sábado, 23 de enero de 2010

Una lectura kantiana de Hegel

Carlos Pérez Soto [1]
Profesor de Estado en Física

1. Cuestiones de método
El creciente interés por la filosofía hegeliana a lo largo de los últimos treinta años[2] ha tenido como saludable consecuencia el que se hagan cada día menos defendibles las toscas deformaciones de su pensamiento y los cuestionables modos de lectura a los que he referido en los primeros capítulos. Aunque aún son comunes en el mundo académico las visiones que lo muestran como un archi ilustrado, o como un archi romántico, cada vez hay más estudios y comentaristas desde los cuales pueden ser vistas como meras caricaturas o como falsas proyecciones de polémicas que no tienen asidero en su obra. No sólo los textos mismos, mejor editados, circulan con profusión, sino que los estudiosos los exponen y desarrollan con comentarios de excelente nivel, filológico y académico, cuestión que, respecto de un filósofo famosamente difícil, es absolutamente necesaria. Sobre la vida y contexto, sobre los textos y las ideas de Hegel se puede encontrar hoy muy buena información, muy útil para sostener discusiones auténticas en un marco académico relativamente riguroso.
Es en este contexto, muy difícil de encontrar o de producir hace tan sólo veinte años, que se pueden discutir ahora opciones globales de lectura, orientaciones generales, tanto en el plano de la exégesis como del desarrollo de sus ideas. Ahora es posible ser más preciso, hacer una lectura más interna, menos sujeta al simple uso de su filosofía dentro o frente a otras, y más cercana a la coherencia y a la eventual utilidad propia de sus planteamientos.

Por supuesto, una manera válida de leer a un filósofo, quizás la más común, es usarlo para fines que no son necesariamente los que él mismo se habría propuesto. Lukacs usa a Hegel para darle fundamento y viabilidad al marxismo. Heidegger usa la crítica de Hegel para contrastarlo con su propia filosofía. Bloch lo usa como fundamento de un optimismo que Hegel no tuvo, ni consideró conveniente.[3] En cada uno de estos casos los eventuales mal entendidos, los defectos filológicos, las atribuciones impropias que se hacen al leerlo son mucho menos relevantes que lo que se logra producir a través de ellas. Los “errores” que un filósofo comete al leer a otro son, de manera válida, parte de su filosofía. Por lo demás, el caso a favor de estas lecturas parciales o equívocas se hace perfectamente defendible si consideramos que apuntan sobre cuestiones muy de fondo en la obra del autor que comentan, cuestiones que, leídas de estas maneras o de otras mejores, están plenamente presentes y son centrales en él. El valor de la dialéctica o de la idea de enajenación, en Lukacs, la preocupación por la índole del Ser, en Heidegger, la posibilidad de una voluntad racional y dinámica, en Bloch. Ideas meritorias por sí mismas, que hacen que flexibilicemos nuestras ansiedades filológicas, y que las recojamos como tales, defendibles o impugnables por sí mismas. El valor de la cercanía con el pensador original se justifica, en estos casos, justamente por esa cercanía y esa productividad, que se sobreponen al eventual error.
Algo muy distinto ocurre, en cambio en pensadores como Jacques Lacan, que usa la autoridad de Hegel, para impugnarla, a partir de comentarios que en realidad proceden de Alexander Kojeve, procedimiento defectuoso que se repite en Judith Butler, o en curiosamente famoso extremo que son los comentarios de Karl Popper, que no parecen provenir de otra fuente que algún pésimo manual de historia de la filosofía.[4]
Demos entonces por legítimas, salvo en estos extremos desgraciadamente frecuentes, las “malas lecturas” cuyo uso sirve productivamente en el marco de una filosofía distinta. El asunto, por supuesto, es que en ninguno de esos casos se trata de Hegel como tal, sino de lo que se ha creado, o francamente fabulado, a su alrededor.

Si estamos interesados, en cambio, en “Hegel mismo”, aún habrá que considerar otra distancia, ahora sustancialmente más compleja. El punto, como fácilmente se puede imaginar, es que nadie puede determinar ya qué sería ese “Hegel mismo”. Nadie puede saber hoy que es lo que Hegel pensaba, y sólo contadísimas personas tenemos el privilegio de preguntársela directamente. En realidad sólo sabemos de él lo que dejó por escrito, y no es necesario ser Gadamer para sospechar que sus textos son interpretables de muchas maneras.
Frente a tal dificultad muchos de los que tratan de leer a Hegel mismo, quizás hasta ahora la mayoría, se conforman con una aproximación filológica. Establecer los textos, abordar el asunto del desarrollo de sus ideas comparando textos de diversos períodos, establecer el uso de los términos principales y su consistencia eventual a lo largo del tiempo, encarar el enojoso problema de verter el alemán de 1807 a la terminología actual, en su mismo idioma, respecto de lo que esos términos han llegado a significar en otras disciplinas o, peor, su problemática traducción a otras lenguas.[5]
Estas intrincadas y encomiables tareas, siempre útiles y necesarias, son tópicos habituales entre los que pueden ser llamados “especialistas” en Hegel, y resultan valiosas herramientas de trabajo que, a pesar de las dificultades para establecer “lo que dijo”, sirven de manera contundente para delimitar “lo que no dijo”. Herramientas para algo, por supuesto, no “el algo mismo”.

Más allá del uso, la caricatura y la filología, persiste el interés y la esperanza de que entender lo que Hegel mismo dice pueda ser útil para abordar problemas que están plenamente vigentes, que atraviesan nuestra situación actual. El asunto es difícil, pero plenamente abordable. Así lo demuestran las valiosas reflexiones de Jean Wahl, Félix Duque, Pierre-Jean Labarriere o Robert Pippin.
Cuando considero a estos autores encuentro el tipo de lectura de Hegel que realmente me interesa: una que no se entregue a las exigencias del uso con fines externos y su consiguiente tendencia a la sobre interpretación, por un lado, ni a los rigores meramente técnicos, algo administrativos, de la filología, por otro. Me interesa leerlo porque creo que sus ideas pueden ser útiles para desarrollar las teorías de Marx, pero bajo la condición de establecer, en primer término, las ideas del propio Hegel, y distinguirlas lo más claramente posible de las de Marx, o de su uso en el contexto del marxismo.
Es decir, me interesa una lectura primariamente interna y, luego, en lo posible de manera independiente, su eventual uso. Establecer de manera verosímil sus ideas, no como precursor de Marx, como un pensador cuya enorme perspectiva desborda en muchos sentidos los intereses y los planteamientos concretos de los marxistas, me parece mucho más útil para el marxismo que cualquier perspectiva reduccionista. Incluso más, me parece que cualquier intento de reducir a Hegel a la perspectiva y los intereses solo del marxismo es simplemente inviable, una pretensión desmesurada, que cualquier acercamiento medianamente serio a sus textos mostraría como simplemente absurda.[6]

Y entonces, a pesar de los intereses fenomenológicos de Wahl, heideggerianos de Duque, liberales de Pippin, o marxistas de Pérez, el asunto se mantiene: tratar de leer, en la medida de lo posible, a Hegel como tal.
Sostengo que tal posibilidad requiere de ciertos cuidados metodológicos, que son necesarios ante la complejidad de su filosofía.
En primer lugar, alguien que piensa de manera tan consistente en términos de totalidad no puede ser comprendido por partes y, menos aún, desde alguna idea particular dentro de su sistema.
El pensamiento hegeliano es ejemplarmente sinfónico, se trata de un autor experto en discernir matices, y ponerlos en resonancias, grados y aspectos. Amabas cuestiones son desconcertantes, por supuesto, para quienes tienen mentalidad analítica, y operan desde un modelo abstracto de lo que sería “claro y distinto”, un modelo que confunde la claridad con la posibilidad de definir, y la distinción con la posibilidad de separar.
Un pensamiento global y globalista como el de Hegel sólo se puede hacer comprensible desde una hipótesis igualmente global de lectura. Una hipótesis acerca de cual sería el proyecto filosófico como conjunto, desde el que se hagan comprensibles sus aspectos particulares.
No se puede reconstruir de manera verosímil, ni siquiera útil, la filosofía hegeliana deteniéndose en la dialéctica Señorío / Servidumbre, o en agigantar la lógica de lo supuesto y lo presupuesto en la Certeza Sensible, o sus opiniones sobre la propiedad privada. Al revés, hay que situar estos problemas en una perspectiva general, y obtener desde ella la significación más verosímil que el mismo Hegel les habría dado.
Quizás ya es un exceso, en Kant, sostener que se pueden aceptar los argumentos de la Crítica de la Razón Pura sin aceptar sus ideas sobre la ética, en la Crítica de la Razón Práctica. Lo que sostengo es que, si se trata de Hegel, una operación de ese tipo es simplemente inaceptable. Por supuesto, como ya he especificado, no siempre, y de manera perfectamente válida se trata de Hegel.

Es importante notar que la idea de que es posible formular una hipótesis de lectura global sobre la filosofía hegeliana requiere de suponer una cierta coherencia global entre sus textos, al menos entre los textos mayores. Una coherencia que se habría mantenido en el tiempo a la manera de un “proyecto filosófico”, aunque el autor mismo nunca lo haya explicitado como tal. No creo que en un filósofo mayor, como Hegel, o Kant, Tomás, Agustín, sea inverosímil conceder este supuesto.

Una hipótesis global como esta, sin embargo, como todas, debería ser confrontada de manera más o menos exitosa con la obra misma. Al respecto, sugiero nuevos cuidados metodológicos, ahora más precisos. Dicha contrastación debería preferir netamente:
- los textos publicados por sobre los inéditos (y, por cierto, por sobre los apuntes de los estudiantes);
- los textos completos por sobre los apuntes y proyectos (que en Hegel son muy abundantes);
- los textos mayores por sobre los artículos o compendios destinados a clases.

Como los conocedores ya deben sospechar, esto significa leer toda su obra desde la articulación entre la Fenomenología del Espíritu y la Ciencia de la Lógica, apoyando o auxiliando esa lectura básica desde la Filosofía del Derecho y la Enciclopedia, usando de manera complementaria los textos menores (como La diferencia entre los sistemas de Fichte y Schelling, los llamados “Escritos de Juventud”, o el comentario de 1831 a la nueva ley electoral inglesa) y, de manera aún más periférica, sus apuntes o proyectos no publicados (como el texto que sus discípulos llamaron “Introducción” en la edición de sus propios apuntes de las lecciones sobre filosofía de la historia, o la Filosofía Real, o sus proyectos inconclusos de Jena). Y, por supuesto, nunca está demás insistir en ello, prescindiendo en lo posible de los apuntes de clases de sus discípulos, que por tanto tiempo, y sólo por obra de la mera ignorancia, han sido tenidos como obras del propio Hegel.
El resumen de estas consideraciones de método, y el efecto que tienen sobre el punto de vista desde el que escribo este libro, podría ser el siguiente: tratar de hacer una lectura hegeliana de Hegel, apoyada en sus obras, aceptando una cierta jerarquía de textos, y bajo una hipótesis global de lectura, que se ajuste lo mejor posible a una lectura global.

