Carlos Pérez Soto
Profesor de Estado en Física
En contra de lo que se podría pensar, o de lo que se ha sostenido muchas veces a partir de no leerlo, Hegel no necesita negar los principios de la lógica formal para sostener su propia formulación de la lógica. Sus pronunciamientos al respecto son bastante explícitos y se pueden encontrar en las notas a las secciones de “Las determinaciones de reflexión”, que es la segunda parte del primer capítulo de La Doctrina de la Esencia, en la Ciencia de la Lógica. También, de manera mucho más breve, en los parágrafos 115 a 120 de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Se trata de textos amplios y, a su modo, explícitos y claros. Con algo más de complejidad, el mismo tema se puede ver en “Las leyes del pensamiento”, en la “Observación de la Autoconciencia”, que es la segunda parte de la Razón Observadora, en la Fenomenología del Espíritu. [1]
Se podría decir que, en general, la postura de Hegel es que los principios de la lógica formal son necesarios para mantener la coherencia en el orden del discurso, pero son completamente inadecuados para comprender o describir la complejidad de lo real. Por eso los llama “proposiciones” y, a veces, “reglas”. Porque son instrumentos prácticos, para que nos entendamos, y no reflexiones que estén a la altura de los sutiles modos en que el Ser se hace Ser. Son, desde el punto de vista del fundamento, superficiales y tautológicos.
Hoy, dando la espalda completamente al modo en que se han desarrollado estos conceptos, se podría alegar que la lógica no pretende, ni puede, ser un conjunto de pronunciamientos sobre el Ser, y que su carácter puramente formal es, justamente, lo que la hace de modo estricto “lógica”. Sólo la vanidad y la ignorancia pueden, sin embargo, empecinarse en reducir el sentido de esta palabra a este, que es sólo uno de sus usos. Esa vanidad no es rara, aunque es comprensible, en quienes estudian matemáticas. Es mucho menos perdonable, en cambio, entre quienes, en Ciencias Sociales, admiran los modelos matemáticos sólo porque los entienden poco. Y es, desde luego, francamente inexcusable entre quienes han estudiado filosofía.
Tradicionalmente la lógica, a la que se puede llamar “clásica” para distinguirla de la auténticamente formal, que deriva de Frege y Russell, mantuvo un consistente lazo con la ontología. La tarea efectiva de su desontologización es extraordinariamente reciente, procede de Boole y Frege, y fue desarrollada por una serie de matemáticos, a fines del siglo XIX. La lógica clásica, o “aristotélica”, siempre fue una lógica sobre el Ser, es decir, un conjunto de reglas que permiten predicar y razonar correctamente sobre un cierto “algo”, que se suponía sin más como real. Se puede decir que era, por eso, una lógica sustantiva: suponía la realidad de la sustancia.
Se podría preguntar, sin embargo, si el orden de esos principios (identidad, no contradicción, tercero excluido) y de la teoría del silogismo que deriva de aplicarlos a las formas del juicio, son realmente adecuados para la complejidad de lo que se quiere expresar. La mayéutica socrática, la “dialéctica” platónica y, sobre todo, la tragedia y la comedia, abundan en aparentes paradojas y antinomias e, incluso, parecen obtener su fuerza más bien de ellas que de las resoluciones racionales o los finales felices. Aunque los griegos no desarrollaron propiamente la profundidad subjetiva de la tragedia o de los dilemas morales, en el modo en que los plantearon está presente ya la sospecha de que la realidad puede ser más compleja que la geometría.
Yo creo que en su enciclopédico inventario de sabiduría, Aristóteles logró un extraordinario punto de equilibrio entre estas habilidades contrapuestas en el pensamiento griego que son la tragedia y la geometría. Por un lado, él o su escuela, logró condensar una lógica de espíritu geométrico, por otro intentó conceptualizar la lógica efectiva de la hybris, que está en el corazón de la tragedia, a través de una ontología del devenir. Hay un precio, que es menor si se compara con el resultado, para esta ambición de síntesis: cuando sus libros hablan de lógica son claros, estrictos y, si se siguen con paciencia, no ofrecen dificultad, en cambio, cuando hablan de metafísica recurren constantemente al circunloquio, a las frases subordinadas, y aparecen plenos de densidad conceptual. La doctrina de los cuatro tipos de causas (final, formal, material, eficiente) es el lugar por excelencia de esta articulación de lo simple y lo complejo.
