento, la exterioridad de cosa y relación, la exterioridad de movilidad y Ser, propias de la concepción mecánica del mundo, han sido trascendidas a través de rápidas alusiones y una abigarrada serie de afirmaciones (que no pretenden, por cierto, en absoluto, tener el carácter de demostrativas) que se ponen como fundamento.
Pero también la exterioridad entre la ley y el fenómeno es trascendida radicalizando el carácter constituyente de las categorías entendidas de manera kantiana.
Y, más allá, Hegel asume la realidad de las nociones de tensión, polaridad, finalidad, auto finalidad y auto diferenciación, que ha levantado la filosofía natural del romanticismo en contra de las simplezas y las inercias de la concepción newtoniana.
Hegel radicaliza estas nociones concibiéndolas como categorías, es decir, como modos de hacerse el Ser, y pone en cada una de ellas el elemento de lo negativo, que el optimismo un poco ingenuo del romanticismo no había reconocido suficientemente. Es desde este punto de donde arrancará su distanciamiento con Schelling.
Ese operar de lo negativo es el que confiere al juego de fuerzas el carácter dramático que hace posible llamar a uno de sus momentos “mundo invertido”, y es la clave de la inquietud esencial que caracteriza a la infinitud, en que se condensan los momentos anteriores, y que es lo más cercano a la objetividad en toda la sección Conciencia. El paso final, en la última página de esta sección, es que esa infinitud se revele como sujeto. Pero ese paso está más allá de la función y sentido propio de la filosofía de la naturaleza, que ha servido y mostrado hasta aquí lo que es su esencia: es el ámbito que permite pensar la objetividad de una manera lo suficientemente compleja como para reconocer en ella a la propia subjetividad.

3. Esta idea de la autonomía y la complejidad de la objetividad está desarrollada, ahora de manera fenomenológica, en la Razón Observadora. Ahora la objetividad presente en Fuerza y Entendimiento se presenta como un aparecer efectivo, como naturaleza, y la experiencia del sujeto de la modernidad se presenta, en uno de sus momentos, como figura efectiva, la de la ciencia natural. Este es, propiamente, el lugar de la filosofía natural, pero no debe ser olvidada, ni soslayada, la importancia constitutiva de la sección precedente: se trata de una filosofía de la naturaleza fundada en una lógica.
Nuevamente Hegel recorre aquí, y muchas veces superpone, tres perspectivas sobre la naturaleza que son muy distintas, la newtoniana, la kantiana y la romántica. Y nuevamente, cosa inevitable por la enormidad del tema, la sucesión resulta apretada y demasiado llena de detalles. Ahora lo que le interesa de la objetividad es su complejidad efectiva, como un todo efectivo, como naturaleza. Y va especificando para ello connotaciones que le parecen esenciales: su carácter orgánico, finalístico, duramente objetivo y, como tal, exterior.
La organicidad en la Observación de la Naturaleza debe ser considerada sobre el trasfondo ya formulado de fuerza, polaridad, ley negativa, que se ha desplegado en Fuerza y Entendimiento. Importa mostrar ahora que la dinamicidad natural es de algún modo celular e inanalizable, que los entes naturales constituyen un todo que la razón newtoniana no es capaz de abordar. Importa mostrar en ellos la presencia de tensiones finalísticas reales, que no son sólo una atribución falaz desde el observador. Pero, considerado todo esto en el marco de una crítica a la razón imperante en la modernidad, importa mostrar también, lo inadecuada que resulta la complejidad orgánica de la naturaleza como modelo para entender la subjetividad y, menos aún, la complejidad del Espíritu.
La filosofía de la naturaleza hegeliana queda así a medio camino entre la simplicidad newtoniana y la complejidad del Espíritu libre. Su idea de la naturaleza es sustancialmente más compleja y dinámica que la que ofrece la concepción mecánica del mundo, pero se trata de una complejidad insuficiente para conceptualizar al sujeto. Falta algo en la polaridad y la finalidad, en las leyes negativas naturales, y no es difícil imaginar qué: falta que la negatividad se exprese como el drama de la libertad.