2. Hipótesis de lectura, un asunto de contenidos
Si nos limitamos sólo a los comentaristas que procuran hacer una lectura interna de la filosofía hegeliana, es necesario aceptar que siempre, en cada uno de ellos, está operando una hipótesis global de lectura. Esto no sólo por las razones hermenéuticas generales que se quieran invocar sino, sobre todo, por las características de su objeto. Como he sostenido, no se puede ejercitar algún grado aceptable de comprensión del pensamiento hegeliano sin que se haya formado en nosotros, aunque sea de manera implícita, una idea global de sus propósitos filosóficos más generales. Y se puede decir, de manera inversa, que cuando esta idea global no se forma, o no está presente, es porque se trata de un acercamiento relativamente exterior, o que opera sólo sobre alguna idea meramente particular.

Al menos en mi caso esa hipótesis global de lectura es claramente especificable, y es la que he expuesto a lo largo de los capítulos anteriores de este libro. Se trata de una hipótesis extensa y compleja, que tiene que adaptarse a una filosofía extensísima y complejísima.
Aún a riesgo de ser reiterativo, creo que este es un buen lugar para condensarla al máximo, y hacerla explícita con toda claridad.
Sostengo que Hegel ha tratado de formular un fundamento radical que permita un abordaje radical de los problemas de la modernidad. Ha arraigado un proyecto político moderado en una ontología muy distinta a las que se habían formulado hasta su época, y ha tratado de avalar este fundamento a través de una reconstrucción filosófica del devenir de la cultura humana. Ha formulado una Lógica y una Fenomenología del Espíritu al servicio de una política que quiere combinar la autonomía del ciudadano con el sentimiento de comunidad, en el marco de un Estado de Derecho animado por la piedad de un cristianismo fuertemente secularizado.
Hegel ha asumido muy radicalmente las contradicciones de la modernidad, y ha tratado de entenderlas formulando una lógica en que la contradicción constituye al Ser, en que la negatividad tiene un estatus ontológico, en que la violencia es expresión de una razón apetente. Ha considerado a la razón misma como diferenciada y negativa. Pero, a la vez, ha formulado una lógica en que toda relación es relación interior, en que la otredad y la exterioridad son actos de producción más que realidades que ya sean por sí mismas. Con esto su pensamiento obliga a situar toda realidad particular, y obliga a pensar la libertad, la independencia y la autonomía como campos de acción referidos e intersubjetivos.
Como se ve, en la hipótesis de lectura que propongo, la ontología es central. Lo que sostengo es que la radicalidad de Hegel reside en que, en contraposición directa con el formalismo kantiano, que elude todo contenido que no sea la libertad pura, o el acto moral mismo, se ha abocado de lleno al contenido, a aquello que es, buscando las claves de comprensión directamente de su acto de ser. En ese acto de ser la naturaleza no es otra cosa que la exterioridad, el modo exterior, del espíritu mismo. Y el espíritu no es sino el concepto de la historia humana, real y efectiva.
He planteado esta hipótesis de acuerdo a una cierta jerarquía de textos, y he sostenido esa jerarquía de textos en función de esta hipótesis. Ambas ideas no son independientes. La objeción filológica debería proceder desvalorizando tal jerarquía, o mostrando que el obsesivo Hegel no tuvo, ni siquiera de manera implícita, un proyecto filosófico. Lo que está en juego en esta hipótesis es la idea de una eventual radicalidad del pensamiento hegeliano, y la de que esa radicalidad residiría en el carácter ontológico de su lógica.

3. Una lectura kantiana de Hegel
Por supuesto, más de una reconstrucción del pensamiento de Hegel es posible e, incluso, contrastable. No es raro que, por su complejidad y por la extraordinaria cantidad de campos que abarca, su filosofía sea perfectamente compatible con más de una interpretación global, incluso con algunas parcialmente contradictorias entre sí. Esto, que podría ser un problema en matemáticas, es una situación común en filosofía. Y en buena medida la profundidad y grandeza de un filósofo queda evidenciada en las profundas polémicas que animan a sus seguidores. Lo mismo, y con mayor rigor, se puede afirmar de una época filosófica. Prácticamente todas las grandes polémicas contemporáneas se pueden enmarcar en los lineamientos trazados por Kant y Hegel. Incluso al interior de la lectura de cada uno de ellos.
Quizás es comprensible que ante un filósofo tan mal editado y aparentemente tan oscuro, se hayan buscado acercamientos desde otros filósofos, mejor conocidos. Dilthey lee a Hegel como un romántico, Marcuse lo lee desde Husserl y Heidegger, otros lo abordan desde Espinoza, e incluso desde Platón. Es común, entre los que saben más de Aristóteles que de Hegel, atribuirle sus “novedades” al griego, sobre todo interpretando su lógica como una ontología del devenir.

En todos estos intentos, sin embargo, hay bastante más de lectura exterior y ánimo de asimilación, que de reconocimiento de lo que podría representar Hegel como tal. No es raro que, en ese sentido, y con ese ánimo, haya lecturas diversas. Lo que me interesa, sin embargo, nuevamente, es algo más sutil: la posibilidad de lecturas diversas entre los que se atienen a Hegel mismo, de lecturas internas diversas.
Deberían distinguirse, en este plano, las lecturas que podrían ser compatibles con su pensamiento, es decir, que concuerdan con sus ideas fundamentales aunque no compartan algunas de sus opciones específicas, de otras que buscan ser coherentes, es decir, que procuran ajustarse a lo que los textos sostienen sin necesariamente compartirlo. Quizás se pueda llamar “hegeliano”[7] al que busca una lectura compatible con las ideas del filósofo, pero que quiere ir más allá de sus opciones particulares, y “hegelólogo” al que sólo está preocupado por la coherencia entre su hipótesis de lectura y los textos.
Hecha esta diferencia digamos que lo que aquí importa es una diversidad posible entre los “hegelólogos”, es decir, al interior mismo de la tarea de exégesis. Una diversidad que, por cierto, tendrá consecuencias respecto de los hegelianismos posibles.

Tal diversidad posible surge, desde luego, porque no hay nada de necesario en la hipótesis de lectura que he planteado. En particular, porque perfectamente podría ocurrir que la radicalidad ontológica que he postulado no sea sino un espejismo que no se puede avalar suficientemente con los textos y que, sobre todo, resulte abiertamente inverosímil para el buen sentido. Y esta es justamente la raíz de lo que creo que podría llamarse una “lectura kantiana” de Hegel.
Se trata, en general, de una lectura que opta por diluir la centralidad de la ontología y la radicalidad de la Lógica. Debido a esto reduce o, al menos, no distingue entre devenir y Esencia, interpretando todo el texto a la manera aristotélica, como una lógica del devenir. Lo que implica una lógica del ponerse otro lo ya dado, más que la de un poner eso otro “dado” mismo. Es decir, una lógica del Ser (que eso es, explícitamente, en Hegel, la lógica del devenir) que una lógica del llegar a ser propiamente Ser el Ser, que es lo que da sentido a agregar todo un libro distinto a la Ciencia de la Lógica.[8]
La consecuencia central de esto es que desplaza el carácter “ontológico” de la Lógica al hecho de que se trata del Ser mismo, más que al hecho de que su contenido fundamental sea una idea acerca de cómo aparece el Ser desde la Esencia, es decir, desde la relación pura, que es lo que Hegel sostiene explícitamente al inicio de la Doctrina de la Esencia. Con esto se diluye el carácter ontológico de la relación pura misma, y de la negatividad que la constituye y anima. La consecuencia es que la conflictividad aparece como algo en el Ser, y no algo que hace al Ser mismo.
Estas opciones conducen a entender el devenir como evolución y la conflictividad como agregado, diluyendo su carácter constituyente y, debido a esto, a entender la tensión que animaría al devenir como efecto de una carencia, o como motor de algo (ambas ideas perfectamente aristotélicas), más que como una tensión constituyente, que no es sino expresión del carácter Esencial de la negatividad.

Mi impresión es que esta disolución de la radicalidad ontológica, que se traduce en una actitud permanente de omitirla o soslayarla, tiene su base firme en un asunto de verosimilitud. Se considera simple y gruesamente inverosímil decir de una relación pura (una relación que no relaciona nada), o de una actividad pura (una que no es aún actividad de algo), que tengan Ser o, peor, que hagan ser al Ser. O, también, se considera inverosímil pensar la sustancia como actividad pura, y no como simple Ser activo. Lo que hace, por cierto, interpretar como metáfora, o como simple analogía, la idea de que “la sustancia es sujeto”, poniendo el énfasis, filológicamente correcto, en el “como”: “se trata de pensar la sustancia como sujeto”, en el sentido débil de “como si fuera tal cosa2, y no en el sentido fuerte de “es ni más ni menos que eso”.
Pero estos juicios sobre la eventual “verosimilitud” de tal o cual idea corren el riesgo de ser meramente tautológicos. Dan por supuesto justamente lo que está en discusión. Desde luego, si no hay más verosimilitud que la que hace posible la ontología fundamental contenida en el horizonte moderno o, a lo sumo, kantiano, el asunto está decidido de antemano. Y el resultado sería que en estos textos, desafortunadamente, Hegel delira, o se expresa mal, por lo que habría que reinterpretarlos, o simplemente dejarlos de lado.
Pero, justamente de lo que se trata es que Hegel ha cuestionado de manera profunda la ontología presente en la modernidad, y la que merodea a su pesar al formalismo kantiano, es decir, ha objetado de manera profunda precisamente el fundamento de nuestros criterios de verosimilitud. Una precisión filológica en defensa de esto es que todo el mundo admite que la Ciencia de la Lógica es un “texto de madurez”, no un ensayo ni un prolegómeno, sino un texto escrito con plena conciencia y tranquila lucidez. Cuestión que se ve refrendada por el hecho de que, veinte años más tarde, en su revisión del libro primero, no cambió nada fundamental, y en que de la misma manera, las distinciones esenciales de la obra se mantienen en las tres ediciones de la Enciclopedia.