Los aristotélicos piensan que la operación es exitosa, y por eso lo son. Tomás de Aquino ofreció brillantes y profundos ejemplos de esa combinación curiosa: una lógica relativamente simple ordena el rigor del discurso y, desde allí, a costa de definiciones relativamente oscuras y circunloquios ingeniosos, se procura dar cuenta de la complejidad del Ser.
Para el ánimo práctico, técnico, de la cultura moderna, estas complicaciones parecieron completamente barrocas, confusas y artificiosas. El aristotelismo de la primera modernidad (s. XII - s. XIV) fue catalogado peyorativamente como “escolástica”. Erasmo, Bacon, Descartes, Galileo, cada cual a su modo, quieren pensar de manera “clara y distinta”. Y parte importante de sus oposiciones consiste en disputarse unos a otros el mejor modelo de claridad. A pesar de sus pasiones anti aristotélicas, sin embargo, el modelo de esos modelos de claridad permaneció: la teoría del silogismo aristotélico, aplicada ahora sobre razonamientos cuyas premisas debían tener apoyo empírico. La lógica sustantiva se mantuvo, pero ahora como lógica adecuada para referirse de manera directa y clara a lo que Es.
Porque, examinado más de cerca, lo que ocurrió en ese proceso no fue otra cosa que el rechazo de la ontología aristotélica del devenir que, para los modernos, operaba como la verdadera fuente de confusión. Por supuesto, el primer signo de ese rechazo fue el abandono de la doctrina de las causas y su doble reducción: primero sólo a la causa eficiente, y luego esta a mera causa mecánica. No es raro, como lo ha señalado documentadamente Alexander Koyré[2], que la revolución científica emerja del platonismo contenido en la recuperación y difusión de la geometría de Euclides, y que el naturalismo de tipo aristotélico haya decaído de manera persistente, hasta que la teoría atómica permitió expulsarlo de la química y de la biología, a principios del siglo XIX.
Hay una profunda opción ontológica en esta sobrevivencia de la lógica aristotélica. Se trata de una lógica adecuada para la quietud del Ser, que es necesaria en la nueva concepción mecánica del mundo. Las reglas y proposiciones que ordenan el discurso y el pensar (consideradas ahora como principios y, más tarde, simplemente como axiomas) le dan a las deducciones, que se hacen sobre bases empíricas, una cierta formalidad que aparece como satisfactoria para el entendimiento moderno. Cualquier desviación, paradoja o antinomia, que se mantenga a pesar de los esfuerzos del análisis y la investigación empírica, debe ser vista como un “escándalo de la razón”. Una idea que, por supuesto, está explícitamente expuesta y defendida por Kant en su tratamiento de las Antinomias, en la Crítica de la Razón Pura.
Pero el asunto de la adecuación de esta lógica clásica a las características de lo real siempre mantuvo sospechosos lunares. En particular cuando se abordaba el engorroso problema de definir los términos más básicos de una teoría para que su desarrollo sea puramente racional y empírico. Como es sabido, este espinoso problema estalló, a destiempo, de manera tardía, en el fracaso de los delirios del Círculo de Viena. A lo largo del siglo XX se fue imponiendo cada vez más una constatación ominosa: el lenguaje natural simplemente no es formalizable y, con él, quedan serias dudas de que el lenguaje técnico lo sea.
Quizás es comprensible la actitud desdeñosa que Russell y Wittgenstein mantuvieron hacia los empiristas lógicos. Ellos habían encontrado, con tres décadas de anticipación, una solución si se quiere aún más delirante, que hacía esperable ese fracaso: la lógica no tiene porqué tener ninguna pretensión ontológica, debe ser meramente formal, no es sino una parte de las matemáticas. Un formidable ejemplo, desde luego, de lo que Heidegger llamó “darle la espalda al Ser”.