4. Sin embargo, esa complejidad orgánica de la naturaleza es un mínimo absolutamente necesario para lo que Hegel quiere decir de la subjetividad. Y es por eso que se puede decir que, en el plano de la teoría, que la filosofía de la naturaleza cumple una función mediadora entre los secos fundamentos de la lógica y las dramáticas consideraciones de la filosofía del espíritu o, también, en el plano de la efectividad, que el experimentarse como naturaleza del sujeto moderno es un momento de mediación entre la mera enajenación religiosa de la Conciencia Desventurada, o de la Fe Ilustrada, y su reconocimiento como sujeto auténticamente libre.

Hay dos momentos en la Fenomenología en que esta función mediadora aparece con particular claridad. Cuando la infinitud es pensada como infinitud viviente, y cuando la experiencia de la naturaleza es vivida como búsqueda del placer.
La infinitud viviente es ese juego de fuerzas consumado, animado de negatividad, capaz de desdoblarse sin dejar de ser uno, que se ha formulado en Fuerza y Entendimiento. ¿Qué tiene, entonces, de “viviente”, que la otra no tenga?: que es sujeto. ¿Y en qué se manifiesta su ser sujeto?: en que se expresa como apetencia.
Hay que notar que esta infinitud viviente es sujeto “antes” de desdoblarse en autoconciencias contrapuestas, y que en algún sentido sigue siendo un sujeto, único, a pesar de los largos dramas que describen su exteriorización a lo largo de casi todo el resto del libro, hasta consumar esa unidad como espíritu autoconsciente en la Religión Revelada. En la terminología actual, extemporánea y extraña a Hegel, se podría decir que es un campo de acción transindividual constituyente, desde el cual la realidad de lo individual llega a ser.
Es importante consignar esto porque la interpretación imperante (por ejemplo Judith Butler), que deriva de Kojeve, tiende a presentar la lucha que sigue a su desdoblamiento como conflicto interpersonal, obviando el momento crucial de su origen, que es el que le da su carácter esencial, que no es sino el hecho de que las autoconciencias se constituyen como contrapuestas desde una y la misma apetencia o, para decirlo de otro modo, que la posibilidad de superación de la tragedia de su contraposición ya está presente en ellas mismas, si es que logran vencer la muerte a través de un largo camino de formación que las lleve a reconocerse como Espíritu. Sin esta unidad primera, que no es ni un origen, ni un estado de felicidad indiferenciada, sino una condición propia y permanente de la índole del Ser (la de ser infinitud), la contraposición y la lucha se mantiene como desencuentro de muchachos tozudos, que sólo son capaces de sobrevivir esclavizando a otro o refugiándose en la pureza del pensamiento. Algo, por lo demás, que parece muy representativo de la academia norteamericana, donde actualmente son tan populares estas ideas.