Esta opción central por diluir la ontología hegeliana tiene toda clase de consecuencias, a la luz de las cuales se va perfilando una diferencia sistemática en las claves de interpretación. En ella la lógica hegeliana resulta reducida a las formas de la razonabilidad común, enriquecidas por las categorías kantianas. Y es por esto que se puede hablar de una “lectura kantiana”: se lee a Hegel como un Kant situado y evolucionista, que se ha hecho cargo de la socialidad de la razón, y de los conflictos que se dan en el marco de esa socialidad.
Reducida la totalidad a socialidad se reintroduce la idea de intersubjetividad como colección de individuos, pero esta vez fuerte e indisolublemente ligados a través de relaciones que los modifican mutuamente. Es decir, se invierte la idea de campo de subjetividad originario, respecto del cual los individuos son efectos de un desdoblamiento y éste desdoblamiento, a su vez, expresión de su constitución negativa. Idea presente en la noción de juego de fuerzas, en la Fenomenología, que se enriquece progresivamente como infinitud, infinitud viviente y luego, de manera efectiva, como Espíritu y Religión, cuyo correlato lógico se puede ver en los dos primeros capítulos de la Doctrina de la Esencia.
Pero también, reducida la negatividad a contraposición, se diluye la idea de que la apetencia reside en la razón misma, y se la desplaza a las relaciones interpersonales, como mero interés subjetivo, contrapuesto a otros intereses, cuya disonancia o acuerdo eventual es más bien de carácter comunicativo, más que algo arraigado en el fundamento, en la índole misma del Ser. Con esto la realidad fundamental de la violencia se debilita, reduciéndose al tópico común de la conflictividad social eventual que resulta de la diversidad de intereses. O, de manera inversa, se debilita la tragedia esencial implicada en concebir como un aspecto intrínseco de la libertad la posibilidad del mal.
Y este es, en mi opinión, el asunto esencial: la lectura kantiana elude la radicalidad de la violencia (tanto en Hegel como en la realidad) y asume que la conflictividad es abordable a través de fórmulas de sociabilidad comunicativa análogas a las que el mismo Hegel planteó. Y es por eso que se trata de una lectura cuyos avales textuales son más la Filosofía del Derecho y la sección Espíritu de la Fenomenología, que de la Ciencia de la Lógica y su conexión profunda con el plan de la Fenomenología como conjunto. Sin esta conexión la autonomía del ciudadano en una sociedad reconciliada se convierte en un ideal kantiano, ante el cual sólo se alza como obstáculo la eventual disposición moral de agentes racionales, y no el oscuro y engorroso drama de la libertad. Para este ideal kantiano bastarían condiciones reguladoras que se suponen sin más, sin el doblez esencial de que haya algo en la razón misma que las niegue. Para su realización bastaría un horizonte de racionalización pensado de manera perfectamente kantiana, como un horizonte moral de la humanidad en principio no contradictorio, o respecto del cual la contradicción no es más esencial que una dificultad comunicativa. Una dificultad que podría superarse con algún equivalente más decididamente laico que lo que Hegel entendía y proponía como Religión.

Por supuesto todo esto es infinitamente preferible a montar toda una interpretación desde las cuatro páginas de Señorío y Servidumbre. Pero se trata de una visión que no logra asumir la importancia de la sección Conciencia, ni de la sección Razón, en la Fenomenología y, mucho menos aún, de los libros segundo y tercero de la Ciencia de la Lógica. Es decir… ¡todo un mundo de textos!
Yo creo que tanto la lectura hegeliana que he propuesto, como la lectura kantiana que describo, coinciden en mostrar a Hegel como un pensador que es todo lo liberal que se podía ser en el marco de una monarquía absoluta, en una época reaccionaria. Un “liberal” plenamente advertido de los límites del liberalismo, y con muy buenas proposiciones para abordarlos y contenerlos. Un pensador, por lo tanto, plenamente vigente, con mucho que decir sobre los problemas que hoy mismo aquejan a la modernidad.
Pero más allá, cuando se trata de pasar de la simple coherencia de la lectura con sus ideas a la tarea de proponer formulaciones que se aventuren en el campo de lo compatible, la diferencia que he expuesto resulta crucial. La lectura hegeliana pone el énfasis en la realidad de la violencia, que Hegel habría arraigado en la índole misma del Ser, y abre con eso la pregunta acerca de si la fórmula que propone es la mejor, o es adecuada a la gravedad del problema que plantea. La lectura kantiana se acomoda al progresismo imperante, asumiendo un confiado optimismo ante una idea de la razón esencialmente ajena a la tragedia.
La lectura kantiana se atiene al conservadurismo de Hegel y diluye su radicalidad. La lectura hegeliana se afirma en su radicalidad para buscar maneras de superar su conservadurismo.


Punta de Tralca, 31 de Diciembre de 2009.-


[1] Este capítulo fue posible gracias al extraordinario interés de algunos estudiantes de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, que nos convocaron, a mi buen amigo Juan Ormeño Karzulovic y a mí, a un debate para que expusiéramos nuestras diferencias de interpretación de la filosofía hegeliana. El debate, muy concurrido y muy amable, confirmó una vez más la enorme estimación que siento por Juan, de quien he aprendido tanto, y la sostenida confianza que ambos mantenemos en que, gracias a los estudiantes, la universidad de todos los chilenos puede ser mejor.
[2] Son muestras notables de ese interés, Terry Pinkard: Hegel, una biografía (2000), Acento, Madrid, 2001; Jacques D’Hondt: Hegel (1998), Tusquets, Barcelona, 2002; Jon Stewart, ed.: The Hegel myths and legends (1996), Northwestern University Press, Illinois, 1996; Charles Taylor: Hegel (1975), Cambridge University Press, Cambridge, 1998; Robert B. Pippin: Hegel’s idealism (1989) Cambridge University Press, Cambridge, 1999; Patricia Jagentowicz Mills, ed.: Feminist interpretations of G.W.F. Hegel, (1996), The Pennsylvania University Press, Pennsylvania, 1996; Judith Butler: Subjetcts of Desire, Hegelian reflections in twentieth-century France (1987), Columbia University Press, New York, 2º Ed., 1999.
[3] Georg Lukacs: Historia y conciencia de clase (1923), Grijalbo, México, 1969; Martín Heidegger: Hegel (1939-41), Prometeo, Buenos Aires, 2007; Ernst Bloch: El Principio Esperanza (1923), Trotta, Madrid, 2007.
[4] Jacques Lacan, Seminario XI, Clases 16 y 17 (1964); Alexander Kojeve, Introduction a la lecture de Hegel, Gallimard, Paris, 1947; Butler: Subjetcts of Desire, Hegelian reflections in twentieth-century France (1987), Columbia University Press, New York, 2º Ed., 1999. Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (1945), Orbis, Buenos Aires, 1985.
[5] Son notables en este sentido trabajos como los siguientes: Phénoménologie de l’Espirit, Gallimard, Paris, 1993, traducción francesa de Pierre Jean Labarrière y Gwendoline Jarczyk; Science de la logique, traducción francesa de Pierre Jean Labarrière y Gwendoline Jarczyk, en tres libros, (1972 (edición de 1812); 1976; 1981), Aubier, París, 1972, 1976, 1981; Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas (1830), traducción castellana de Ramón Valls Plana, Alianza, Madrid, 1997; Filosofía Real, traducción castellana de José María Ripalda, Fondo de Cultura Económica, México, 1984; Hegel on Hamann (1828), traducción al inglés de Lisa Marie Anderson, Northwestern University Press, Illinois, 2008.
[6] Ténganse presentes, sin embargo, las angustias, iras y urgencias que consigno en mi “Prólogo a posteriori”, al final de este libro.
[7] Es en este sentido que he incluido en el título de un libro mío la fórmula “marxismo hegeliano”. Carlos Pérez Soto, Proposición de un marxismo hegeliano, Edición Arcis, Santiago, 2008.
[8] Uso el término verbal “ser” con minúscula, y su sustantivación “Ser” con mayúscula. Uso la palabra “lógica” con minúscula y tipo normal para referirme al término común, y “Lógica”, con mayúscula y cursiva para referirme al libro, la Ciencia de la Lógica. Las palabras “Ser” y “Esencia” van con mayúsculas cuando es necesario denotar que se están usando en sentido técnico.

lunes, 18 de enero de 2010

Lógica Ontológica y Lógica Formal

Carlos Pérez Soto
Profesor de Estado en Física

En contra de lo que se podría pensar, o de lo que se ha sostenido muchas veces a partir de no leerlo, Hegel no necesita negar los principios de la lógica formal para sostener su propia formulación de la lógica. Sus pronunciamientos al respecto son bastante explícitos y se pueden encontrar en las notas a las secciones de “Las determinaciones de reflexión”, que es la segunda parte del primer capítulo de La Doctrina de la Esencia, en la Ciencia de la Lógica. También, de manera mucho más breve, en los parágrafos 115 a 120 de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Se trata de textos amplios y, a su modo, explícitos y claros. Con algo más de complejidad, el mismo tema se puede ver en “Las leyes del pensamiento”, en la “Observación de la Autoconciencia”, que es la segunda parte de la Razón Observadora, en la Fenomenología del Espíritu. [1]

Se podría decir que, en general, la postura de Hegel es que los principios de la lógica formal son necesarios para mantener la coherencia en el orden del discurso, pero son completamente inadecuados para comprender o describir la complejidad de lo real. Por eso los llama “proposiciones” y, a veces, “reglas”. Porque son instrumentos prácticos, para que nos entendamos, y no reflexiones que estén a la altura de los sutiles modos en que el Ser se hace Ser. Son, desde el punto de vista del fundamento, superficiales y tautológicos.

Hoy, dando la espalda completamente al modo en que se han desarrollado estos conceptos, se podría alegar que la lógica no pretende, ni puede, ser un conjunto de pronunciamientos sobre el Ser, y que su carácter puramente formal es, justamente, lo que la hace de modo estricto “lógica”. Sólo la vanidad y la ignorancia pueden, sin embargo, empecinarse en reducir el sentido de esta palabra a este, que es sólo uno de sus usos. Esa vanidad no es rara, aunque es comprensible, en quienes estudian matemáticas. Es mucho menos perdonable, en cambio, entre quienes, en Ciencias Sociales, admiran los modelos matemáticos sólo porque los entienden poco. Y es, desde luego, francamente inexcusable entre quienes han estudiado filosofía.

Tradicionalmente la lógica, a la que se puede llamar “clásica” para distinguirla de la auténticamente formal, que deriva de Frege y Russell, mantuvo un consistente lazo con la ontología. La tarea efectiva de su desontologización es extraordinariamente reciente, procede de Boole y Frege, y fue desarrollada por una serie de matemáticos, a fines del siglo XIX. La lógica clásica, o “aristotélica”, siempre fue una lógica sobre el Ser, es decir, un conjunto de reglas que permiten predicar y razonar correctamente sobre un cierto “algo”, que se suponía sin más como real. Se puede decir que era, por eso, una lógica sustantiva: suponía la realidad de la sustancia.

Se podría preguntar, sin embargo, si el orden de esos principios (identidad, no contradicción, tercero excluido) y de la teoría del silogismo que deriva de aplicarlos a las formas del juicio, son realmente adecuados para la complejidad de lo que se quiere expresar. La mayéutica socrática, la “dialéctica” platónica y, sobre todo, la tragedia y la comedia, abundan en aparentes paradojas y antinomias e, incluso, parecen obtener su fuerza más bien de ellas que de las resoluciones racionales o los finales felices. Aunque los griegos no desarrollaron propiamente la profundidad subjetiva de la tragedia o de los dilemas morales, en el modo en que los plantearon está presente ya la sospecha de que la realidad puede ser más compleja que la geometría.