No tiene mucho sentido comparar la lógica de Hegel con la lógica formal de Russell y Whitehead. Por un lado es extemporáneo, por otro, sobre todo, se trata de procedimientos y propósitos completamente distintos. Tanto Hegel como Russell podrían estar de acuerdo en la perfecta validez de sus respectivas lógicas, aunque disputen el nombre, si pudieran asumirlas cada una en sus propios méritos, de manera interna. Desgraciadamente, es obvio, Hegel no podía pronunciarse sobre la idea de que la lógica fuese reducida a una mera parte de las matemáticas. Es obvio, también, en un sentido distinto, que Russell fue incapaz de pronunciarse sobre la lógica de Hegel de manera realmente interna.
Lo que sí es pertinente aún es comparar la lógica hegeliana con la teoría del silogismo aristotélico, con la lógica clásica, en tanto mantenga ésta su conexión con la ontología, como he propuesto más arriba. Por la perspectiva histórica que hemos trazado podemos sospechar que Hegel tenía una doble razón para desconfiar de la utilidad y ámbito de aplicación de esa teoría. Por un lado, su radical distanciamiento respecto de la ontología mecanicista que subyace al pensamiento moderno, y por otro, de manera más profunda, por su distanciamiento respecto de la propia idea de devenir, proveniente de Aristóteles, y presente en la filosofía de la naturaleza del romanticismo, en su época.
Como en todos los pronunciamientos de Hegel sobre la cultura moderna, y como corresponde a su idea de que la verdad está presente en lo efectivo en grados, matices, en proceso, su rechazo del mecanicismo no es una negación pura y rotunda. Hay verdad en la concepción mecánica del mundo, pero la más exterior, la más abstracta y pobre. Ya al principio de la Ciencia de la Lógica esa verdad ha sido desestimada tras haberse experimentado, en la Razón Observadora, en la Fenomenología, su pobreza y falta de adecuación a la complejidad del mundo objetivo. Desde la primera página de la Ciencia de la Lógica estamos ya más allá del universo newtoniano, instalados en la lógica del devenir, cuyo rastro se puede seguir hacia atrás en la filosofía romántica, en las complejidades de la mónada de Leibniz, en las sabias doctrinas en torno a las causas de Tomás de Aquino, hasta los libros de metafísica de la escuela aristotélica.
Sin embargo, el primer libro de la Ciencia de la Lógica es trascendido, e incorporado luego, en los dos siguientes, a una lógica más amplia y más compleja, la de la Esencia, y a la efectivización de la Esencia como Sujeto. Con ellos, el universo aristotélico ha sido trascendido en general, y el de las sospechas románticas también, en particular.
Respecto de esta doble superación, por supuesto, los llamados principios de la lógica clásica (identidad, no contradicción, tercero excluido) resultan del todo insuficientes. No falsos, en una filosofía en que nada es de manera abstracta y por sí mismo falso, sino que pobres, meramente tautológicos, incapaces de avanzar sobre el contenido mismo, sobre el asunto de fondo, que en esa lógica es el hacerse de manera negativa el Ser.
Son principios que sirven para legislar y ordenar el pensamiento en ciertos ámbitos de la realidad, y bajo cierto límite. La física, las matemáticas, las técnicas, en la medida en que se abocan a los aspectos físicos y químicos de lo real, es decir, aquellas realidades que pueden ser comprendidas y descritas de manera mecánica. Las deducciones e inferencias en esos campos pueden ser mantenidas dentro de sus reglas mientras no nos aboquemos a sus fundamentos, o a sus relaciones con el espíritu humano. Quizás se podría resumir así: se trata de una lógica adecuada para pensar las cosas, consideradas meramente como cosas. O, también, para lo separable, para lo que se puede pensar como siendo por sí mismo y de manera quieta.
En realidad hasta la más mínima complejidad muestra enseguida sus límites, como comprobará cualquiera que trate de entender según sus modos cómo se puede matar por amor, o pensar en términos de probabilidades continuas, o cualquiera que haya tratado de definir de manera “simple y no contradictoria” conceptos como especie, célula, vida, tiempo, fuerza, para no abrumar a los simplistas con nociones como neurosis, angustia, inteligencia o valentía.
