domingo, 11 de noviembre de 2007

¿Cuál es el problema con la Moral Kantiana, señor Hegel?

La crítica a la concepción moral del mundo en la Fenomenología del Espíritu
Juan Ormeño K.
Instituto de Humanidades – Universidad Diego Portales
Facultad de Derecho – Universidad de Chile


La sección “Moralidad” de la Fenomenología del espíritu contiene uno de los ataques más severos (e injustos) a la teoría kantiana de la moralidad, a la que se acusa, primero, de ser contradictoria, pues de acuerdo con Hegel no sólo no puede darnos una imagen coherente de la agencia, y de la que se dice, en segundo lugar, que se presta para cubrir con un manto de legitimidad moral tanto a la hipocresía como a la envidia. No resulta del todo claro, sin embargo, que las críticas expuestas por Hegel allí toquen el corazón de la teoría kantiana, pues se dirigen a la teoría de los “postulados de la razón práctica” que no nos parecen hoy centrales para la evaluación de la teoría moral de Kant. Y si se examinan tales postulados en los propios textos de Kant, aunque nos parezcan un intento poco atractivo para fundamentar la moral, se hallan bien fundados en la teoría y no la precipitan en una “trama de contradicciones”. Mi propósito en esta ponencia es, primero, reconstruir la exposición que Hegel hace de la “concepción moral del mundo”; luego examinar cuánto de esta supuesta contradicción puede achacarse al propio Kant. Por último, esbozaré las posibles razones que justifican la crítica de Hegel a Kant, tal y como ella está expuesta en la Fenomenología, asumiendo que ambos comparten una convicción común: que la razón puede, por sí misma, ser práctica.

La así llamada “concepción moral del mundo” supone que el agente autoconsciente, es decir, reflexivo, está en posición de proponerse principios universales de acción, que son impersonales en el sentido de que no dependen en absoluto de los rasgos contingentes del agente individual, y que son también objetivos en el sentido de que cualquier agente autoconsciente los reconocería como válidos. Y supone, además, que el agente sabe que en esta capacidad de querer universalmente reside, precisamente, su libertad porque sabe que él mismo es esa voluntad universal:

“De este modo, la conciencia sabe la voluntad pura como sí misma y se sabe como esencia, pero no como la esencia que inmediatamente es..., sino que la voluntad universal es su saber y querer puros, y la conciencia es voluntad universal, como estos saber y querer puros” (PhG 440/Fen. 350).

El énfasis de Hegel en la “pureza” del saber y querer del espíritu moral apunta en dos direcciones: por un lado, alude al hecho de que en esta coincidencia de la voluntad del agente singular y la voluntad universal, la autoconciencia del agente no reposa en nada ajeno a él. En este sentido el agente moral es autodeterminado, es decir: se da a sí mismo la ley de su actuar. Pero al mismo tiempo el agente es un individuo singular corpóreo, situado en el espacio y en el tiempo, sometido a las leyes naturales. Desde el punto de vista moral –es decir, puro- esta es una circunstancia desdeñable, pues ni ese hecho ni ningún otro (digamos, el que el agente haya sido socializado en una cultura particular) puede tener influencia normativa alguna.

Dado que el mundo es indiferente a la disposición moral del agente, bien puede ser que éste actúe para cumplir con su deber y que, sin embargo, el mundo no se modifique según la intención del agente. Pero con ello, la conciencia moral se vería perennemente privada de la realización tanto del deber como de ella misma en tanto actividad singular que lo realiza y no podemos presumir que un agente real pueda ser consistentemente indiferente a la eficacia de su acción, sin que ésta pierda todo sentido para él. Tenemos, entonces, que presumir que pertenece a la propia intención moral del agente no sólo saber cuál es su deber, sino también realizarlo y esta realización ha de ser posible para que la acción por deber tenga sentido. Para ello tenemos que suponer que el mundo está hecho de manera tal que es posible realizar nuestro deber en él, pero, por definición, esta suposición no tiene ninguna garantía. Entonces debemos postular, como prácticamente necesaria, la armonía entre la moralidad y la naturaleza.

Pero la naturaleza no sólo es el mundo externo, sino también sus inclinaciones e impulsos que diseñan una agenda propia de fines que se contraponen a la voluntad pura y al cumplimiento del deber. Un agente moral real sabe que sus inclinaciones e impulsos (o sus proyectos puramente personales) pueden ser contrarios al deber moral. Este saber nos permite aislar el deber como el único motivo moral de la acción (si no hubiera tal contraposición, podríamos pensar, como los estoicos, que cumplir con el deber es aquello en lo que la felicidad consiste
[1]). Al mismo tiempo, el obstáculo que inclinaciones e impulsos representan para el cumplimiento del deber tiene que poder ser superado, sin que ello implique supresión de los mismos, lo que es imposible, ni tampoco completa conformidad de ellos a la moralidad (pues entonces ser virtuoso no costaría ningún sacrificio[2]). Es necesario, entonces, postular una armonía entre sensibilidad y moralidad, pero que de hecho no es efectiva, sino una tarea infinita, que nunca se acaba de realizar: la del constante perfeccionamiento moral de la sensibilidad del agente.

Ahora bien, el agente moral siempre actúa en circunstancias distintas: realizar el deber implica, entonces, realizar cada vez distintas acciones. Pero el agente moral orienta su acción solo para cumplir con su deber, no para realizar el contenido múltiple del mismo en cada caso
[3]. Que en cada caso el agente haya efectuado su deber no es algo que él pueda experimentar, no sólo porque no sabemos si el mundo, que tiene leyes normativamente indiferentes, permite esto, sino también porque es esencial a la moralidad que sólo la intención de cumplir con el deber sea lo que el agente debe tener en cuenta a la hora de actuar. Pero dado que es necesario postular la armonía de la moralidad con la naturaleza, habrá que postular también que cada acto singular, realizado con la intención de cumplir con el deber, es en sí mismo un deber determinado. Además, puesto que el agente sabe que su acción singular está siempre afectada por sus impulsos e inclinaciones, sabe también que su conciencia moral es imperfecta y contingente, es decir, no sabe si cada acto suyo es, efectivamente, un caso de acción por deber. Para enfrentar estos desajustes en la concepción que el agente moral tiene de sí y del mundo se postula otra conciencia, la de un legislador moral del mundo, que preserva estos buenos actos y lleva la cuenta, por así decir, para ver si con ellos el agente se ha hecho digno de la felicidad.