Yo creo que en su enciclopédico inventario de sabiduría, Aristóteles logró un extraordinario punto de equilibrio entre estas habilidades contrapuestas en el pensamiento griego que son la tragedia y la geometría. Por un lado, él o su escuela, logró condensar una lógica de espíritu geométrico, por otro intentó conceptualizar la lógica efectiva de la hybris, que está en el corazón de la tragedia, a través de una ontología del devenir. Hay un precio, que es menor si se compara con el resultado, para esta ambición de síntesis: cuando sus libros hablan de lógica son claros, estrictos y, si se siguen con paciencia, no ofrecen dificultad, en cambio, cuando hablan de metafísica recurren constantemente al circunloquio, a las frases subordinadas, y aparecen plenos de densidad conceptual. La doctrina de los cuatro tipos de causas (final, formal, material, eficiente) es el lugar por excelencia de esta articulación de lo simple y lo complejo.

Los aristotélicos piensan que la operación es exitosa, y por eso lo son. Tomás de Aquino ofreció brillantes y profundos ejemplos de esa combinación curiosa: una lógica relativamente simple ordena el rigor del discurso y, desde allí, a costa de definiciones relativamente oscuras y circunloquios ingeniosos, se procura dar cuenta de la complejidad del Ser.

Para el ánimo práctico, técnico, de la cultura moderna, estas complicaciones parecieron completamente barrocas, confusas y artificiosas. El aristotelismo de la primera modernidad (s. XII - s. XIV) fue catalogado peyorativamente como “escolástica”. Erasmo, Bacon, Descartes, Galileo, cada cual a su modo, quieren pensar de manera “clara y distinta”. Y parte importante de sus oposiciones consiste en disputarse unos a otros el mejor modelo de claridad. A pesar de sus pasiones anti aristotélicas, sin embargo, el modelo de esos modelos de claridad permaneció: la teoría del silogismo aristotélico, aplicada ahora sobre razonamientos cuyas premisas debían tener apoyo empírico. La lógica sustantiva se mantuvo, pero ahora como lógica adecuada para referirse de manera directa y clara a lo que Es.

Porque, examinado más de cerca, lo que ocurrió en ese proceso no fue otra cosa que el rechazo de la ontología aristotélica del devenir que, para los modernos, operaba como la verdadera fuente de confusión. Por supuesto, el primer signo de ese rechazo fue el abandono de la doctrina de las causas y su doble reducción: primero sólo a la causa eficiente, y luego esta a mera causa mecánica. No es raro, como lo ha señalado documentadamente Alexander Koyré[2], que la revolución científica emerja del platonismo contenido en la recuperación y difusión de la geometría de Euclides, y que el naturalismo de tipo aristotélico haya decaído de manera persistente, hasta que la teoría atómica permitió expulsarlo de la química y de la biología, a principios del siglo XIX.

Hay una profunda opción ontológica en esta sobrevivencia de la lógica aristotélica. Se trata de una lógica adecuada para la quietud del Ser, que es necesaria en la nueva concepción mecánica del mundo. Las reglas y proposiciones que ordenan el discurso y el pensar (consideradas ahora como principios y, más tarde, simplemente como axiomas) le dan a las deducciones, que se hacen sobre bases empíricas, una cierta formalidad que aparece como satisfactoria para el entendimiento moderno. Cualquier desviación, paradoja o antinomia, que se mantenga a pesar de los esfuerzos del análisis y la investigación empírica, debe ser vista como un “escándalo de la razón”. Una idea que, por supuesto, está explícitamente expuesta y defendida por Kant en su tratamiento de las Antinomias, en la Crítica de la Razón Pura.

Pero el asunto de la adecuación de esta lógica clásica a las características de lo real siempre mantuvo sospechosos lunares. En particular cuando se abordaba el engorroso problema de definir los términos más básicos de una teoría para que su desarrollo sea puramente racional y empírico. Como es sabido, este espinoso problema estalló, a destiempo, de manera tardía, en el fracaso de los delirios del Círculo de Viena. A lo largo del siglo XX se fue imponiendo cada vez más una constatación ominosa: el lenguaje natural simplemente no es formalizable y, con él, quedan serias dudas de que el lenguaje técnico lo sea.

Quizás es comprensible la actitud desdeñosa que Russell y Wittgenstein mantuvieron hacia los empiristas lógicos. Ellos habían encontrado, con tres décadas de anticipación, una solución si se quiere aún más delirante, que hacía esperable ese fracaso: la lógica no tiene porqué tener ninguna pretensión ontológica, debe ser meramente formal, no es sino una parte de las matemáticas. Un formidable ejemplo, desde luego, de lo que Heidegger llamó “darle la espalda al Ser”.

No tiene mucho sentido comparar la lógica de Hegel con la lógica formal de Russell y Whitehead. Por un lado es extemporáneo, por otro, sobre todo, se trata de procedimientos y propósitos completamente distintos. Tanto Hegel como Russell podrían estar de acuerdo en la perfecta validez de sus respectivas lógicas, aunque disputen el nombre, si pudieran asumirlas cada una en sus propios méritos, de manera interna. Desgraciadamente, es obvio, Hegel no podía pronunciarse sobre la idea de que la lógica fuese reducida a una mera parte de las matemáticas. Es obvio, también, en un sentido distinto, que Russell fue incapaz de pronunciarse sobre la lógica de Hegel de manera realmente interna.

Lo que sí es pertinente aún es comparar la lógica hegeliana con la teoría del silogismo aristotélico, con la lógica clásica, en tanto mantenga ésta su conexión con la ontología, como he propuesto más arriba. Por la perspectiva histórica que hemos trazado podemos sospechar que Hegel tenía una doble razón para desconfiar de la utilidad y ámbito de aplicación de esa teoría. Por un lado, su radical distanciamiento respecto de la ontología mecanicista que subyace al pensamiento moderno, y por otro, de manera más profunda, por su distanciamiento respecto de la propia idea de devenir, proveniente de Aristóteles, y presente en la filosofía de la naturaleza del romanticismo, en su época.

Como en todos los pronunciamientos de Hegel sobre la cultura moderna, y como corresponde a su idea de que la verdad está presente en lo efectivo en grados, matices, en proceso, su rechazo del mecanicismo no es una negación pura y rotunda. Hay verdad en la concepción mecánica del mundo, pero la más exterior, la más abstracta y pobre. Ya al principio de la Ciencia de la Lógica esa verdad ha sido desestimada tras haberse experimentado, en la Razón Observadora, en la Fenomenología, su pobreza y falta de adecuación a la complejidad del mundo objetivo. Desde la primera página de la Ciencia de la Lógica estamos ya más allá del universo newtoniano, instalados en la lógica del devenir, cuyo rastro se puede seguir hacia atrás en la filosofía romántica, en las complejidades de la mónada de Leibniz, en las sabias doctrinas en torno a las causas de Tomás de Aquino, hasta los libros de metafísica de la escuela aristotélica.

Sin embargo, el primer libro de la Ciencia de la Lógica es trascendido, e incorporado luego, en los dos siguientes, a una lógica más amplia y más compleja, la de la Esencia, y a la efectivización de la Esencia como Sujeto. Con ellos, el universo aristotélico ha sido trascendido en general, y el de las sospechas románticas también, en particular.

Respecto de esta doble superación, por supuesto, los llamados principios de la lógica clásica (identidad, no contradicción, tercero excluido) resultan del todo insuficientes. No falsos, en una filosofía en que nada es de manera abstracta y por sí mismo falso, sino que pobres, meramente tautológicos, incapaces de avanzar sobre el contenido mismo, sobre el asunto de fondo, que en esa lógica es el hacerse de manera negativa el Ser.

Son principios que sirven para legislar y ordenar el pensamiento en ciertos ámbitos de la realidad, y bajo cierto límite. La física, las matemáticas, las técnicas, en la medida en que se abocan a los aspectos físicos y químicos de lo real, es decir, aquellas realidades que pueden ser comprendidas y descritas de manera mecánica. Las deducciones e inferencias en esos campos pueden ser mantenidas dentro de sus reglas mientras no nos aboquemos a sus fundamentos, o a sus relaciones con el espíritu humano. Quizás se podría resumir así: se trata de una lógica adecuada para pensar las cosas, consideradas meramente como cosas. O, también, para lo separable, para lo que se puede pensar como siendo por sí mismo y de manera quieta.

En realidad hasta la más mínima complejidad muestra enseguida sus límites, como comprobará cualquiera que trate de entender según sus modos cómo se puede matar por amor, o pensar en términos de probabilidades continuas, o cualquiera que haya tratado de definir de manera “simple y no contradictoria” conceptos como especie, célula, vida, tiempo, fuerza, para no abrumar a los simplistas con nociones como neurosis, angustia, inteligencia o valentía.

Pero el fetichismo de la concepción mecánica ha colonizado el mundo y el pensamiento. Aún creemos que toda realidad compleja puede descomponerse en último término en cosas. Se buscan los equivalentes neuronales de la angustia, se trata a las sociedades como si fueran colecciones de individuos, se piensa las operaciones del lenguaje como si fueran un mero software. La claridad del discurso científico es expresión directa de la pobreza o el carácter meramente preliminar de su contenido. Por eso no es casual, de manera inversa, que se juzgue intrincada y difícil a la Relatividad general o a la Física Cuántica. Y, también, por eso es que muchas teorías, muy ambiciosas, en Ciencias Sociales, parecen relativamente claras, tanto, que sólo un metódico esfuerzo por enredarlas puede darles alguna apariencia de complejidad.

Sobre lo complejo el habla común, amaestrada por estas simplezas, sólo puede a través de circunloquios, a través del viejo recurso de las frases subordinadas, que van marcando énfasis contrapuestos y precauciones de distinto signo para construir, sólo paso a paso, y como efecto de conjunto, un espacio de aclaración ya no geométrico, no colorido como en la trivialidad del arco iris, sino lleno de matices y penumbras relativas, que son propias de todo lo que es, de manera real, real y efectivo.

Por supuesto una lógica del devenir requiere de estos rodeos, y será vista con desconfianza por los simplificadores. Una lógica de la Esencia, en cambio, como la hegeliana, será vista con decidida alarma. Se encenderán a su alrededor todas las luces de la verosimilitud, será puesta bajo los focos de la claridad. ¿Qué encontrarán en ella los que procedan a través de estas estridentes cautelas?: una sombra. Una sombra ominosa, un reino de sombras en el que no saben ver, ni conducirse, el reino de sombras en que se han convertido sus propias existencias.