Pero el fetichismo de la concepción mecánica ha colonizado el mundo y el pensamiento. Aún creemos que toda realidad compleja puede descomponerse en último término en cosas. Se buscan los equivalentes neuronales de la angustia, se trata a las sociedades como si fueran colecciones de individuos, se piensa las operaciones del lenguaje como si fueran un mero software. La claridad del discurso científico es expresión directa de la pobreza o el carácter meramente preliminar de su contenido. Por eso no es casual, de manera inversa, que se juzgue intrincada y difícil a la Relatividad general o a la Física Cuántica. Y, también, por eso es que muchas teorías, muy ambiciosas, en Ciencias Sociales, parecen relativamente claras, tanto, que sólo un metódico esfuerzo por enredarlas puede darles alguna apariencia de complejidad.
Sobre lo complejo el habla común, amaestrada por estas simplezas, sólo puede a través de circunloquios, a través del viejo recurso de las frases subordinadas, que van marcando énfasis contrapuestos y precauciones de distinto signo para construir, sólo paso a paso, y como efecto de conjunto, un espacio de aclaración ya no geométrico, no colorido como en la trivialidad del arco iris, sino lleno de matices y penumbras relativas, que son propias de todo lo que es, de manera real, real y efectivo.
Por supuesto una lógica del devenir requiere de estos rodeos, y será vista con desconfianza por los simplificadores. Una lógica de la Esencia, en cambio, como la hegeliana, será vista con decidida alarma. Se encenderán a su alrededor todas las luces de la verosimilitud, será puesta bajo los focos de la claridad. ¿Qué encontrarán en ella los que procedan a través de estas estridentes cautelas?: una sombra. Una sombra ominosa, un reino de sombras en el que no saben ver, ni conducirse, el reino de sombras en que se han convertido sus propias existencias.
Punta de Tralca
5 Enero 2010
[1] Ciencia de la Lógica, traducción castellana de Augusta y Rodolfo Mondolfo, Hachette-Solar (1956), Buenos Aires, 1968, Pág. 359-389. Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas (1830), Alianza, Madrid, 1997, Pág. 213-218. Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, 180-181.
[2] Alexander Koyré, Estudios Galileanos (1939), Siglo XXI, Madrid, 1980. Erróneamente la edición española indica como primera edición en francés la edición Hermann de 1966, que es en realidad la tercera.
Profesor de Estado en Física
En contra de lo que se podría pensar, o de lo que se ha sostenido muchas veces a partir de no leerlo, Hegel no necesita negar los principios de la lógica formal para sostener su propia formulación de la lógica. Sus pronunciamientos al respecto son bastante explícitos y se pueden encontrar en las notas a las secciones de “Las determinaciones de reflexión”, que es la segunda parte del primer capítulo de La Doctrina de la Esencia, en la Ciencia de la Lógica. También, de manera mucho más breve, en los parágrafos 115 a 120 de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Se trata de textos amplios y, a su modo, explícitos y claros. Con algo más de complejidad, el mismo tema se puede ver en “Las leyes del pensamiento”, en la “Observación de la Autoconciencia”, que es la segunda parte de la Razón Observadora, en la Fenomenología del Espíritu. [1]
Se podría decir que, en general, la postura de Hegel es que los principios de la lógica formal son necesarios para mantener la coherencia en el orden del discurso, pero son completamente inadecuados para comprender o describir la complejidad de lo real. Por eso los llama “proposiciones” y, a veces, “reglas”. Porque son instrumentos prácticos, para que nos entendamos, y no reflexiones que estén a la altura de los sutiles modos en que el Ser se hace Ser. Son, desde el punto de vista del fundamento, superficiales y tautológicos.
Hoy, dando la espalda completamente al modo en que se han desarrollado estos conceptos, se podría alegar que la lógica no pretende, ni puede, ser un conjunto de pronunciamientos sobre el Ser, y que su carácter puramente formal es, justamente, lo que la hace de modo estricto “lógica”. Sólo la vanidad y la ignorancia pueden, sin embargo, empecinarse en reducir el sentido de esta palabra a este, que es sólo uno de sus usos. Esa vanidad no es rara, aunque es comprensible, en quienes estudian matemáticas. Es mucho menos perdonable, en cambio, entre quienes, en Ciencias Sociales, admiran los modelos matemáticos sólo porque los entienden poco. Y es, desde luego, francamente inexcusable entre quienes han estudiado filosofía.