Según Hegel, entonces, la concepción moral del mundo implica dos proposiciones contrapuestas:
a) un agente moral real es aquél que actúa para realizar el deber en el mundo, pero éste no puede, por definición, tener lugar en él; entonces la conciencia moral se lo representa como algo que sí existe, pero sólo en el mundo del pensamiento.
b) Un agente moral real sabe que no es moralmente perfecto, sino más bien que no existe ninguna realidad moral; la perfecta unidad del deber y de la realidad es representada sólo en otra realidad (es decir, es representada fuera de este mundo). Pero lo meramente representado no es, de hecho, real.

Si vamos a hacer de la moralidad algo coherente, debemos estar dispuestos a dar el paso de unir ambas proposiciones: la que dice que hay una autoconsciencia moral real y la que dice que no hay ninguna: “es decir, hay una, pero solamente en la representación; o bien no hay ninguna, pero se la deja valer como tal por otra conciencia” (PhG. 452/Fen. 360).

Así se revelan las contradicciones de la concepción moral del mundo:
a) Según ésta, la moralidad y el mundo no concuerdan. Sin embargo, llevar a cabo una acción por deber es realizar el deber y, por tanto, hacer concordar la moralidad y el mundo. No sólo eso: en la acción el agente alcanza la satisfacción de haber realizado su fin, lo que, supuestamente, no podía lograr. En la acción singular el agente moral real muestra que la desarmonía entre la moralidad y el mundo no puede ser tomada en serio. O bien debe ser tomada tan en serio, que ninguna acción particular podría jamás lograr la coincidencia de moralidad y realidad. Pero si el deber no puede ser realizado, ¿para que actuar con arreglo a él en primer lugar? Y desde otro lado, si hay que tomar en serio el postulado de la concordancia entre moralidad y mundo, como el fin supremo de toda acción, ¿no sería ese un mundo en que la acción moral fuese superflua?
b) Las obligaciones que el agente reconoce como suyas son independientes de sus impulsos e inclinaciones. Pero las inclinaciones e impulsos no son otra cosa que la realización de la agencia singular. Y, además, en la acción moral, que es siempre la de un ser sensible, la conciencia moral que cumple el deber se realiza como impulso. Pero pensar que la acción moral realiza la concordancia entre conciencia y sensibilidad no es tomar en serio la moralidad, y la conciencia moral se prohíbe esta posibilidad desplazando la perfección moral de su sensibilidad al infinito. Pero esta movida muestra de inmediato que no se habla en serio de perfección tampoco. Entonces lo que le importa a la concepción moral del mundo es, precisamente, este estado intermedio: saberse como una conciencia moral imperfecta, que no puede aspirar a su realización. Pero si la conciencia moral es imperfecta, ¿cómo puede distinguirse de la conciencia inmoral? La observación, según la cual el agente inmoral alcanza su felicidad más frecuentemente que el agente moral, parece ser más bien la queja de un agente que no logra ser feliz y que encubre la envidia que le provoca la felicidad de los otros bajo el manto de la moralidad.
c) Estas representaciones de una moralidad irrealizable pero, al mismo tiempo compulsiva; en lucha con una sensibilidad que no puede superar; de imperfección que no se distingue de la inmoralidad y que busca en la idea de un legislador moral del mundo lo que le niega a su propio actuar –a saber, la producción de la concordancia entre moralidad y mundo, que realiza pero, al mismo tiempo, desconoce-; en suma, la oscilación entre considerar importante una cosa y luego la contraria muestra que el énfasis en la pureza moral no es sino hipocresía: hacerse pasar como lo que no se es.


II

A pesar de que esta exposición de la “concepción moral del mundo” alude a doctrinas y expresiones características de la teoría moral de Kant, creo que es justo decir que esta crítica no es devastadora para la teoría, simplemente porque atribuye a Kant posiciones que él no sostiene. Podemos ilustrar esto examinando, primero, el papel que desempeña la felicidad en la teoría moral kantiana.

Es cierto que Kant niega que la felicidad pueda orientarnos a la hora de decidir qué es lo que, en una circunstancia determinada, es moralmente correcto hacer. La razón de esto es relativamente simple: la relación entre el ideal de la felicidad y lo moralmente correcto es puramente contingente. Se puede ser feliz al hacer lo moralmente correcto, pero no se puede excluir la posibilidad de que hacer lo que es moralmente correcto pueda obstaculizar la felicidad del agente y que, en tal caso, prefiramos la felicidad al deber. Luego, el motivo determinante para hacer lo que es moralmente correcto no puede tener una relación puramente contingente con la moralidad. Según Kant, el único candidato que podría cumplir con semejante condición es algún principio no empírico, que tenga su origen en la razón pura. Este principio (vgr. actuar según el imperativo categórico), a diferencia del de la felicidad, nos permite tener un criterio, que es independiente del agente en cada caso, para determinar si acaso la máxima de nuestra acción es o no lo moralmente correcto. Como lo moralmente correcto es definido, precisamente, según este principio imparcial, la relación entre ambos es necesaria.

Pero que el principio de la moralidad y el de la felicidad sean distintos y que el primero tenga prioridad sobre el segundo no implica, como sugiere Hegel, que la moralidad deba concebirse como absolutamente contrapuesta a la felicidad, para luego, al momento de la acción moral, introducirla de contrabando. Cito a Kant:

“Pero la diferenciación del principio de la felicidad del de la Moralidad no es por ello inmediatamente una contraposición entre ambos, y la razón práctica pura no quiere que uno renuncie a toda pretensión a la felicidad, sino no considerarla en absoluto sólo cuando se trata del deber. Considerado de cierta manera puede incluso ser un deber preocuparse por la propia felicidad; en parte porque ella contiene medios para el cumplimiento del deber (entre los que se cuentan la habilidad, la salud, la riqueza), y en parte porque la carencia de felicidad (por ejemplo, la pobreza) contiene tentaciones para transgredir su deber. Sólo que promover la propia felicidad no puede ser nunca un deber inmediato, mucho menos el principio de todo deber”
[4].