Punta de Tralca
5 Enero 2010

[1] Ciencia de la Lógica, traducción castellana de Augusta y Rodolfo Mondolfo, Hachette-Solar (1956), Buenos Aires, 1968, Pág. 359-389. Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas (1830), Alianza, Madrid, 1997, Pág. 213-218. Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, 180-181.
[2] Alexander Koyré, Estudios Galileanos (1939), Siglo XXI, Madrid, 1980. Erróneamente la edición española indica como primera edición en francés la edición Hermann de 1966, que es en realidad la tercera.

viernes, 20 de noviembre de 2009

A propósito del Bicentenario

Carlos Pérez Soto
El 18 de Septiembre de 2010 se conmemorarán 200 años de la ceremonia en que la clase dominante de un país oscuro y retardatario acordó renovar su juramento de fidelidad al Rey de España, un hombre manifiestamente corrupto, apresado tras la invasión del ejército francés, que representaba los valores más progresistas de esa época, es decir, los valores de la institucionalización burguesa.
Es de conocimiento público y notorio que la llamada “Independencia” de Chile se declaró por primera vez sólo el 12 de Febrero de 1818, en el marco de una guerra civil en que chilenos realistas intentaban resistir la toma del poder por parte de elementos formalmente “liberalizantes” que, en realidad, no eran sino un puñado de caudillos ansiosos de “revolucionar” el estado de cosas imperante en su propio provecho, que ellos solían llamar “los altos intereses de la Patria”.
El período que va entre 1810 y 1818 debe ser considerado como una época de guerra civil entre chilenos, en que ambos bandos representaban fracciones contrapuestas de la clase dominante, formada una por terratenientes católicos, profundamente conservadores, machistas hasta el grado de lo absurdo, pacatos y autoritarios, y el otro por terratenientes católicos, envanecidos por tibias influencias europeas, que se preciaban de progresistas, pero que reivindicaban el derecho de saquear a los enemigos vencidos, de reclutar sus tropas por la fuerza, y de utilizar esclavos e indios como sirvientes.
La enorme catástrofe económica, social y humana que significaron estas guerras, que se cuentan entre las más sangrientas de nuestra historia, se vio agravada aún por su prolongación, entre 1818 y 1831 por otras confrontaciones entre civiles militarizados al interior del propio bando vencedor, que no logró, ni intentó, superar su tendencia al personalismo, a la dictadura corrupta, al compadrazgo y la arbitrariedad revestida de legalismo. Estas nuevas guerras civiles no terminaron, a su vez, hasta la restauración, ahora con retórica “independentista” de los mismos terratenientes conservadores que hacía a penas 15 años habían apoyado el bando del Rey. Bajo la opresión reaccionaria de los decenios se conformó finalmente el “orden republicano”, que no hizo sino prolongar, bajo una retórica grandilocuente, el oscurantismo arrastrado por 250 años. Ese oscurantismo que llevó a prohibir los carnavales, el que obligó a presos pobres a levantar el Puente de Cal y Canto, y a los indios a ser reconocidos a la fuerza como “chilenos”, con el único resultado de ponerlos bajo un sistema jurídico que permitía la apropiación, ahora impune, de los territorios que habían logrado defender por más de dos siglos de la invasión europea.
La verdad de la “independencia” no es sino el reemplazo del colonialismo por la dependencia “libre” de nuevas potencias europeas, que asolaron con su influencia todo intento de cultura autónoma, que fueron servidas en sus intereses por toda la clase política, que pudieron saquear el país ahora con el consentimiento de los propios poderes locales. El siglo XIX en Chile no es sino una prolongación en tiempo de comedia de la lógica trágica del colonialismo de los tres siglos anteriores. La misma Iglesia opresiva y omnipresente, los mismos terratenientes pacatos y mediocres, el mismo desierto cultural y político, los mismos pobres, que eran más del 90 % de la población, muriendo de desnutrición, tifus, y viruela.
No celebramos absolutamente nada celebrable en este bicentenario. Más bien deberíamos dejarlo pasar, con algo de rubor y mucho de enojo, con el menor perfil posible. El bicentenario no es sino un recordatorio infame de la mediocridad galopante de este país.
Si quisiéramos empezar a hablar de “independencia” de Chile, habría que empezar a fines del siglo XIX, con el Partido Demócrata, con los intelectuales positivistas, con nuestros primeros artistas reales, oscilando entre la fascinación europeizante y su potencia creadora irrefrenable. Balmaceda, Lastarria, Malaquías Concha, son los precursores de la independencia de Chile. Mistral, Neruda, Recabarren, Huidobro, son algunos de sus más insignes luchadores. La lucha por la independencia de este país culminó con el gran movimiento popular que encabezó Salvador Allende.
Los promotores del Bicentenario no son sino los enterradores de la independencia que dicen celebrar.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Muros visibles e invisibles

Carlos Pérez Soto
Profesor de Estado en Física
Como todos seguramente saben los muros son visibles. Si uno se detiene delante de un muro y lo mira… lo ve. Parece obvio. Para la historia y la política, sin embargo, ni siquiera las cosas más obvias son tan simples. Y ese es el caso, extraño, de los muros.

Lo que es visible y lo que no es visible en la política de hoy depende de los medios de comunicación. Depende de las pautas políticas que les dictan los poderes dominantes, de sus necesidades mercantiles y, en muchos casos, en la mayoría, de la simple necesidad de sobrevivir ante la competencia desleal de los grandes consorcios de la información. Algunos contenidos informativos siguen el ritmo de la farándula, la del espectáculo o la de la política. Se vende bastante con eso. Otros siguen los eventos del deporte comercializado, y el “deporte” y los medios, reforzándose mutuamente, venden bastante con eso.

Pero hay también los pequeños espacios. Un poco marginales, pero muy presentes. Aquellos que señalan tendencias, los que reciclan noticias usadas para nuevos propósitos, los que traen una y otra vez al presente ciertos eventos moralizantes, que confirman, a través del ejercicio de una memoria intervenida, las políticas del presente. Este es el caso de las informaciones sobre “EL MURO”.

Porque, por si lo había olvidado, se cumplen en estos días veinte años del derribamiento de un muro ejemplar, algunas de cuyas puertas se prestaron durante veinte años para noticias espectaculares, varias películas truculentas, varias decenas de muertos, en medio de la batalla ideológica más importante del siglo XX. ¿El muro que los israelíes construyeron en los territorios palestinos? No, no, ese no ha sido derribado, ni lo será en bastante tiempo. ¿El muro que los norteamericanos están construyendo en la frontera de México? No, ese ni siquiera se ha terminado de construir. ¿Los muchos muros con que los pobres son aislados de los turistas en los balnearios brasileños? No, esos son legales, y además están pintados de colores muy bonitos. En realidad esta enumeración que estoy haciendo es odiosa y ociosa. Todos sabemos que el muro que se derribó hace veinte años es el que había en Berlín, antes de que los mismos alemanes del este decidieran vender su país al capital trasnacional, con el único resultado de terminar siendo considerados como ciudadanos de segunda clase en su propia patria.

El muro de Berlín era un enorme símbolo cuya realidad cotidiana era muy curiosa. Tenía muchas puertas que comunicaban con “el mundo libre”. Pero dos o tres de esas puertas estaban constantemente custodiadas por periodistas, y cruzarlas era todo un evento político, en que los guardias de ambos bandos cumplían regularmente con su espectáculo de miedo y politiquería. Había otras, más de veinte, que eran cruzadas a diario por cientos de personas, con la simple presentación de un pasaporte común. Cuando los disidentes querían hacer noticia se dirigían a esas puertas espectaculares, e incluso trataban de pasarlas a la fuerza, aún bajo el riesgo de recibir un par de balazos. Cuando simplemente querían escapar de la policía del gobierno totalitario, se dirigían a las puertas anónimas, a las invisibles, y declaraban que se iban de vacaciones.

Es notable, al respecto, lo que ocurrió en la ex Checoslovaquia, tras la invasión soviética, en Agosto de 1968. Era verano, muchos de los opositores que luchaban en el marco de la Primavera de Praga… estaban de vacaciones. Como corresponde a una población de muy alto estándar de vida, miles de ellos se encontraban en los países vecinos, en balnearios y centros turísticos para las capas medias. Con la invasión soviética les quedó claro que no podrían volver a su país sin sufrir las consecuencias de la represión política. Tras muy pocos meses de incertidumbre, sin embargo, quedó claro que la “represión” soviética no iba a pasar más allá que ser despedidos de sus trabajos… sólo para ser reintegrados en oficios y empleos de más baja estimación social. En esas condiciones, miles de “disidentes” decidieron presentar certificados médicos, pedir una y otra vez permisos laborales, que estaban perfectamente contemplados en la legislación laboral de países que protegían fuertemente el derecho y la estabilidad del empleo. A través de estos recursos pudieron mantenerse durante años viviendo en ciudades fronterizas… y cruzando la frontera puntualmente, mes a mes, para ir a cobrar sus salarios y seguros de enfermedad al país que, en teoría, los mantenía en el exilio. Por supuesto, muchos de esos “exiliados”, ocuparon luego cargos importantes en los gobiernos que, tras la caída del socialismo totalitario, destruyeron sistemáticamente los derechos laborales de los que ellos mismos habían usufructuado.

Las realidades de las políticas a través de las cuales “se conquistó la democracia”, aquí y allá, suelen ser así de complejas. Ejemplos de opositores a la dictadura que luego aparecen aliados a los mismos poderes que sostenían a la dictadura no nos faltan. Ni allá ni acá.

En Berlín había un muro que dos potencias totalitarias querían mantener, como gran símbolo de su confrontación. En alguna época, de igual a igual, protegidas ambas por sus respectivos paraguas nucleares. La realidad cotidiana de ese muro, sin embargo, como la del muro invisible que había en la frontera Checa, excedía las necesidades de una política de gestos espectaculares. La gente necesitaba pasar, y pasaba. Si no aparecía en los medios de comunicación no era problema. Y justamente por eso, cuando había que derribarlo tenía que ser visible. En vivo y en directo, para todo el planeta: el capitalismo había triunfado. Herbert von Karajan dio un concierto espectacular, con la Filarmónica de Berlín, la Novena Sinfonía de Beethoven. El mismo concierto que había dado, casi cincuenta años antes, en París, para festejar la ocupación de Francia por las tropas de Hitler.

Los alemanes del este se entregaron a la euforia. Como habían acumulado una enorme capacidad de compra, bajo las normas económicas de un socialismo ineficiente que no lograba saciar sus ansiedades de consumo, se dedicaron a comprar todo lo que el mercado “libre” les podía ofrecer. Durante meses los camiones basureros en Berlín no alcanzaban a retirar los envoltorios y deshechos que los nuevos consumistas alemanes lanzaban a la calle tras haber renovados sus cocinas, equipos de sonido, lavadores y muebles. Hoy saben, duramente, el reverso de esa euforia. La discriminación de alemanes por otros alemanes, la maldición de los inmigrantes que los capitalistas alemanes fomentan para no pagar los niveles de salario que los trabajadores alemanes han ganado tras más de cien años de luchas, la maldición del sinsentido del consumo incompleto, insaciable, operando como única motivación de la vida.