Tradicionalmente la lógica, a la que se puede llamar “clásica” para distinguirla de la auténticamente formal, que deriva de Frege y Russell, mantuvo un consistente lazo con la ontología. La tarea efectiva de su desontologización es extraordinariamente reciente, procede de Boole y Frege, y fue desarrollada por una serie de matemáticos, a fines del siglo XIX. La lógica clásica, o “aristotélica”, siempre fue una lógica sobre el Ser, es decir, un conjunto de reglas que permiten predicar y razonar correctamente sobre un cierto “algo”, que se suponía sin más como real. Se puede decir que era, por eso, una lógica sustantiva: suponía la realidad de la sustancia.
Se podría preguntar, sin embargo, si el orden de esos principios (identidad, no contradicción, tercero excluido) y de la teoría del silogismo que deriva de aplicarlos a las formas del juicio, son realmente adecuados para la complejidad de lo que se quiere expresar. La mayéutica socrática, la “dialéctica” platónica y, sobre todo, la tragedia y la comedia, abundan en aparentes paradojas y antinomias e, incluso, parecen obtener su fuerza más bien de ellas que de las resoluciones racionales o los finales felices. Aunque los griegos no desarrollaron propiamente la profundidad subjetiva de la tragedia o de los dilemas morales, en el modo en que los plantearon está presente ya la sospecha de que la realidad puede ser más compleja que la geometría.
Yo creo que en su enciclopédico inventario de sabiduría, Aristóteles logró un extraordinario punto de equilibrio entre estas habilidades contrapuestas en el pensamiento griego que son la tragedia y la geometría. Por un lado, él o su escuela, logró condensar una lógica de espíritu geométrico, por otro intentó conceptualizar la lógica efectiva de la hybris, que está en el corazón de la tragedia, a través de una ontología del devenir. Hay un precio, que es menor si se compara con el resultado, para esta ambición de síntesis: cuando sus libros hablan de lógica son claros, estrictos y, si se siguen con paciencia, no ofrecen dificultad, en cambio, cuando hablan de metafísica recurren constantemente al circunloquio, a las frases subordinadas, y aparecen plenos de densidad conceptual. La doctrina de los cuatro tipos de causas (final, formal, material, eficiente) es el lugar por excelencia de esta articulación de lo simple y lo complejo.
Los aristotélicos piensan que la operación es exitosa, y por eso lo son. Tomás de Aquino ofreció brillantes y profundos ejemplos de esa combinación curiosa: una lógica relativamente simple ordena el rigor del discurso y, desde allí, a costa de definiciones relativamente oscuras y circunloquios ingeniosos, se procura dar cuenta de la complejidad del Ser.
Para el ánimo práctico, técnico, de la cultura moderna, estas complicaciones parecieron completamente barrocas, confusas y artificiosas. El aristotelismo de la primera modernidad (s. XII - s. XIV) fue catalogado peyorativamente como “escolástica”. Erasmo, Bacon, Descartes, Galileo, cada cual a su modo, quieren pensar de manera “clara y distinta”. Y parte importante de sus oposiciones consiste en disputarse unos a otros el mejor modelo de claridad. A pesar de sus pasiones anti aristotélicas, sin embargo, el modelo de esos modelos de claridad permaneció: la teoría del silogismo aristotélico, aplicada ahora sobre razonamientos cuyas premisas debían tener apoyo empírico. La lógica sustantiva se mantuvo, pero ahora como lógica adecuada para referirse de manera directa y clara a lo que Es.
Porque, examinado más de cerca, lo que ocurrió en ese proceso no fue otra cosa que el rechazo de la ontología aristotélica del devenir que, para los modernos, operaba como la verdadera fuente de confusión. Por supuesto, el primer signo de ese rechazo fue el abandono de la doctrina de las causas y su doble reducción: primero sólo a la causa eficiente, y luego esta a mera causa mecánica. No es raro, como lo ha señalado documentadamente Alexander Koyré[2], que la revolución científica emerja del platonismo contenido en la recuperación y difusión de la geometría de Euclides, y que el naturalismo de tipo aristotélico haya decaído de manera persistente, hasta que la teoría atómica permitió expulsarlo de la química y de la biología, a principios del siglo XIX.