Según esto, procurar la propia felicidad puede ser un deber moral, al menos indirectamente. Además, sugiere que hay un gran campo de acciones en las que la búsqueda de la propia felicidad es un fin perfectamente legítimo: el ámbito de lo que es moralmente permisible. Además hay otro campo en el que la búsqueda de la felicidad y la obediencia a los deberes morales compatibilizan bien, que es el ámbito de lo jurídicamente permitido. Pues dado que el derecho no atiende al principio de la acción (la máxima), sino a la acción misma, su única preocupación es que la acción sea conforme al deber, independientemente de la motivación que los agentes singulares tengan para hacer esto o lo otro. Tampoco en este ámbito, sin embargo, la felicidad es el supremo criterio: “El derecho es la limitación de la libertad de cada uno bajo la condición de la compatibilidad de ella con la libertad de cualquier otro”. Aquí el criterio para determinar el modo moralmente legítimo en el que cada uno debe perseguir su propia felicidad, es, precisamente, un criterio moral
[5].

De hecho, la propia doctrina del “bien supremo” confirma la preocupación constante de Kant por otorgarle a la felicidad un lugar positivo en su teoría. Esta doctrina tiene como fin hacerse cargo de la necesidad subjetiva del agente moral de estar contribuyendo, al actuar por deber, a la realización de un fin último, porque sin la representación de éste no podríamos darle sentido al conjunto de todas nuestras acciones. Kant rechaza, consistentemente, que la felicidad pueda desempeñar ese rol (la alternativa clásica) y propone, en su lugar, una versión del bien supremo en la que la felicidad queda ligada a, y subordinada por, la obediencia a la ley moral. El bien supremo, según Kant, es la concordancia entre la virtud, única condición bajo la cual podemos pensarnos como merecedores de la felicidad, y la propia felicidad. La doctrina niega, expresamente, que la representación de un fin determine objetivamente a la voluntad a hacer lo correcto, pues esto sólo puede hacerlo la conciencia del deber. Pero dado que la búsqueda del bien supremo es la contribución del agente a la construcción de un mundo moral –un mundo gobernado por las leyes de la libertad- y que la felicidad propia no es, directamente su objeto, la realización del mismo es para el sujeto un deber moral. A pesar de que los detalles de la doctrina no nos parezcan particularmente atractivos (vgr. que para que este fin sea posible hay que postular la existencia de Dios), la intención de Kant al postularla es clara.

En segundo lugar, es posible aplicar consideraciones similares a la idea según la cual sería contradictorio postular la coincidencia entre sensibilidad y conciencia moral, porque así se acabaría con la moralidad. Por lo pronto, la voluntad de un ser racional finito, según Kant, es moral porque, al ser consciente de que no siempre elige lo que la razón ordena, debe experimentar los mandatos de la razón como una coerción. Si no experimentara ninguna, entonces semejante voluntad sería santa, y no moral. Por tanto, la voluntad moral real es siempre una voluntad que requiere ser perfeccionada –a través del cultivo de la virtud- y nunca es, de suyo, una voluntad “perfecta”. Que aspire a la perfección, es decir, a la santidad, que para ella es inalcanzable, es efectivamente equivalente a sostener que la moralidad perfecta es un más allá de la conciencia moral. Pero eso no implica que la teoría kantiana sea hostil al intento de crear un “mundo moral”, en el que precisamente la oposición entre sensibilidad y razón sea superada. Es decir, simplemente no es cierto que la moralidad se caracterice de suyo por promover acciones únicamente realizadas por deber y contra las inclinaciones (a pesar de que la retórica de Kant muchas veces sugiera lo contrario). Podemos sentir placer al realizar lo que la razón exige de nosotros, aún cuando ese placer no pueda ser nunca el motivo apropiado para realizarlo, ni su ausencia sea un motivo para dejar de cumplir con el deber. Además, el plan de “perfeccionamiento” de la sensibilidad contempla fines más accesibles que la consecución del “bien supremo” (por ejemplo, buscar la propia perfección, cultivar nuestra sensibilidad visitando a los enfermos y ayudando a los pobres, con el fin de ser más receptivos a lo que la moralidad exige de nosotros
[6]).

Por último, tanto la doctrina del “bien supremo” como los postulados relativos a la libertad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios (que en ninguna parte de la obra de Kant tiene nada que ver con “deberes determinados”), aún siendo partes integrantes de la teoría moral del Kant histórico, no son una parte central de la teoría. Es decir, algún filósofo contemporáneo que quisiera reflexionar sobre la moral a partir de la teoría kantiana podría no tomar en cuenta estas doctrinas sin por ello perder gran cosa. Por tanto, si la “concepción moral del mundo” es, como suele suponerse, una crítica a Kant, entonces parece ser una crítica que no logra identificar los puntos verdaderamente centrales de la teoría que quiere criticar.

En suma, la “concepción moral del mundo” critica más bien un cierto posible kantianismo que al propio Kant.


III

Una vez despejado este asunto, debemos tratar de enmarcar la imagen de la agencia que nos proporciona la “concepción moral del mundo” en un cuadro más amplio, en el que podamos apreciar las razones que movieron a Hegel a construir esta figura del mundo espiritual con rasgos kantianos. Dicho de otra forma: ¿qué rasgo de la “concepción moral del mundo” le parece a Hegel especialmente problemático? ¿Puede relacionarse tal rasgo con la teoría kantiana de la moralidad?

Recordemos que la “concepción moral del mundo” es una cierta explicación de la agencia autoconsciente, que puede darle un sentido a la noción de libertad, entendida como autodeterminación. Es decir, cada agente singular puede llegar, reflexionando sobre la máxima de su acción singular, a principios generales de acción, válidos para cualquier agente, a partir de los cuales determinar qué es lo que debe hacer en cada caso. Estos principios generales son, por así decirlo, legislados por él mismo y por ello, al cumplir con su deber, el agente sólo se está obedeciendo a sí mismo. El agente singular reflexivo se sabe, pues, y es, voluntad universal legisladora. Ningún elemento extraño (la naturaleza externa e interna) puede tener una influencia normativa sobre él. Sin embargo, al mismo tiempo, el agente es un individuo sujeto a las leyes normativamente indiferentes de la naturaleza en general. Esta circunstancia es la razón por la que, pese a no tener peso normativo, la naturaleza externa e interna deba ser tomada en cuenta, al menos negativamente, cuando se trata del deber (por ejemplo, como consideraciones de las que hay que abstraer o como consideraciones que el agente ha permitido que influyan en la máxima de su acción, en desmedro de lo que el deber exige de él)
[7].