Pero el gran símbolo que es este muro visible permanece. Tiene que permanecer. Por supuesto concentrado en el gran evento que le da el significado histórico que al poder le interesa: su derribamiento. El momento mismo, las masas sacando pedazos de hormigón a martillazos en presencia de los medios de comunicación, para todo el planeta, con la novena de música de fondo… con el himno de la alegría. El símbolo visible permanece, debe permanecer. Para que la izquierda masoquista confirme sus volteretas, para que el burgués arrogante confirme su soberbia, y para que los nuevos muros no sean visibles.

Santiago, 21 de Octubre de 2009.-

viernes, 27 de marzo de 2009

El concepto de materia en Hegel

Este artículo es un aporte de Surfista

A petición de mi amigo Marco Antonio publico este trabajo que surgió sobre mis inquietudes sobre la materia, donde ya he publicado un post sobre su concepto físico y su relación con la metafísica.

Hegel comienza su Filosofía Real diciendo que la Idea como ser determinado en su concepto se le puede llamar la materia absoluta o éter[1]. No tiene sentido su materia porque no es sensible, ya que es un concepto puro aunque es un concepto en sí mismo puro y abstracto. Mientras no se piense en el concepto de materia pura esta seguirá existiendo en sí, como el theos aristotélico que se piensa a sí mismo, pero Hegel introduce esta advertencia ya que la materia al ser pensada pasa a ser parte de la idea de un sujeto y en este caso sería el Espíritu absoluto donde ya ha introducido Hegel el concepto de sujeto que reflexiona y determina lo abstracto de la materia positivando su negación. La idea de theos permanece en Hegel en cuanto explica que la materia absoluta es en sí, como la sustancia aristotélica del theos, una pura conciencia de sí mismo (no es un yo individual), con un ser en sí, pero no está fijada esta materia como ente en una realidad determinada[2]. Ahora bien, esta materia no ex–siste, es decir, no tiene ex–sistencia porque no tiene forma ni naturaleza. Al salir fuera de sí, de su esencialidad interior, es decir, al considerarse extática entonces la materia es naturaleza como positividad de la negatividad del no ex – sistir. En cierta manera, Aristóteles cuando plantea lo extático y desarrolla su unidad conceptual a través del pensamiento, ya estaba claro que el concepto final de la materia tenía que finalizar en la idea de una percepción eidética de la forma, para considerar la positividad de la materia como naturaleza. La inclusión de una idea interior a la percepción de la materia completa la filosofía real de Hegel de base aristotélica, pero ya Aristóteles plantaba el tema de la percepción no de un sujeto pero si una psiqué que permitiera comprender el tiempo a través del movimiento, que en realidad es la materia que se mueve en la unidad del extático. La idea de Aristóteles de la materia es la de un substrato, upokeimenon que es de por sí, pero que teniendo realidad es un concepto abstracto, ya que como sustancia no es algo tangible, sino que mas bien es el fundamento para la procedencia de algo[3]. Para Aristóteles todas las cosas son generadas por la naturaleza y esta naturaleza es la materia primera que tiene la propiedad de generar algo como las cosas, los pensamientos o incluso la técnica, ya que todas contienen hylé o sea materia. Aristóteles introduce el tema de la negatividad como privación en un sentido cuando dice que las cosas se generan por privación por una parte y por la otra al considerar a la materia como potencia o posibilidad del ser actual de un modo sinérgico o extático diría Aubenque. Hegel desarrolla toda su sistemática a partir de este principio de privación de la materia como negatividad de un concepto abstracto, para fundirlo en el espíritu absoluto al conferir a la materia la subjetividad del espíritu y hacerla una. De esa forma Hegel continúa con el desarrollo de la materia como un fuera-de de determinación con la explicación del espacio y su dimensión, el tiempo y el movimiento. Así Hegel explica que el espacio es la primera determinación de la materia y esta es el punto. Es decir, lo que primeramente es espacio una dimensión puntual, es lo que ex –siste que está fuera de la materia en su primera positivdad es el punto. La materia implícita en el sentido de negatividad tiene conciencia de sí misma en cuanto que no está determinada, pero ya no en el espacio, auque esté implícita en el concepto, pero al dejar de ser una negatividad y ser una determinación, que ha salido fuera-de sí, de la materia absoluta o el Espíritu absoluto de Hegel que la materia entonces es el espacio como esencia consciente de sí misma como intuición sensible.

Hegel plantea un problema casi aporético en el pensamiento de Aristóteles en el sentido de que una sustancia que es en sí misma privación y negatividad y a la vez es fundamento de la generación y naturaleza de las cosas, cómo puede salir de sí misma sin pasar de un sitio a otro en un régimen de continuidad. El problema en Aristóteles es que el ente o la verdad de la cosa se queda en sí misma, en su definición o en su esencia, pero no puede sino ser sino una certidumbre para el individuo dentro de una adecuación de límites de la verdadero con lo sensible. Creo que en Aristóteles este problema lo plantea a través de la percepción del tiempo como movimiento, pero Hegel consigue explicarlo y desarrollarlo a través de la idea-sujeto. La propia determinación de la materia es un límite a la conciencia de sí misma y deja de ser en-sí para salir fuera de su estado de conciencia propia hacia un estado de dimensión espacial propio de la cosa. Lo que explica Hegel es que la propia materia determina una conciencia para disponer la materia como espacio y tiempo. En realidad la idea que se propuso cuando se describía el concepto de materia física era que la misma había creado al hombre para que a través de su percepción en cuanto era onda o partícula le confiriera una dimensión espacial. Por eso la percepción está ligada íntimamente al concepto de materia como complementariedad de su recíproco, es decir, no hay materia sin percepción ni percepción sin materia. Parece que esta afirmación procedería de Berkeley o Hume sino fuera porque no es solo el ser lo percibido sino que la percepción es la propuesta de la materia para la limitación y determinabilidad del espacio sin la que no puede ex –sistir. De ahí que la materia cuando es pensada no en ella misma sino ella misma desde fuera-de sí lo que produce su determinación, que en realidad es la intuición sensible de una dimensión por diferenciación y su absoluta posibilidad de diferenciación, a lo que Hegel llama ser externalizado, ya que está fuera de la materia pero en la idea absoluta, ya que ambos momentos, determinación del ser externo y conciencia de sí son las diferentes caras de la misma moneda[4].

Ahora bien, cuando Hegel habla de espacio, ya incluye varios momentos de diferencia recíproca en convivencia con ellos mismos en la dimensión espacial del continuo espacio, pero en su propia negatividad que procede de la materia. En realidad, y como buen conocedor de lo griego que es, aquí está elaborando dentro de su propia sistemática el concepto de reciprocidad de Anaximandro dentro de su propio horizonte hegeliano. Para Hegel, la dimensión espacial presenta tres momentos, que en primer lugar es la negatividad del espacio y su determinación para superarse a sí mismo. Esta superación del espacio anterior supone otra negatividad anterior para un nuevo espacio, que sería el segundo momento y el tercero sería un aspecto neutro de superación y casi de reposo de la dimensión. En realidad, cada momento es un salir fuera del propio momento, como una realidad extática de cambio recíproco, o en términos hegelianos de negatividad-positividad que dará lugar a ese momento neutro de la dimensión espacial, que por otro lado es extática debido a que los propios momentos de superación son extáticos en sí mismos por la propia determinabilidad de la negatividad y posterior superación del espacio anterior y nuevamente extático. La dimensión extática neutra nos es ni más ni menos la unidad estructural del extático al que todavía no se le ha añadido ni el tiempo ni el movimiento, pero sí que se constituye por una materia con una posibilidad de determinación dinámica.

La negatividad de la materia aparece en la determinación y cuantificación de la dimensión en el espacio, es decir, ha salido de él como diferencia determinada, y que a partir de las extensiones del espacio en la dimensión es lo que Hegel explica como diferencia intendida. Dice Hegel que el espacio es la cuantificación inmediata del ser determinado inmanente, diferenciada, a través del fuera de sí de la materia paralizada, pero que una vez fuera es tiempo. Para Hegel el tiempo es la negatividad del ser determinado que ha dejado de ser, es decir, la misma inmediatez con que ha pasado a ser positividad determinada pasa a ser el infinito abstracto un no ser de su propia contradicción, por oposición. En realidad, casi se podría expresar que la materia desde el punto de vista de la negatividad del espacio y el tiempo en la misma perspectiva de dejar de ex -sistir en el momento de la determinación del espacio, se puede hablar de una relación en el que ambos comparten la oposición con respecto al espacio y equivalen al ser mismo de la negatividad. Puede que el tiempo y la materia en Hegel sean lo mismo en cuanto pertenecen a ese espíritu abstracto de infinitud.

Hegel plantea la superación del tiempo en sí mismo como dimensiones de negatividad, es decir, en el mismo momento que es ahora-presente ya ha superado el futuro[5] que viene convirtiéndose en presente y este presente se supera al convertirse en pasado. Estas son las dimensiones del tiempo, que no son las posiciones del espacio, pero son negatividades del punto, la línea o la extensión como direcciones y diversidades, superaciones. En realidad para Hegel las dimensiones del espacio y del tiempo son superaciones y diversidades de la materia de esta como negatividad. En sí mismas las categorías de espacio y tiempo contienen su negatividad en cuanto que son determinadas como uno. Ahora bien, si cada una de estas categorías son negatividades y no tienen subsistencia ni sustancia en sí, ya que como hemos visto son diversidades y momentos de la negatividad determinada dimensionalmente, y a la vez tanto el espacio como el tiempo son resultados de ellos mismos, entonces cuál es su relación con lo real. Esta claro que su relación abstracta es la materia, ya que de hecho Hegel explica que lo indeterminado es la materia pero que cuando es pensada y es ya tiempo y espacio ya hablamos de la determinación de espíritu. En la realidad para que haya una sustancia o subsistencia de la determinación del espacio y del tiempo se necesita de la duración dice Hegel[6]. Y esto es ya lo que explica Suárez en relación a la existencia de la sustancia, es decir, el modo inmanente de pensar la existencia o subsistencia de la negatividad del no-ser es la duración, concepto que por otra parte aparece muy claramente explicado en las Disputaciones Metafísicas. La idea de la duración intrínseca que explica Suárez no es otra cosa que la explicación de la posibilidad o potencia del movimiento en la unidad estructural del extático a partir del movimiento. Es la sinergia entre posibilidad-movimiento en el tiempo o la trilogía dunamis-kinesis-xronos lo que significa la duración intrínseca en Suárez y que Hegel y Bergson se encargarán de desarrollar en su pensamiento filosófico.