Hay una profunda opción ontológica en esta sobrevivencia de la lógica aristotélica. Se trata de una lógica adecuada para la quietud del Ser, que es necesaria en la nueva concepción mecánica del mundo. Las reglas y proposiciones que ordenan el discurso y el pensar (consideradas ahora como principios y, más tarde, simplemente como axiomas) le dan a las deducciones, que se hacen sobre bases empíricas, una cierta formalidad que aparece como satisfactoria para el entendimiento moderno. Cualquier desviación, paradoja o antinomia, que se mantenga a pesar de los esfuerzos del análisis y la investigación empírica, debe ser vista como un “escándalo de la razón”. Una idea que, por supuesto, está explícitamente expuesta y defendida por Kant en su tratamiento de las Antinomias, en la Crítica de la Razón Pura.
Pero el asunto de la adecuación de esta lógica clásica a las características de lo real siempre mantuvo sospechosos lunares. En particular cuando se abordaba el engorroso problema de definir los términos más básicos de una teoría para que su desarrollo sea puramente racional y empírico. Como es sabido, este espinoso problema estalló, a destiempo, de manera tardía, en el fracaso de los delirios del Círculo de Viena. A lo largo del siglo XX se fue imponiendo cada vez más una constatación ominosa: el lenguaje natural simplemente no es formalizable y, con él, quedan serias dudas de que el lenguaje técnico lo sea.
Quizás es comprensible la actitud desdeñosa que Russell y Wittgenstein mantuvieron hacia los empiristas lógicos. Ellos habían encontrado, con tres décadas de anticipación, una solución si se quiere aún más delirante, que hacía esperable ese fracaso: la lógica no tiene porqué tener ninguna pretensión ontológica, debe ser meramente formal, no es sino una parte de las matemáticas. Un formidable ejemplo, desde luego, de lo que Heidegger llamó “darle la espalda al Ser”.
No tiene mucho sentido comparar la lógica de Hegel con la lógica formal de Russell y Whitehead. Por un lado es extemporáneo, por otro, sobre todo, se trata de procedimientos y propósitos completamente distintos. Tanto Hegel como Russell podrían estar de acuerdo en la perfecta validez de sus respectivas lógicas, aunque disputen el nombre, si pudieran asumirlas cada una en sus propios méritos, de manera interna. Desgraciadamente, es obvio, Hegel no podía pronunciarse sobre la idea de que la lógica fuese reducida a una mera parte de las matemáticas. Es obvio, también, en un sentido distinto, que Russell fue incapaz de pronunciarse sobre la lógica de Hegel de manera realmente interna.
Lo que sí es pertinente aún es comparar la lógica hegeliana con la teoría del silogismo aristotélico, con la lógica clásica, en tanto mantenga ésta su conexión con la ontología, como he propuesto más arriba. Por la perspectiva histórica que hemos trazado podemos sospechar que Hegel tenía una doble razón para desconfiar de la utilidad y ámbito de aplicación de esa teoría. Por un lado, su radical distanciamiento respecto de la ontología mecanicista que subyace al pensamiento moderno, y por otro, de manera más profunda, por su distanciamiento respecto de la propia idea de devenir, proveniente de Aristóteles, y presente en la filosofía de la naturaleza del romanticismo, en su época.
Como en todos los pronunciamientos de Hegel sobre la cultura moderna, y como corresponde a su idea de que la verdad está presente en lo efectivo en grados, matices, en proceso, su rechazo del mecanicismo no es una negación pura y rotunda. Hay verdad en la concepción mecánica del mundo, pero la más exterior, la más abstracta y pobre. Ya al principio de la Ciencia de la Lógica esa verdad ha sido desestimada tras haberse experimentado, en la Razón Observadora, en la Fenomenología, su pobreza y falta de adecuación a la complejidad del mundo objetivo. Desde la primera página de la Ciencia de la Lógica estamos ya más allá del universo newtoniano, instalados en la lógica del devenir, cuyo rastro se puede seguir hacia atrás en la filosofía romántica, en las complejidades de la mónada de Leibniz, en las sabias doctrinas en torno a las causas de Tomás de Aquino, hasta los libros de metafísica de la escuela aristotélica.