Creo que esta formulación es bastante justa con algunos pronunciamientos de Kant en torno a la metafísica del agente moral, es decir, los relativos a la total determinación causal a la que el ser humano, en tanto fenómeno o parte de la naturaleza, está sometido, versus la total (auto)determinación racional del hombre, en cuanto noúmeno, en cuanto miembro de un mundo inteligible gobernado sólo por las leyes de la causalidad de la libertad. Que podamos considerar al agente desde esta doble perspectiva no es simplemente un asunto cosmológico, sino que está directamente relacionado con la posibilidad que el agente tiene de ser el autor de sus acciones. Pues precisamente por los actos en los que el agente podría reconocer su autoría son por los que lo hacemos totalmente responsable. No podemos responsabilizar a un agente, sostiene Kant, por las inclinaciones e impulsos que ocurre que tenga, pues son un elemento natural, extraño a su libertad, pero sí podemos hacerlo cuando permite que estos determinen, contra lo que la razón ordena, la política que rige su acción.

Esta doble perspectiva, cuyo sentido reside, precisamente, en el dualismo presupuesto de libertad/determinación, es perfectamente compatible con un sentido negativo de autodeterminación (entendida como capacidad de resistir o negar la determinación natural, extraña, del agente), pero no es compatible con un sentido positivo de autodeterminación (la posibilidad de reconocer mi agencia en mis actos). Es decir, la determinación autónoma de lo que no debo hacer es perfectamente compatible con que las leyes de la naturaleza no hagan posible que reconozca en mis actos la realización del deber que me he propuesto cumplir. Si yo asumo como máxima de mi acción no prometer en falso, nada en la naturaleza puede forzarme a hacerlo, a menos que yo mismo le haga lugar en mis máximas a propósitos contrarios. Pero no prometer en falso es, simplemente, refrenarse de actuar de cierta manera y las leyes normativamente indiferentes de la naturaleza no pueden impedir que yo, simplemente, no actúe. Pero si es mi deber promover los fines moralmente permisibles de alguna otra persona, por ejemplo a través de la caridad o la participación ciudadana, es perfectamente posible que “el curso del mundo” tuerza mi acción y yo no pueda reconocer mi agencia en mis actos. Como ya vimos, no podemos suponer que un agente sea sistemáticamente indiferente a la eficacia de su acción, pues a larga no tendría ningún sentido para él actuar como la razón ordena. Y simplemente refrenarse de actuar, como en el caso de máximas impermisibles, no implica ninguna eficacia de mi acción. Vimos también que ésta es la razón que mueve a Kant a postular la doctrina del bien supremo. Las consecuencias contradictorias que Hegel le achaca a la concepción moral del mundo tienen que ver precisamente con que si la teoría no puede excluir la pérdida sistemática del sentido que tendría para el agente singular hacer lo que la razón ordena, entonces la teoría socava precisamente la posibilidad para sostener la cual fue formulada, a saber: que la razón pueda, por sí misma, ser práctica. Como es característico en Hegel, el problema tiene menos que ver con “cómo son las cosas en realidad” que con el modo en que los agentes se conciben a sí mismos y a su relación con el mundo, es decir, tiene que ver con el dualismo pre-supuesto. Si Ud. no concibe el mundo en términos dualistas, entonces se acaba el problema. Si esto es correcto, entonces la acusación de Hegel es menos burda, de mayores alcances y también más justa con Kant: el dualismo, que sí forma parte central de la filosofía kantiana, socava la posibilidad de que la razón sea, ella misma, práctica.

Creo que algo análogo puede decirse del dualismo sensibilidad/razón, aunque a primera vista las cosas debieran ser distintas. Pues a diferencia de la naturaleza externa, la naturaleza interna no está totalmente fuera de nuestro control. No podemos garantizar la realización de nuestros fines en el mundo, pero siempre podemos resistir nuestros impulsos o dejarnos llevar por ellos. Así lo presupone la práctica cotidiana de atribuirnos intenciones y culpas y la práctica judicial de determinar responsabilidades. Esta misma idea está expresada en la distinción que Kant hace entre una “voluntad” patológicamente necesitada por los estímulos sensibles y otra voluntad que, afectada por la sensibilidad, no es patológicamente necesitada por ella. La primera correspondería a los animales (el arbitrium brutum), la segunda a los seres humanos (arbitrium liberum), precisamente porque estos últimos pueden actuar de acuerdo a razones
[8]. La libertad de los seres humanos, así entendida, es perfectamente compatible con algún tipo de “determinismo naturalista”, pues por sí misma no implica el dualismo libertad/determinación del que hablábamos antes. Pero Kant, no conforme con esta “libertad práctica”, insiste en la idea de una “libertad trascendental” -i.e. una causalidad espontánea[9]-, porque pensaba que la libertad práctica no bastaba para dar cuenta de los rasgos esenciales de la moralidad, a saber: la conciencia de estar sometido a una obligación incondicional, cuya autoridad, en consecuencia, no puede ser cuestionada por ninguna consideración basada en rasgos contingentes del agente y cuya validez es tanto universal como objetiva[10]. Esta concepción de la moralidad es lo que lleva a Kant a considerar indispensable la libertad trascendental en materias prácticas, pues siempre debe ser posible para nosotros cumplir con esta obligación.

Es precisamente el modo en el que Kant concibe la moralidad lo que convierte la distinción entre sensibilidad y razón en una parte subordinada del dualismo libertad/determinación. La consecuencia propiamente práctica de esta movida conceptual es convertir, por un lado, la virtud en un sacrificio, pues la disposición de obedecer siempre a la ley moral no puede realizarse sin tener que posponer, eventualmente, la satisfacción de nuestros impulsos e inclinaciones, y convertir a estos, por otro, en eventuales obstáculos para el cumplimiento de la ley moral. Esta imagen de la sensibilidad como algo extraño al sujeto autónomo y como obstáculo para la moralidad, aunque no expresa la opinión considerada de Kant, como ya he argüido, sugiere poderosamente la idea de una escisión –no, simplemente la de una distinción- entre un agente puramente racional, que actúa sólo por razones imparciales (digamos, yo, en tanto miembro de un “mundo inteligible” gobernado por la sola razón, lo que Kant llama el “auténtico sí mismo”
[11]), y un agente imperfectamente racional (digamos, yo, en tanto ser humano, fenómeno de ese sí mismo verdadero) que tiene razones para actuar, en las que sí están comprometidos mis impulsos e inclinaciones. Si me concibo, en tanto agente, según las alternativas esbozadas por esta dicotomía, podría identificarme con los fines y acciones que realizan mi autonomía, pero nunca podría identificar el ejercicio de la misma como un proyecto en el que esté involucrado mi propio interés. Y ninguna acción puede ser mía si yo no estoy interesado en su realización. Sin duda la distinción de Kant entre un interés patológico en el fin de la acción y un interés puramente racional en la misma trata de hacerse cargo de ese problema. Pero esto hace surgir de nuevo el punto tras el cual parece estar Hegel: que bajo presupuestos estrictamente dualistas se dificulta la posibilidad de que la razón sea, por sí misma, práctica.