Cuando se consideran los asuntos humanos de cerca, y con alguna especificidad, la categoría de negatividad, omnipresente y fundamental, resulta demasiado genérica. Sirve para el fundamento, y todo se entiende desde allí, pero sólo sirve para eso. Es a través de las nociones de tensión, polaridad, finalidad, determinación, que su operar puede especificarse mejor. La categoría de apetencia representa, aún en el plano de la lógica, un grado de acercamiento mayor. Lo relevante en ella es que, conectada con las anteriores, permite decir de una manera más directa lo que, en el pensamiento de Hegel, hace que un ente, que en principio podría ser considerado como natural, sea un sujeto: que está constituido como una tensión infinita, como una acción finalística infinita, hacia devorar todo otro, hacia conquistar toda diferencia que lo niega, y hacerla suya.
Hay que considerar, sin embargo, que esta constitución que podría parecer espectacular, y que conduce a lo que Hegel llama de manera dramática “lucha a muerte”, es sólo, hasta aquí, el esqueleto lógico de un asunto, la constitución de la subjetividad, y no el asunto mismo, para cuya formulación se requieren bastantes mediaciones más que la sola afirmación de la apetencia. Mucho del tremendismo que es habitual en las caracterizaciones de la lucha en Señorío y Servidumbre, o de la sobre dramatización católica en torno a la Conciencia Desventurada, podrían evitarse si se asume un punto que en la filosofía hegeliana es simple y claro: la lógica es el fundamento de algo, pero no el algo determinado y efectivo mismo. Y, como he sostenido en un capítulo anterior, toda la sección Autoconciencia debería ser leída como exposición de las bases lógicas que presiden el fenómeno de la subjetividad.
En esa lógica hay algo que, considerado sin mediación, podría llamarse naturaleza o, también, al revés, que considerado como naturaleza, sólo es la mediación entre el ser puramente lógico de la negatividad y la realidad efectiva de la libertad: el que los sujetos estén constituidos como apetencia.

A pesar de que el desdoblamiento y la lucha que se abre desde la infinitud viviente se mantienen a lo largo de casi todo el resto del libro (no es posible señalar en la Fenomenología ningún “final feliz”; a lo sumo… unos puntos suspensivos), Hegel hace en Señorío y Servidumbre un notable pronunciamiento que, si es leído en toda su extensión y profundidad, arroja una clave fundamental para entender la posibilidad del sentimiento de comunidad. Hegel advierte que “La autoconciencia sólo encuentra su satisfacción en otra autoconciencia”.[7]
Leído esto de manera positiva nos informa que, en principio, una autoconciencia sí puede encontrar satisfacción a su ambición de reconocimiento, es decir, ni más ni menos que a su apetencia. Cuestión que está muy lejos de la catastrófica interpretación depresiva que hace Lacan sobre este punto. Leído de manera negativa, nos advierte que esa satisfacción sólo será efectivamente posible cuando las autoconciencias se encuentren en posición de serlo, es decir, cuando sean a la vez autónomas y susceptibles de reconocimiento, lo que sólo podrá ocurrir en una sociedad reconciliada.
Pueden argumentarse muchas dificultades posteriores que impidan una situación tan loable como la de una comunidad reconciliada, pero lo que no se puede establecer a partir del texto es que esos impedimentos residan aquí, en el carácter de la apetencia. Al revés, si se sigue con atención el camino que lleva desde el juego de fuerzas a la infinitud, a la infinitud viviente, a la apetencia, hasta el desdoblamiento y la contraposición, se encontrará justamente, en el hecho de que la subjetividad sea en su fundamento una infinitud viviente, esta clave, que señala que puede, tras un doloroso camino de formación, alcanzar el reconocimiento que en el primitivo estado de su esqueleto lógico no parece posible.

5. Pero, si hay un lugar donde la filosofía de la naturaleza hegeliana resulta directamente indispensable, es para entender en qué consiste el fracaso de Fausto, en la figura de El Placer y la Necesidad, en la Razón Activa. Sin tener en cuenta ese antecedente se corre el riesgo de repetir, ahora de manera ampliada, el error que se comete al abordar Señorío y Servidumbre a la manera de “muchachos tozudos”.
La apetencia, que vista desde aquí aparece como una categoría genérica, se experimenta ahora como deseo, que Hegel, por muy buenas razones, caracteriza a través de su momento negativo, la necesidad.
Muchos malos entendidos se pueden desenredar si se aborda el asunto desde la pregunta directa de qué es lo que Fausto, que es el personaje al que Hegel alude, desea. Parece trivial sostener que desea a Margarita o, lo que parece más sutil, que desea ser reconocido por Margarita. Sin embargo, si contextualizamos esta figura, que es lo que siempre hay que hacer en un texto tan sistemático como la Fenomenología, veremos que Fausto, como Karl Moor, como Don Quijote, que son las figuras que lo acompañan en esta sección, “actúa como un singular”, y sufre la maldición de que cree experimentarse como singular, y cree que puede alcanzar su satisfacción como tal. Ya Hyppolite, Labarriere, Valls Plana, y otros, han señalado que toda esta sección es una crítica al individualismo moderno.
El asunto es que estos son personajes cuya acción está encaminada a obtener reconocimiento de sí mismos fundamentalmente ante sí mismos, no por otros. Hegel ya había leído la novela de Goethe (al menos la primera parte), aún sin publicar, y sabía que Fausto, tras demostrarse a sí mismo que podía poseer a Margarita, simplemente la abandona, que no es precisamente lo que una concupiscencia uniforme (“desea a Margarita”), o un simple afán de dominio (“desea ser reconocido por Margarita”) buscaría. Algo similar ocurre en el desvarío de Karl Moor, que persiste mientras se reconoce a sí mismo, aunque su querido padre, su amada Amelia o sus compañeros, lo abandonan, o en la locura del Quijote, que persiste por sobre las evidencias y los molinos de viento. Que persisten, por supuesto, hasta que fracasan.