Hegel se refiere a esto en relación al ser determinado en un lugar, lleva implícita su negatividad en cuanto no-ser en el mismo lugar, pero que deja de ser suyo en cuanto es relativo con respecto al ahora. El lugar de la “determinidad” del ser es ahora futuro en cuanto no-ser y antes. Por eso que en realidad en cuanto al lugar hay tres lugares diferentes con respecto a la “determinibilidad” del ser, el que ocupaba que es un después, el del futuro que es un antes y el del presente que es un ahora. Pero si aceptáramos esta premisa entraríamos en la dialéctica que explicó Zenón con respecto a la inmovilidad del movimiento. Así el lugar dice Hegel es mas bien un lugar general con respecto a la duración y todas sus acontecimientos[7]. Con esto expone Hegel la simple sustancia se explica a través de la duración, que con sus momentos son una unidad de tiempo y espacio, que su realidad es la sustancia general. Esta duración en esencia es movimiento, que para Hegel es la verdadera alma del mundo. En realidad para Hegel es el sujeto como sujeto o el yo como yo, siempre en relación al movimiento. Una idea que nos acerca al pensamiento de Bergson en cierta forma, a pesar del interés por desmarcarse este de aquel. Si en la realidad de la sustancia aparece el movimiento como sujeto, y este es la mediación de la materia, ya vemos que movimiento, sujeto y sustancia son tres conceptos unidos en cuanto que se comprenda la importancia del movimiento en el pensamiento de Hegel y Bergson. Por eso Hegel dice que la duración es movimiento al igual que Bergson, aunque este lo extiende a la intuición. Hegel implica al tiempo como duración y movimiento la negatividad del ser determinado, al igual que Bergson que explica que lo que entiende la intuición de la duración es la negatividad de las formas o del ser determinado. Tampoco hay que olvidar que la esencia del extático es el movimiento que da lugar a lo que hay en el tiempo. Si bien Aristóteles no habla de dimensión sí que establece la relación estructural entre potencialidad movimiento tiempo cambio en lo que existe de un modo intrínsecamente y que da lugar a lo que hay, que sería la unidad estructural de lo extático y que posteriormente Suárez hablaría de duración intrínseca de la existencia.

En resumen, el desarrollo de la materia y la dimensión en Hegel nos hará comprender la negatividad del ser con respecto al espacio y al tiempo y que la duración es la superación de la negatividad de la materia. La solución que propone Hegel a través del sujeto para comprender la verdad de la materia a través de la determinación de los límites propuesto por el sujeto, continúa con la dimensión de una negatividad fuera de sí, donde la misma percepción comprende que el espacio y el tiempo son negatividades de determinación y superación. No existe un momento de estabilidad, sino más bien la comprensión de un movimiento inmanente de la materia que escapa fuera de sí y manifiesta su propia negatividad en la misma determinación de la dimensión, ya que esta en sí misma y a pesar de sus momentos de superación es negatividad, al margen de que sea pensada como duración. En realidad, cuando esto ocurre ya estamos dentro de una unidad estructural de la duración intrínseca de la existencia en Suárez y más lejano en el concepto estructural del extático que propuso Aristóteles en su Física y Metafísica, pero con sujeto o Espíritu absoluto, Por ello será necesario describir la materia en Aristóteles y cómo se estructura lo extático, que en realidad es una dimensión estética de percepción del movimiento inmanente, aunque ya he descrito bastante sobre el tema en el blog. Te debde de gustar mucho Hegel amigo Marco si has llegado hasta aquí.

[1] Hegel Filosofía Real pág 5
[2] Ibid. pag 5
[3] Met 1032 a 20
[4] Hegel Filosofía real pág 6.
[5] Ibid pág 13
[6] Ibid pág 14
[7] Ibíd.. pág 16

Enlace al artículo original en Surfista del pensamiento

martes, 24 de junio de 2008

Clases

Introducción al Pensamiento de G.W.F. Hegel 2007, Semestre Primavera


Compañeros, aqui les dejo unas clasecitas del Profe Carlos Pérez Soto, dictadas en la U en el 2007. No estan todas, por si alguien tiene las que faltan, para que se haga presente.
Estan en tres partes, deben descargar las tres para descomprimir el archivo completo, no funcionan cada una por si sola.

Descarga AQUÍ la parte 1
Descarga AQUÍ la parte 2
Descarga AQUÍ la parte 3

miércoles, 16 de enero de 2008

Sobre el problema Mapuche


Sobre el problema Mapuche, Apuntes para una discusión
Carlos Pérez Soto, Profesor de Estado en Física

Primera Parte: Cuestiones entre Chilenos

1.- No siento ninguna simpatía particular por los movimientos nacionalistas. Me conmueven las situaciones de discriminación y opresión, y estoy dispuesto a luchar contra ellas. Pero la aversión contra los opresores no implica necesariamente simpatía por los oprimidos. Se puede estar contra los bombardeos de la OTAN contra Servia sin que ello implique ninguna simpatía o complicidad con el régimen de Milosevic. Hace bastante tiempo ya que las duras experiencias históricas muestran que las alineaciones de lo verdadero no tienen por qué darse en sólo dos bandos o dos polos.
Y esta situación se puede dar sobre todo si ocurre que entre los oprimidos hay también, internamente, opresores y oprimidos, como es el caso cuando lo que tienen en común ambos grupos es el ser discriminados u oprimidos por razones culturales (como los judíos) o por razones étnicas (como los mapuches), más que por razones directa y estrechamente económicas.
Mi posición, en este caso, no es a favor de los mapuches, a los que respeto, (y, dado lo arraigado de la discriminación, quizás el mero respeto es ya una forma de apoyo), sino en contra del carácter capitalista, centralista y homogeneizador del Estado chileno y, en sentido general, de la cultura dominante en la nación chilena.
Pronunciarse en contra del Estado chileno en este conflicto apoya indirectamente a los mapuches. Pero implica una iniciativa que apunta más bien a la democratización y la crítica social entre los propios chilenos.
El problema de los chilenos es cómo superar el estado de cosas que los afectan. La explotación, la avidez capitalista, el servilismo del Estado ante las ambiciones del capital, la falta de ejercicio real de la ciudadanía. Este estado de cosas afecta también a otro pueblo que coexiste entre nosotros. Resolver nuestros problemas contribuye a resolver también los problemas de ellos. Pero los problemas de los mapuches deben resolverlos ellos mismos, no los chilenos. Y, por las proposiciones que hago luego, se verá que esta diferencia es muy significativa.
En resumen, no estoy a favor de este, ni de ningún otro, etno nacionalismo internamente, pero creo que es necesario respetarlo por el derecho propio, y anterior a toda conveniencia, que los pueblos tienen de ejercer la diferencia que los constituye, y a desarrollarla de manera soberana. Pero creo, además, que es necesario promoverlo, en la medida en que esa lucha ayuda a nuestra propia democratización.

2.- Bajo estos supuestos, creo que entre los chilenos podemos promover una política de radical auto crítica de nuestra nación respecto de la relación histórica que hemos tenido con el pueblo mapuche.

a. En primer lugar, esta radical autocrítica debe implicar el reconocimiento de los abusos cometidos por el Estado, y por el pueblo chileno, en contra de ese pueblo. Pero, más específicamente, deben reconocerse tanto las dimensiones simbólicas del atropello cultural y étnico, como las dimensiones materiales de un atropello militar y jurídico.
No sólo ha habido sistemática e históricamente discriminación, desprecio, transculturación forzosa, homogeneización impuesta, desconociendo el derecho del pueblo mapuche a su propia cultura. También ha habido ilegalidad manifiesta, crimen, desconocimiento expreso de tratados y títulos históricos, complicidad comprobable de agentes del Estado con prácticas dolosas de parte de particulares, discriminación comprobable en el tratamiento jurídico de los bienes y derechos, cuestiones todas constitutivas de delito incluso bajo el propio espíritu del derecho chileno.
Estas dimensiones simbólicas y materiales del daño causado por un pueblo a otro deben reconocerse como una auténtica y real deuda histórica, y el pueblo y el Estado chileno deben responder por ello.
b. En segundo lugar es necesario el reconocimiento de los mapuches como un pueblo, y su derecho a constituirse en una nación. Reconocerlos no sólo como una etnia, sino como una cultura, un conjunto de tradiciones, un modo de vida, que tiene derecho a su soberanía, y a un territorio que haga real y material esa soberanía.
Esto implica aceptar que Chile es un país que, de hecho, no sólo es pluriétnico y pluricultural, sino también multinacional. Y es necesario elevar este hecho a realidad jurídica.
c. Es necesario, en tercer lugar, defender el derecho del pueblo mapuche a su autonomía nacional efectiva. Es decir, el reconocimiento de un territorio sobre el cual puedan ejercer plena autonomía jurídica, económica y política.
Dos cuestiones son esenciales en este punto. Una, que autonomía no es lo mismo que independencia. No se trata de crear otro país. Se trata de que este país reconozca la existencia en él de más de una nación. En la época actual la unidad del Estado no requiere del ejercicio centralista y homogeneizador de su jurisdicción. Las diferencias culturales y étnicas hacen preferible coordinar autonomías, antes que forzar una cultura común.
Pero, por otro lado, es esencial entender que no hay autonomía nacional real sin territorio y jurisdicción efectiva. El pluralismo cultural no basta para asegurar el derecho real de un pueblo a su autonomía. Sin una base material las declaraciones de tolerancia y promoción cultural se hacen ficticias, puesto que se impide de hecho a una comunidad nacional el defender y desarrollar por sí misma su cultura material y simbólica.
d. En cuarto lugar, y justamente porque la realidad o pérdida de la soberanía nacional de un pueblo pasa por cuestiones muy prácticas y efectivas, el pueblo y el Estado chileno deben
responder a la profunda deuda histórica contraída con el pueblo mapuche a través de una indemnización material, es decir, con tierras, capitales, apoyo técnico y equipos, que hagan posible una oportunidad real de desarrollo para un pueblo históricamente oprimido y empobrecido por la nación chilena.
Valorar la deuda histórica sólo en su dimensión simbólica, por grave que sea, puede conducir a verla como inconmensurable, radicalmente impagable, y contribuir por esa vía a la promoción de un integrismo cultural fundamentalista que impida la coexistencia dialogante entre ambas naciones.
En ningún caso el valor material que se le reconozca a esta deuda compensará la profundidad del daño en el orden simbólico. Pero es el gesto mínimo y real que permitiría iniciar y mantener un diálogo no hipócrita, ni filantrópico, en torno a nuestras diferencias.
e. Es necesario, en quinto lugar, que la intelectualidad chilena reconozca y promueva el crecimiento y la auto consciencia de una intelectualidad mapuche.
Nunca podremos, con nuestro respeto y apertura al diálogo, reemplazar o mejorar lo que sus propias experiencias y prácticas sociales tengan de formativo para una consciencia intelectual. Pero podemos colaborar de muchas maneras eficaces en la formación de estos intelectuales, y ambas naciones resultarán enriquecidas con ello.
f. Es necesario, por último, poner énfasis en tres puntos particulares muy concretos, cada uno de enormes repercusiones posibles.
Primero, apoyar la demanda de la des militarización de la zona tradicionalmente reivindicada por el pueblo mapuche. En este país hay sobrados antecedentes en torno a la posibilidad de violencia abusiva del Estado contra los ciudadanos. En la historia mapuche estos antecedentes adquieren dimensiones trágicas.
La peor manera de enfrentar este conflicto sería a través de la fuerza. No se puede mantener una política de guerra contra todo un pueblo. Las consecuencias serían de incalculables daños tanto para mapuches como para los chilenos.
Segundo, es necesario tratar de no llevar los alineamientos políticos de la sociedad chilena ni a la consideración, ni a la intervención, en los asuntos mapuches. El problema es entre una nación y otra. Cada una debe tener sus propias formas de expresar y contener las diferencias políticas que se dan en su seno.
Tercero, es necesario apoyar solidariamente las redes urbanas de organización mapuche y, a la inversa, es preferible abstenerse de viajar a intervenir directamente en sus territorios tradicionales.
Los mapuches entre nosotros deben ser apoyados, así como es necesario buscar políticas de solución a la situación de los chilenos que viven entre ellos. Pero el apoyo solidario nunca debe violentar el principio básico del respeto a su autonomía.