Hegel cree que el proyecto de demostrar que la razón sea por sí misma práctica es viable (si no creyese esto, no criticaría a Kant por las razones que aquí le hemos atribuido) Si esto es correcto, entonces el desacuerdo de Hegel con la versión dualista de la moral tiene que ver centralmente con que tal concepción socava la autoridad que la razón puede reclamar sobre el agente, pues no le permite reafirmar, por medio de su acción en el mundo, el sentido de su propia libertad. Además, la presuposición dualista proporciona un estándar externo al propio espíritu, que presuntamente fija, de una vez y para siempre, qué es “interno” a nuestra agencia y qué es “externo”: en el caso de la “concepción moral del mundo” la realidad (natural y social), la sensibilidad (impulsos, inclinaciones, proyectos personales) y los deberes que tienen un contenido determinado, son “externas” a nuestra agencia. Por ello esta concepción parece excluir la posibilidad de una realidad éticamente ordenada (la comunidad política), que es obra eficaz de todos y cada uno de los agentes singulares; la de una sensibilidad “purificada y elevada”, por medio de la socialización en instituciones racionales, desde su cruda naturalidad hasta ser la forma en que lo ético está en el sujeto, como contenido suyo; la de deberes determinados por los roles que los agentes juegan en una comunidad racionalmente estructurada (los deberes que adquirimos como esposo y esposa, padre y madre; las múltiples expectativas con las que tenemos que cumplir cuando buscamos individualmente nuestra felicidad, y los deberes que tenemos como ciudadanos del estado, como miembros de una comunidad religiosa o como filósofos). Hegel cree poder mostrar, en parte en la Fenomenología, en parte en la Enciclopedia y la Filosofía del derecho por qué semejantes fines no pueden ser considerados como “externos” a nuestra agencia. Sólo para mencionar un ejemplo: podemos redescribir la sensibilidad como la mera forma en la cual un contenido cualquiera (cierto fin racional, digamos) se convierte en un contenido del sujeto, en cuya realización él tiene interés personal y en la cual puede, al mismo tiempo, reconocer su autoría. Para ello la sensibilidad debe poder ser “purificada y elevada” desde la mera necesidad natural hasta ser capaz de tener por contenido los deberes éticos objetivos
[12]. Hacer esto no implica aceptar que la sensibilidad sea, de suyo, racional, “interior” a la agencia. Basta con mostrar que puede ser racionalizada e interiorizada. Pero para esto hay que abandonar el dualismo.


[1] Crp., “De la dialéctica de la razón pura en la determinación del concepto de bien supremo”, p. 239.
[2] Gemeinspruch, p. 131.
[3] Pongamos por caso que es deber de todo agente racional finito promover los fines moralmente permisibles de los demás agentes: así, yo cumplo mi deber cuando doy una limosna, pago mis impuestos o participo en una asociación cuyo fin es promover el mejoramiento de la calidad de la educación. Pero siempre puedo preguntarme si acaso tengo la obligación moral de dar limosnas, o pagar mis impuestos o promover el mejoramiento de la calidad de la educación, pues bien puede ser que cualquiera de esas cosas, en determinadas circunstancias produzcan lo contrario de lo que pretenden y de hecho no contribuyan a la promoción de los fines permisibles de otros: dar limosnas puede, por ejemplo, fomentar la falta de laboriosidad del beneficiado, lo que impide que él mismo desarrolle su capacidad para perseguir sus propios fines; pagar mis impuestos puede darle recursos a un Estado en el que el gasto social está mal focalizado y que, en lugar de mejorar la igualdad de oportunidades la empeore, mientras que la promoción de la calidad de la educación puede desembocar en la redistribución de recursos escasos a escuelas que no son efectivas.
[4] Krp, 217 s. Considérese también este texto, extraído del Gemeinspruch: “Yo he denominado a la moral, provisional e introductoriamente, una ciencia que enseña no cómo ser felices, sino cómo debemos hacernos dignos de la felicidad. En ese momento no dejé de hacer notar que de este modo no se le exige al ser humano que deba renunciar a su finalidad natural, la felicidad, cuando se trata de cumplir con el deber, pues eso no puede hacerlo él ni en general ningún otro ser racional finito, sino que debe hacer completa abstracción de esa consideración cuando aparece el mandato del deber: él no debe hacer de la felicidad en ningún caso la condición para el cumplimiento de la ley que le es prescrita por la razón; es más, él debe tratar de hacerse consciente, tanto como le sea posible, de que ninguno de los motivos que de ahí pudieran derivarse se mezcle inadvertidamente con la determinación del deber. Y esto es producido por medio de que el deber se representa asociado con el sacrificio que cuesta observarlo (la virtud), antes que con las ventajas que pueda procurarnos, para representarse el mandato del deber en toda su dignidad, que exige obediencia incondicional de modo autosuficiente y sin necesitar ninguna otra influencia. Über den Gemeinspruch, Band VI, p. 131. Las traducciones son mías.
[5] Gemeinspruch, 144 s.
[6] Kant desarrolla esta propuesta, como es sabido, en su Tugendlehre, donde propone que hay ciertos fines que
estamos moralmente obligados a perseguir: la propia perfección moral y la felicidad de los demás. Sobre este último, dice Kant que tengo el deber de hacer de los fines permisibles de los otros mis propios fines. Metaphysiche Anfangsgründe der Tugendlehre, B. IV, p. 517 s.
[7] Cfr. Grundlegung, pp. 94 s.
[8] Crítica de la razón pura, “Solución de la tercera antinomia” (A 534/B 562) y “Canon de la razón pura” (A 802/B 830).
[9] Cfr. Kritik der reinen Vernunft, A 533/B 561.
[10] Para una breve pero informativa discusión de este rasgo de la noción kantiana de libertad comparada con una versión compatibilista contemporánea, véase, Horstmann, Rolf-Peter: “Welche Freiheit braucht Moral? Kant und Dennett über freien Willen”, en Horstmann, Bausteine kritischer Philosophie, Philo, Bodenheim, 1997, pp. 201 – 221.
[11] “…dado que él mismo [en el mundo inteligible], en tanto inteligencia, es el auténtico sí mismo (en tanto ser humano, en cambio, sólo el fenómeno de sí mismo)” Grundlegung, p. 95.
[12] “A los impulsos y pasiones se les opone, por un lado, la sosa fantasía de una felicidad natural en la que se alcanzaría la satisfacción de las necesidades sin la actividad del sujeto que produce la adecuación de la existencia inmediata y las determinaciones interiores del sujeto. Por otro lado, se opone a los impulsos y pasiones el deber por el deber de modo enteramente general, o sea, la moralidad. Pero impulso y pasión no son otra cosa que la vitalidad del sujeto con arreglo a la cual este mismo sujeto está en su fin y en su ejecución. Lo ético concierne al contenido que, en cuanto tal, es lo universal (algo inactivo) y que tiene en el sujeto aquello que lo activa; que el contenido sea inmanente al sujeto es el interés, y cuando éste absorbe la entera subjetividad eficaz es la pasión”. Enciclopedia, Nota al § 475.