¿Por qué fracasan, si presuntamente han obtenido lo que parecían desear? Una indagación de este asunto requiere de una comparación entre la idea moderna y la idea hegeliana de necesidad, y ese es justamente un tema propio de la filosofía de la naturaleza.[8]
Para la modernidad la necesidad es el correlato de una carencia. La tensión que la anima aparece desde fuera, “tira” algo hacia el hueco de la carencia, para llenarlo. Por cierto, la noción complementaria es que un ente pleno no necesitaría nada. Y el supuesto que subyace a esa noción complementaria es que la plenitud coincidiría con la quietud, en particular, con la falta de tensiones internas.
Resulta clave entonces la noción de que un ente podría estar constituido ya como tensión, y ser pleno en ello, sin que haya en él propiamente un hueco o una carencia. Esta idea no es sino expresión de la inquietud esencial que, en la lógica, constituye al Ser como acto de Ser, como tensión hacia más allá de sí mismo. La necesidad, pensada así, es expresión de una tensión interna, que “empuja” hacia un acto de llenar (de realizar), sin que haya necesariamente una carencia que la requiera.
En la idea moderna la necesidad es un incentivo para completar algo en sí, en Hegel es un motor para desarrollar algo más allá de sí, algo cuya falta de desarrollo no es, en principio, una incomplitud, o que sólo lo es considerada desde el desarrollo consumado. No había un hueco por llenar, ni lo habrá, había una tarea por cumplir, y seguirá habiéndola.
Es por esto que, en la modernidad, tras la satisfacción la necesidad se detiene. Al menos hasta que el desgaste vuelva a producir la carencia. En Hegel, en cambio, cada experiencia de satisfacción puede ser el principio de otra más amplia. La necesidad no se detiene.
Digamos, incidentalmente, que esta idea del enriquecimiento de la necesidad a través del proceso de su satisfacción ya está presente en David Hume y en Adam Smith, para quienes, sin embargo, es una mera constatación, sin un respaldo metafísico que permita dar cuenta de ella o, en la terminología hegeliana, “concebirla”.
Si exceptuamos a Hume y Smith que, desde luego, conocían mucho mejor la índole de la ambición burguesa, para la escasa modernidad alemana, a su manera newtoniana, la satisfacción, que colma el deseo y detiene a la necesidad, equivale a la quietud. Como dice un viejo aforismo atribuido a muchos, incluso a Aristóteles: “Omnia animalia tristia post coitum sunt”. En un extremo abstracto, que no se produce, esto podría significar que quien alcance la más completa satisfacción podría morir. Agreguemos otra perla de sabiduría, ahora del Kama Sutra: “el que muere en el orgasmo alcanza el Nirvana”.
Y este es, justamente, uno de los momentos de la experiencia del Fausto de Hegel: cuando logra poseer a Margarita lo que logra no es la satisfacción sino la sensación de muerte.
Hay dos razones para ello. Primero, porque se ha equivocado en cuanto a qué es lo que el deseo realmente desea y, segundo, porque lo que cree que es su deseo, esa pasión moderna originada en una carencia, efectivamente conduce a la quietud, a una mala quietud que pocos años después otro equivocado, Schopenhauer, caracterizará como hastío.