3. Desde luego es posible que muchos mapuches no hayan llegado a plantearse su propia situación en los términos radicales que aquí se plantean. Eso, sin embargo, no es problema nuestro, sino de los propios dirigentes mapuches.
Nosotros tenemos, todos, una grave deuda histórica con un pueblo al que hemos explotado, discriminado y marginado, y tenemos que asumirla más allá de si nos cobran o no.
Hemos cometido abusos y atropellos como pueblo y como Estado, más allá de si nuestras conductas particulares han sido de omisión concreta, en la mayoría de los casos, o de cariño filantrópico en otros tantos, o incluso, rara vez, de solidaridad respetuosa. Este reconocimiento es mínimo, y básico, para que la nación chilena pueda entender las dimensiones profundas que implica el resolver este conflicto.
Los abusos y atropellos han sido de tal magnitud, y se han mantenido durante tanto tiempo, que nos cabe a nosotros enfrentar una grave responsabilidad, más allá de lo que las posibles consciencias adormecidas por esos mismos abusos planteen.
Afortunadamente hay por fin un movimiento mapuche cada vez más auto consciente que puede señalarnos con fuerza esta responsabilidad. Lo peor que podemos hacer es buscar subterfugios para eludirla.

Segunda Parte: Cuestiones entre Mapuches

En esta segunda parte, mucho más polémica que la anterior, me importa explicitar opiniones que tienen relación con situaciones y discusiones internas en la misma comunidad mapuche.
Desde luego, de acuerdo con todo lo anterior, acepto de antemano que no tengo un derecho fundado para opinar en este plano. Como acepto también, y de antemano, la posibilidad de ser desautorizado bajo la acusación de no conocer, o no comprender, la problemática interna de otro pueblo y otra cultura. Si el caso es que llego a ser desautorizado en uno o todos los puntos que siguen, reconozco el derecho soberano de esa actitud, y la imposibilidad de encontrar un punto de vista neutro o abstracto desde el cual resolver el desacuerdo.
Pero tengo estas opiniones, y no hay ninguna razón para cuidar a los hombres y mujeres mapuches de conocerlas, pensarlas, y usarlas como crean conveniente.

1. La primera cuestión es que lo que menos me gusta de este movimiento, y creo que se puede sospechar algo análogo de casi todos los movimientos nacionalistas, es la larga tradición de integracionismo y colaboracionismo con la dominación colonialista, en esta caso chilena, que ha sido promovida por los sectores privilegiados de la sociedad mapuche original, y sus sucesores.
Desde luego, cuando hablamos de “privilegiados” entre los mapuches, estamos hablando de familias que, de acuerdo a nuestros estándares, son relativamente pobres y, en todo caso, discriminados y oprimidos.
Pero cuando se considera la situación desde más cerca, o internamente, encontramos que esas diferencias no son menores en el plano de los usos y prácticas cotidianas, y tienen efectos de sometimiento y empobrecimiento relativos que no se deben ignorar. Sobre todo por su efecto quizás más nocivo para los intereses del conjunto del pueblo mapuche: la tendencia a negociar los derechos de todos sólo para obtener ganancias locales e, incluso, temporales.
Creo que la viabilidad del movimiento mapuche pasa por la capacidad de superar estas tendencias localistas, fundadas en una estructura tradicional de diferencias sociales objetivas.

2. La segunda cuestión es que creo que la viabilidad del movimiento mapuche pasa por la reconstrucción de una identidad nacional común, y creo que, a su vez, este objetivo depende de la difusión de una consciencia secular propiamente mapuche.
Para entender esto es necesario comprender que religiosidad y secularización no son términos opuestos de una manera abstracta, y que, desde luego, no hay una sola forma de secularización.
El predominio de una cultura secular no es sino el predominio de la sociedad civil por sobre los misterios, y poderes sociales, de la religión. Pero este predominio, allí donde se ha constituido, está profundamente enraizado en las mismas religiones tradicionales.
Hay un mundo secular musulmán, y un mundo secular cristiano. Y en ellos la religiosidad y la fe ocupan un lugar relevante. Como también es posible una secularidad atea en que sea el humanismo radical el que se constituya en fuente de todos los valores. Lo común de estos mundos seculares, en cambio, es que en ellos se han limitado los efectos enajenantes de la religión y sus efectos autoritarios sobre las relaciones sociales.
No veo por qué la religión tendría que dejar de ser el opio del pueblo sólo porque es religión mapuche. Y no veo por qué la limitación del poder social de la religión tendría que impedir una vida práctica y profunda de la fe.
La religión puede ser esencial para la construcción de la identidad de un pueblo, pero es nocivo que ambos términos se identifiquen. Hay demasiadas evidencias de los efectos negativos del fundamentalismo religioso (incluido el ejercicio fundamentalista de la propia razón) como para no tener cuidado en este punto.

3. La tercera cuestión es que creo que la reparación material de la deuda histórica con el pueblo mapuche, es decir, la entrega de tierras, capitales, técnicas y equipos, puede afectar gravemente los equilibrios internos, o el estado actual de las desigualdades tradicionales en la propia comunidad.
Es perfectamente posible un escenario en que estos bienes y derechos vayan a dar a manos de unos pocos dirigentes tradicionales que se constituyan en una capa dominante real al interior de una eventual nación autónoma.
Creo, sin embargo que, a pesar de que éste es un peligro muy real y previsible, los chilenos no deberían tratar de evitarlo o moderarlo de ninguna forma. En primer lugar porque deberíamos tomar en serio su estatuto de autonomía soberana, y no tratar de imponer en la negociación nuestras valoraciones de equidad y justicia social. Deben ser ellos mismos los que resuelvan ese problema. Y si no logran hacerlo, ellos mismos deben vivir la experiencia de los conflictos que se produzcan.
En segundo lugar porque la precaución de no producir estos desequilibrios podría conducir a minimizar el carácter material de la deuda contraída, y podría conducir a intentos de evadirla poniendo énfasis en las reparaciones simbólicas. Creo que esta vía agravaría profundamente el problema, en lugar de aliviarlo, porque conduciría a una serie interminable de exigencias en el orden simbólico, de suyo inconmensurables, cuyo escalamiento llevaría a la construcción de respectivos fundamentalismos en una pugna sin salida.
Es deseable que el movimiento mapuche sea capaz de promover su propia democratización, en los términos y formas culturales que desee y, de manera correspondiente, es deseable que la nación chilena no busque eludir el carácter material de la deuda. Ambas opciones contribuyen a un camino de real solución y diálogo. Las alternativas conducen a eternizar el conflicto.

4. Una cuarta cuestión es que la democratización posible en el movimiento mapuche (como también entre nosotros!, (qué duda cabe!) debería estar atenta a no convertir a los intelectuales emergentes en su seno en una nueva capa dominante, ahora burocrática, que desplace a las dirigencias tradicionales sólo para ocupar su mismo lugar social. El caso de los intelectuales disidentes que encabezaron los movimientos democráticos contra los ex países socialistas es instructivo al respecto: la mayor parte de ellos están hoy día al servicio de los intereses transnacionales que colonizan a sus propios países.
No veo por qué las capas dominantes habrían de ser aceptables sólo porque se dan en un contexto cultural y étnico distinto. Y no veo por qué la emergencia de intelectuales secularizadores, profundamente arraigados en su propia cultura, tendría que conducir a la constitución de una nueva capa dominante.
Pero si esto último ocurre, es seguro que la primera víctima será, nuevamente, el conjunto del propio pueblo mapuche.

5. En quinto lugar, a pesar de todo lo anterior, creo que nunca está demás insistir en que los mapuches no necesitan mostrarnos que su cultura y su religión son razonables, o representan ventajas que otras religiones no tienen, o que los poderes misteriosos a los que les dan acceso son verosímiles, o convenientes.
El derecho de los mapuches a sostener y vivir sus creencias es previo, e independiente, de las estimaciones que hagamos de ellas. ¿Desde dónde se podría sostener una evaluación de los méritos relativos de una religión o de otra? No hay solución cognoscitiva o cultural para este problema. Pero además, mejor aún, no necesitamos que estas diferencias tengan solución. El mundo actual puede, y en cierto modo debe, coexistir con estas diferencias como diferencias reales e inconmensurables.
Y esto implica que para apoyar o no, o para promover o no iniciativas que indirectamente los apoyen, no necesitamos en absoluto simpatizar con sus creencias. Si esta simpatía fuese un requisito ni ellos ni nosotros estaríamos respetando realmente la diferencia esencial que nos constituye. Ni ellos, porque nos estarían pidiendo ser algo que no somos para estar a su lado. Ni nosotros, porque la base de las simpatías está siempre marcada por el marco de categorizaciones que nos constituye internamente.

6. Por último. Creo que la identidad nacional mapuche es algo que está en construcción. Hay muchísimos elementos ya dados para esta tarea: tradiciones, lengua, ritos, usos comunes, modos de vida, creencias. Pero no puede haber identidad nacional real mientras no haya nación, y no se puede hablar de nación real mientras no haya territorio.
Es importante al respecto notar que la realidad de una nación, o de un territorio, puede darse perfectamente, y por mucho tiempo, sólo en el orden simbólico. En este caso la nación está definida más por una pertenencia a ciertos rasgos culturales, más o menos consolidados, que por un habitar común. Y el territorio puede ser un anhelo, o la demanda de un espacio real, aunque no se haya llegado a habitarlo. En ambos casos el pueblo judío es un buen ejemplo.
Sin embargo, y de manera correspondiente, es necesario reconocer que estas realidades del orden simbólico sólo pueden dar lugar al desarrollo y soberanía de un pueblo cuando se traducen en la efectividad de la nación, y en un territorio efectivo.
Si esto no ocurre se puede hablar de un proceso de construcción, de lucha constituyente, de memoria obstinada, pero no de identidad soberana. La idealidad de la pertenencia virtual a un pueblo que no ha llegado a ser una nación, ni se ha constituido en el habitar común de un territorio, es satisfactoria para los filántropos, los románticos y los reformistas, y es coartada ideal para los hipócritas y los colonizadores, pero es de escasa utilidad para resolver los problemas efectivos y cotidianos de la vida de un pueblo.

Santiago de Chile, 13 de mayo de 1999.-