martes, 6 de noviembre de 2007

Hegel, pensador de la actualidad

Coloquio “Hegel, pensador de la actualidad”
Universidad Diego Portales
5 - 7 de Septiembre de 2007

La Filosofía de la Naturaleza en la Fenomenología del Espíritu
Carlos Pérez Soto, Profesor de Estado en Física

1. En uno de sus muchos reveladores comentarios a su traducción de la Fenomenología, Manuel Jiménez Redondo dice, a propósito de la sección Percepción, El presente cap. II, junto con el cap. III y el cap. V, A, suele contar entre los capítulos más difíciles o en todo caso entre los capítulos más enigmáticos de la Fenomenología del Espíritu. No resulta fácil entender a qué viene este capítulo después del cap. I” (1)

Ramón Valls Plana, al comentar la Razón Observadora, habiendo escogido ya una perspectiva determinada para leer la Fenomenología, nos dice “La actividad observadora asciende desde lo anorgánico a lo orgánico. Vamos a dar de manera muy compendiosa el resumen de lo que Hegel escribe a este propósito. Se trata de una de las partes más aburridas de la Fenomenología y no tiene un interés directo para nuestro tema. Además la exposición hegeliana está muy ligada a la ciencia de su tiempo. No faltan, sin embargo, observaciones interesantes que tienen todavía hoy su vigencia para una crítica de las ciencias positivas.” (2)

En su notable biografía de Hegel, Terry Pinkard resume de manera drástica lo que parece ser una opinión muy común, tanto entre los detractores como entre los simpatizantes de la filosofía hegeliana “Aunque invirtió mucho tiempo y esfuerzo en desarrollar su ‘filosofía de la naturaleza’, esta fue sin embargo la menos afortunada de sus aventuras. Ignorada por la mayoría de sus contemporáneos (pese a la sobresaliente posición intelectual de quien la había concebido), quedó desacreditada inmediatamente después de su muerte, y desde entonces a penas ha merecido interés fuera del contexto de la investigación especializada en temas hegelianos”. No puede evitar, sin embargo, aclarar en seguida “Hegel pensaba, sin embargo, que la ‘filosofía de la naturaleza’ era clave en su proyecto total. Si se quería ofrecer una visión global del mundo moderno, había que dar una explicación del fenómeno de la presencia del ser humano, en tanto que agente libre, dentro del mundo natural descrito y explicado por la ciencia moderna”. (3)

El asunto, directamente, es cómo entender la idea “orgánica” que Hegel propone de lo real. Cómo entender sus críticas al mecanicismo, que no se limitan a afirmar la presencia de la libertad en un entorno natural, por ejemplo, meramente afirmando que al menos no es contradictoria con la necesidad de las leyes naturales, y procediendo luego a postularla como una condición de la posibilidad de la moralidad, sino que avanzan directamente sobre el carácter que se le ha atribuido a las leyes naturales mismas, intentando mostrar que la posibilidad de la libertad reside en la índole misma del Ser, por lo que se hace como mínimo innecesario hacerla objeto de un mero postulado abstracto, sin contar con las dramáticas consecuencias que la abstracción de ese postulado pueda significar. (4)

O, también, cómo entender los trabajosos razonamientos que Hegel dedica a la relación entre las múltiples propiedades, la cosa y la coseidad, o los que dedica a las características de lo que llama “fuerza”, al desdoblamiento de la fuerza y su relación con la ley, o la extensa exposición que hace de los límites de la Razón Observadora. Cómo entender que sostenga, aunque en esta idea la conciencia se comporte como el orinar, que el espíritu debe ser como mínimo un hueso. Cómo entender una razón que es constitutivamente apetente, o la idea de que la libertad es inseparable de la posibilidad del mal, o Dios inseparable de la historia humana. En fin, cómo entender que “todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también, y en la misma medida, como sujeto”. (5)

Sostengo que comprender lo que Hegel propone en la Fenomenología del Espíritu requiere situarse en un determinado modo de la operación del pensamiento, históricamente determinado, sin el cual sus tesis resultan, en su fundamento, inverosímiles, y sus afirmaciones sólo se hacen plausibles atribuyéndoles un carácter metafórico que, descifrada la metáfora, las haría asimilables a lo que ya, desde otras perspectivas, pensamos sobre los problemas en cuestión.

Sostengo que entender la filosofía de la naturaleza hegeliana, y considerar sus pronunciamientos sin metáfora, tal como él los consigna, puede contribuir a esclarecer ese fundamento, y a considerar sus ideas sobre la sociedad, la libertad, la historia humana, de un modo sustancialmente más cercano a sus propias pretensiones e, indirectamente, a nuestros propios problemas.


2. En la Fenomenología se relata el aparecer del Espíritu ante sí mismo hasta culminar en la posibilidad del Saber Absoluto, es decir, la posibilidad teórica e histórica de una cabal experiencia de su Autoconciencia, de la libertad que lo constituye.

Sin embargo, en un aparente círculo que es característico del sistema hegeliano, ese relato, como conjunto, sólo puede ser verosímil para los ciudadanos concretos si han consumado en ellos la experiencia efectiva de la que el texto, en el plano de la mera teoría, dice surgir. Y esa experiencia efectiva, podemos imaginar, pasaría al menos por una monarquía constitucional, por la autonomía efectiva de la sociedad civil congregada en el marco de un Estado de Derecho humanizado por el cristianismo, humanizado y secularizado a su vez por su interpretación luterana.