Hegel, como hemos dicho, conocía el final de la novela (al menos de la primera parte) y sabía que tras su experiencia de la sensación de muerte (o hastío) en la figura de Fausto la necesidad reaparece, de manera inagotable. Pero ya no en virtud de una carencia (ya ha poseído y abandonado a Margarita), sino en virtud de una tensión interior que no ha podido satisfacer de esa manera, como no podrán satisfacerla tampoco, en sus intentos, Karl Moor y Don Quijote.
Para entender la lógica de este renacer de la necesidad volvamos a la comparación entre el concepto hegeliano y el moderno. En la noción moderna el objeto al que la necesidad se aboca es exterior, y debe ser devorado. Esa es la pobreza del intento abstracto del Señor, carente de formación, y que conduce a su fracaso. En Hegel el objeto de la necesidad es una exteriorización, y, debe ser reconocido como propio.
Como el objeto es una exteriorización, y como la necesidad nunca se detiene, Lacan, como antes Nietzsche y Schopenhauer, interpreta el objeto como ilusorio y la necesidad como una tensión hacia el vacío. En Hegel, en cambio, el objeto es real y la satisfacción es, en principio, plenamente posible: el objeto es una autoconciencia independiente, y la satisfacción equivale al proceso de realización mutua de autoconciencias en sí contrapuestas. Y esto ocurre porque la necesidad es dual, es mutua, es una relación constituyente, y el ejercicio de su realización equivale al juego de fuerzas de una formación mutua: cada uno va adquiriendo su propia realidad en el juego de desear y ser deseado.
En la modernidad la necesidad es pensada de manera unilateral (ese es el drama del querer experimentarse como singular, en Fausto), el lugar de la necesidad es un individuo (que carece de algo, que está incompleto). Un individuo puede encontrar su satisfacción, según esta unilateralidad, poseyendo algo, o a alguien, que no lo desea, puede llenar su carencia sin llenar la del otro.
En Hegel, en cambio, la necesidad es un juego de fuerzas que produce a aquellos en los que actúa: no se limita a completar lo que ya es, sino que produce a aquello en que se experimenta.
Lacan ve la necesidad como tensión hacia el vacío porque piensa la intersubjetividad como contraposición, como relación mutua. La idea de complejidad orgánica le permite a Hegel, en cambio, pensar la realidad del deseo como intersubjetividad orgánica, como deseo situado de autoconciencias deseantes que se producen mutuamente en el ejercicio de sus deseos. Es en ese marco de unidad desdoblada en entidades autónomas que se puede comprender la clave, enunciada en el texto cien páginas antes que el tratamiento de la figura de Fausto: “Una autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia”.

6. Por cierto las consideraciones anteriores podrían enseñarnos varias cosas muy sabias sobre el amor de pareja, que es lo que está aludido como contexto en la experiencia de Fausto. Pero, desde luego, no son los fundamentos del amor de pareja lo que al moderado y político Hegel le interesa. Lo interesante de Fausto es más bien su fracaso, y el carácter de lo que intenta, que el eventual idilio que podría obtener si flexibilizara su solipsismo. Por eso la Fenomenología no se detiene ni un segundo en moralejas al estilo de Erich Fromm y avanza, rauda, hacia las condiciones sociales en que el reconocimiento es pensable.
Pero las complejidades de la Eticidad, del lenguaje cortesano, del juego entre la Ilustración y la fe, del ominoso contenido presente en el terror, ya no requieren de un sustrato directo en la filosofía de la naturaleza, o en la naturaleza como experiencia. La tarea mediadora de ésta en la formación de la libertad ya está, en lo esencial, cumplida. Aunque la Individualidad sea un “reino animal”, este es ya, plenamente, un reino del Espíritu. Es el Espíritu como tal, que en la modernidad clásica se experimenta como certeza de sí. Las problemáticas y las mediaciones que son necesarias para entenderlo están ya plenamente en el campo de la cultura, del derecho, de la historia. La ley de la tradición es de la noche y de la tierra sólo porque es experimentada como sin origen, como dada y ciega. La Religión inicial es “natural” sólo porque los dioses son experimentados como exteriores y objetivos. No hay en estas figuras naturaleza como tal, sino sólo lo que la naturaleza es de suyo y en esencia: exteriorización de la comunidad humana.