Sin embargo, el primer libro de la Ciencia de la Lógica es trascendido, e incorporado luego, en los dos siguientes, a una lógica más amplia y más compleja, la de la Esencia, y a la efectivización de la Esencia como Sujeto. Con ellos, el universo aristotélico ha sido trascendido en general, y el de las sospechas románticas también, en particular.
Respecto de esta doble superación, por supuesto, los llamados principios de la lógica clásica (identidad, no contradicción, tercero excluido) resultan del todo insuficientes. No falsos, en una filosofía en que nada es de manera abstracta y por sí mismo falso, sino que pobres, meramente tautológicos, incapaces de avanzar sobre el contenido mismo, sobre el asunto de fondo, que en esa lógica es el hacerse de manera negativa el Ser.
Son principios que sirven para legislar y ordenar el pensamiento en ciertos ámbitos de la realidad, y bajo cierto límite. La física, las matemáticas, las técnicas, en la medida en que se abocan a los aspectos físicos y químicos de lo real, es decir, aquellas realidades que pueden ser comprendidas y descritas de manera mecánica. Las deducciones e inferencias en esos campos pueden ser mantenidas dentro de sus reglas mientras no nos aboquemos a sus fundamentos, o a sus relaciones con el espíritu humano. Quizás se podría resumir así: se trata de una lógica adecuada para pensar las cosas, consideradas meramente como cosas. O, también, para lo separable, para lo que se puede pensar como siendo por sí mismo y de manera quieta.
En realidad hasta la más mínima complejidad muestra enseguida sus límites, como comprobará cualquiera que trate de entender según sus modos cómo se puede matar por amor, o pensar en términos de probabilidades continuas, o cualquiera que haya tratado de definir de manera “simple y no contradictoria” conceptos como especie, célula, vida, tiempo, fuerza, para no abrumar a los simplistas con nociones como neurosis, angustia, inteligencia o valentía.
Pero el fetichismo de la concepción mecánica ha colonizado el mundo y el pensamiento. Aún creemos que toda realidad compleja puede descomponerse en último término en cosas. Se buscan los equivalentes neuronales de la angustia, se trata a las sociedades como si fueran colecciones de individuos, se piensa las operaciones del lenguaje como si fueran un mero software. La claridad del discurso científico es expresión directa de la pobreza o el carácter meramente preliminar de su contenido. Por eso no es casual, de manera inversa, que se juzgue intrincada y difícil a la Relatividad general o a la Física Cuántica. Y, también, por eso es que muchas teorías, muy ambiciosas, en Ciencias Sociales, parecen relativamente claras, tanto, que sólo un metódico esfuerzo por enredarlas puede darles alguna apariencia de complejidad.
Sobre lo complejo el habla común, amaestrada por estas simplezas, sólo puede a través de circunloquios, a través del viejo recurso de las frases subordinadas, que van marcando énfasis contrapuestos y precauciones de distinto signo para construir, sólo paso a paso, y como efecto de conjunto, un espacio de aclaración ya no geométrico, no colorido como en la trivialidad del arco iris, sino lleno de matices y penumbras relativas, que son propias de todo lo que es, de manera real, real y efectivo.
Por supuesto una lógica del devenir requiere de estos rodeos, y será vista con desconfianza por los simplificadores. Una lógica de la Esencia, en cambio, como la hegeliana, será vista con decidida alarma. Se encenderán a su alrededor todas las luces de la verosimilitud, será puesta bajo los focos de la claridad. ¿Qué encontrarán en ella los que procedan a través de estas estridentes cautelas?: una sombra. Una sombra ominosa, un reino de sombras en el que no saben ver, ni conducirse, el reino de sombras en que se han convertido sus propias existencias.
Punta de Tralca
5 Enero 2010
[1] Ciencia de la Lógica, traducción castellana de Augusta y Rodolfo Mondolfo, Hachette-Solar (1956), Buenos Aires, 1968, Pág. 359-389. Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas (1830), Alianza, Madrid, 1997, Pág. 213-218. Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, 180-181.
[2] Alexander Koyré, Estudios Galileanos (1939), Siglo XXI, Madrid, 1980. Erróneamente la edición española indica como primera edición en francés la edición Hermann de 1966, que es en realidad la tercera.
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