No es difícil notar, por lo tanto, que quizás haya una cierta distancia entre lo que este búho de Minerva sostiene, en el crepúsculo del amanecer, y lo que los ciudadanos de su tiempo, y aún de los nuestros, podrían considerar como “verosímil”.

El aparecer del Espíritu “para nosotros” no es, ciertamente, el mismo que el aparecer “para la consciencia natural”, al menos en su estado presente. La “verosimilitud” marca esta diferencia. Marca el contraste entre el aparecer de la experiencia de la consciencia natural para ella misma, respecto del aparecer del Espíritu para la consciencia filosófica que considera, filosóficamente, la experiencia de esa consciencia natural.

Pero la “verosimilitud” es una experiencia históricamente arraigada. Es el aparecer de la operación del pensar ante el pensar efectivo. Lo que el pensamiento no ve, ni puede ver, de sí mismo, su operar, aparece en sus productos como el eco que es el sentimiento de lo verosímil. Lo obvio, lo que todo el mundo dice, esas cosas que hemos aprendido sin que nadie nos las enseñe explícitamente, aquello sobre lo cual no es necesario dar explicaciones, tiene su raíz en la operación del pensar.

Quizás fue Kant el primero que concibió la operación del pensar como algo más que comparación y cálculo. Las funciones que constituyen a la facultad de conocer, como actividades de la razón, ponen en el saber el orden, la forma, que hace posible aprehender los objetos como tales. En Hegel estas operaciones son algo más que funciones formales, epistemológicas. Son operaciones de la razón sustantiva misma, describen el hacerse Ser del objeto.

Sostengo que, consideradas de manera epistemológica, esta interpretación sustantiva de las funciones de la razón, permite describir la operación del pensar que, de manera cambiante, históricamente, establece los límites de lo pensable y lo no pensable. Establece el horizonte de verosimilitud bajo el cual podemos pensar, o declarar impensables, ideas o proposiciones determinadas.

Bajo esta premisa, entonces, lo que propongo es que la filosofía de la naturaleza hegeliana y, con ella, el fondo sustantivo de los planteamientos de Hegel, podría ser inverosímil para la operación del pensar moderno. Y que esa inverosimilitud podría conducir o a su rechazo radical, en los términos en que lo hace, por ejemplo, Popper o Russell, o a su traducción a algún modelo de verosimilitud que, por la vía de declarar metafóricos algunos de sus pronunciamientos directos, procure hacerlo “entendibles al lector actual”. Es el caso de Walter Kaufmann, John N. Findlay y, frecuentemente, Stephen Houlgate. (6)

Para vislumbrar la dificultad pensemos, por ejemplo, en los siguientes pronunciamientos directos de Hegel. “El Ser, lo inmediato, indeterminado, es en realidad la Nada, ni más ni menos que la Nada”. “La Nada es... en general la misma cosa que es el puro Ser”. Ambos en la Ciencia de la Lógica. O, también, “La fuerza como tal o como fuerza repelida hacia sí es, según esto, para sí como un uno excluyente para el que el despliegue de las materias es otra esencia subsistente, con lo que se establecen dos lados independientes. Pero la fuerza es también el todo, o sigue siendo lo que es con arreglo a su concepto; lo que vale decir que estas diferencias siguen siendo puras formas, momentos superficiales que van desapareciendo”. (7)

3. Para la operación moderna del pensar el Ser es una entidad mecánica, en que impera la exterioridad, la inercia, el atomismo. Una entidad que es exterior a la Nada, que es pensada como mero vacío, como una suerte de “alrededor” del Ser. Lo que Es no posee por sí mismo la capacidad de “tender”, de moverse. Todo movimiento, toda acción, resulta de una interacción. La cantidad de movimiento que se intercambia en ellas es constante. De la Nada, pensada como lo contrario simple del Ser, no puede surgir Nada. Y también, del reposo, pensado como lo contrario simple del movimiento, no puede surgir movimiento alguno.

Cuando se piensa el Ser bajo esta figura de simple Ser no es difícil concluir que no puede haber en él tensión intrínseca, o polaridad o, incluso, cualidades. Lo que Es está distribuido en una colección de entidades idénticas, exteriores entre sí, exteriores a las interacciones que los afectan, exteriores incluso a las relaciones que pueden establecer (o no).

Estas entidades serían exteriores también al espacio y tiempo en que transitan. Ambos son perfectamente pensables sin contenido y, a su vez, este contenido es perfectamente pensable sin movimiento. El espacio tiempo vacío, o la materia completamente en reposo, no son desde luego, realidades empíricas. Lo notable aquí es que, aunque no lo sean, no resultan en absoluto “inverosímiles”. Pueden ser pensadas sin dificultad.

Una perfecta anterioridad rige a estas entidades: espacio, tiempo materia y movimiento. Es pensable el espacio y el tiempo sin materia, no es pensable el movimiento sin materia, o la materia sin un espacio y tiempo que la contenga. Una anterioridad análoga rige de manera rígida a la idea de relación. Puede haber términos sin relación, nos parece de inmediato inverosímil, en cambio, que haya relaciones sin términos, relaciones que no relacionan Nada.

La universalidad sólo puede ser pensada como homogénea, la totalidad sólo puede ser pensada como colección, el deseo como ficción psicológica con objetos naturales, o meramente vacío, mero desear el acto de desear.

Se podría decir que, con estas exterioridades y anterioridades, la modernidad ha reducido el devenir clásico presente, por ejemplo, en Aristóteles, a movimiento y, también, ha reducido toda idea de movimiento a la de desplazamiento.

Esta concepción mecánica del mundo tiene, desde luego, enormes consecuencias. Hace que el pensamiento moderno tenga dificultades sistemáticas para conceptualizar el cambio cualitativo, y se vea obligada a intentar reducirlo a cambio meramente cuantitativo. Hace que tenga dificultades sistemáticas con la complejidad efectiva, fuertemente no lineal, e intente una y otra vez reducirla a términos separables, cuyas complicaciones se deben más bien al número de términos y relaciones implicadas que a la cualidad de las relaciones que los afectan. Hace que tenga dificultades sistemáticas para entender incluso las mismas cualidades físicas como la masa, la carga eléctrica, el magnetismo, las que han oscilado desde las brumas de las nociones clásicas de campo hasta la mera despreocupación matemática y descriptiva, que cree resolver el asunto sustantivo simplemente omitiendo pronunciarse sobre él, y hasta las nuevas concepciones cuánticas de campo, que combinan las dos impotencias anteriores. O que incurra en la idea de lo infinito pensado como mera acumulación, y la relación pensada como interacción subyacente, que llevan a buscar, sucesivamente y sin fin, niveles atómicos, sub atómicos y sub sub atómicos que expliquen las apariencias.