Cuando se compara todo este desarrollo en la Fenomenología, que no es sino filosofía del espíritu, con el significado y sentido de la filosofía de la naturaleza, lo que se puede obtener es una secuencia de nociones que, desde la infinitud, pasa por la apetencia, la finalidad, la complejidad orgánica, la necesidad, hasta nociones mayores que, en el reino del Espíritu, señalan hacia la libertad.
Hegel ha ligado internamente la libertad y la necesidad arraigándolas en la categoría “natural” de apetencia, y ha arraigado a su vez esta apetencia en la índole del Ser, en su hacerse Ser de manera negativa.
Esto es lo que entiendo por el papel mediador de la naturaleza en su filosofía: el Espíritu, para constituirse como tal, tiene que ser al menos un hueso.

Punta de Tralca, 1 de Enero de 2010.-


[1] Asumo en este capítulo una cierta familiaridad con el texto de la Fenomenología del Espíritu. Es un capítulo, por tanto, que no puede ser considerado completamente como parte de una Introducción. El propósito y el nivel de sus afirmaciones, sin embargo, dada esta familiaridad, me permiten no sobre cargarlo re referencias y citas, remitiendo al lector a los lugares pertinentes del texto sólo a través del nombre coloquial de sus secciones. Sobre esto, ver también la nota inicial del capítulo siguiente.
[2] G.W.F. Hegel: Fenomenología del Espíritu, edición y traducción de Manuel Jiménez Redondo, Pre-Textos, Valencia, 2006, pág. 962. Al parecer se ha formado un cierto consenso en que estos comentarios que Jiménez Redondo agrega a su traducción, en que trata de esclarecer el texto de Hegel a la luz de Platón y Heidegger, son más reveladores de sus propias opiniones que de los posibles contenidos del texto hegeliano.
[3] Una opinión que probablemente Bertrand Russell o Karl Popper habrían aplicado a toda la obra. Ramón Valls Plana: Del Yo al Nosotros, Lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, PPU, Barcelona, 1994, Pág. 159.
[4] Terry Pinkard: Hegel, una biografía, Acento, Madrid, 2001, Pág. 707.
[5] Espero que sea obvio que aludo aquí a la discusión sobre la posibilidad de la libertad que Kant hace en la tercera de las Antinomias en la Crítica de la Razón Pura, y a la solución que da a este asunto en la Crítica de la Razón Práctica. Se podría resumir la tesis que defiendo en este trabajo diciendo que la necesidad de la filosofía de la naturaleza en Hegel está directamente relacionada con responder a la relativa arbitrariedad con que Kant se limita a postular la libertad humana, como una necesidad de la razón, en lugar de inscribirla en la naturaleza misma de las cosas.
[6] G. W. F. Hegel: Fenomenología del Espíritu, traducción de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, pág. 15.
[7] G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu (1807), Fondo de Cultura Económica, México, 1966, Pág. 112.
[8] Uso aquí, por supuesto, la palabra “necesidad” en el sentido que, en términos coloquiales, designa el “hacer falta algo”, no en el sentido de la palabra homónima que puede contraponerse a “contingencia”, como en “algo ha ocurrido necesariamente”.