En términos filosóficos, sin embargo, las dificultades son aún mayores. La concepción mecánica del mundo afecta a la posibilidad de pensar nociones como las de sujeto, conciencia y, sobre todo, libertad. El sujeto pensado como cosa nunca pudo dar cuenta de las complejidades de la subjetividad humana, como lo atestiguan hasta hoy las discusiones en trono a la eventual relación entre cuerpo y mente, o la superstición psiquiátrica, que insiste en atribuir toda clase de rasgos subjetivos a mecanismos meramente neurofisiológicos.

La consciencia, pensada como mera abstracción o capacidad de cálculo, no logra dar cuenta de la relación entre pensamiento y realidad, entre memoria y pasado efectivo, o entre lo que los clásicos llamaron pasiones del alma y las necesidades de una ética realmente universal, que no se hunda en el hedonismo y el particularismo.

Pero, sobre todo, la dificultad de pensar la libertad como algo más que mero azar, o mera carencia de ley. De ley civil, por cierto, pues esta misma concepción impide pensar al ciudadano como algo que esté más allá de la acción de la ley natural, exterior, dada, que lo rige sin más. Incluso, en el filósofo de la libertad que pudo ser Kant, estas imposibilidades llevan a mostrar, de manera defensiva, que al menos pensar la libertad no es contradictorio con sostener la necesidad de las leyes naturales, pero que a la hora de afirmarla de manera sustantiva, no encuentre otra opción consistente que la de postularla como principio indemostrable.

La concepción mecánica del mundo, fue convertida en instituciones y en la “verdad oficial” de la enseñanza en colegios y universidades por los filósofos de la Ilustración en el poder. Generaciones y generaciones de maestros y hombres razonables la han convertido en el centro de nuestro sentido común. O, también, en el horizonte de lo que podemos pensar como verosímil.

4.- La filosofía de la naturaleza no puede ser sino un conjunto de atribuciones sobre lo real. Pensamos bajo estos rasgos que atribuimos y constatamos luego si resultan apropiados para lo que experimentamos o, incluso, para lo que nos interesa experimentar. Los científicos de los siglos XVII y XVIII tuvieron el buen sentido de llamar “filosofía de la naturaleza” a sus especulaciones, apoyadas de manera muy variable por evidencias experimentales, que consideraron, en todo caso, como controvertibles.

En realidad el delirio de llamar “ciencia” a las especulaciones sobre la naturaleza, e incluso a las teorías, notoriamente más especulativas, sobre el hombre y la sociedad, con la pretensión de que sus enunciados tendrían algo así como apoyo experimental demostrativo, es una costumbre que aparece sólo a mediados del siglo XIX.

Consideradas de manera histórica, las ideas que he expuesto como propias de la operación moderna del pensar, fueron defendidas explícitamente en los siglos XVII y XVIII por científicos de mentalidad filosófica (la gran mayoría lo era) como Leonard Euler, John Priestley, Benjamin Franklin o Jean Baptiste Lamark. Naturalistas como Albrecht von Haller o filósofos como Fichte y Schelling, o en sus obras como naturalista Wolfgang von Goethe propusieron diversas críticas contra sus ideas. El asunto, muy por debajo de las pretensiones de que se puede demostrar experimentalmente esto o aquello, tiene que ver con el modo en que es pensada la realidad misma. Un ámbito que, desde luego, no puede ser resuelto de manera experimental sin incurrir en toda clase de círculos argumentales.

La filosofía de la naturaleza entonces no sólo no puede ser desplazada por la ciencia, sino que permanentemente, hasta hoy, es plenamente necesaria para su fundamentación. No es otra cosa la que ocurre en las ideas einsteniana de que se puede pensar el espacio tiempo como una totalidad dinámica, que produce a la materia, que es inseparable del movimiento. No es otra cosa la que ocurre con los dramas del gato de Schödinger, o las variables ocultas defendidas por David Bohm, en física cuántica.

Los argumentos en el ámbito de la filosofía de la naturaleza no pueden ser sino los que son típicos de la filosofía en general. Desde luego una concepción filosófica no puede se demostrada, o probada empíricamente. Por supuesto no puede ser falseada según los mandamientos formalistas de Popper, o de la lógica.

La historia de la filosofía e, incluso, la simple moderación, nos obligan a reconocer que una concepción filosófica se sostiene en la medida en que posee una cierta coherencia interna, y en la medida en que resulta significativa para los problemas que enfrentamos. Para un cierto tipo de problemas que, al menos para los intelectuales, son trascendentes y profundos. Problemas que en Falabella o Almacenes París pueden parecer algo pretensiosos, como qué clase de cosa es el Ser, qué cosas se pueden tener como verdaderas, bajo qué condiciones es posible la libertad, o cuál es el sentido de la vida, pero que, quizás debido al desempleo, o justamente porque hemos encontrado empleo en ello, hemos llegado a considerar, no sin cierta pedantería, como cruciales y perentorios.

5. La filosofía de la naturaleza que se puede encontrar en Hegel tiene su raíz en su concepción en torno a qué clase de entidad es el Ser en general. Esto significa que el lugar propio en que habría que buscarla no es sino la Ciencia de la Lógica, más que en lo que formalmente ha escrito bajo ese nombre, que es más bien un resultado que un fundamento. El fundamento está en lo que Hegel escribe allí sobre la relación entre el Ser y la Nada.

Para la modernidad la Nada es simple no Ser, exterior, no referido, vacío no sólo de movimiento y cosas sino también de espacio y tiempo. A pesar del rigor de esta abstracción, cuando la operación moderna del pensar la imagina la asimila simplemente al vacío de cosas, es decir, a lo que llama de manera inmediata “vacío”. Este gesto es importante, no sólo porque revela que el Ser es pensado como cosa sino porque permite la metáfora espacial, por cierto impropia, de la Nada como algo “fuera del Ser”.

Así la Nada es pensada como hueco “entre” lo que es, o como periferia “más allá” de lo que Es. La metáfora espacial impera también cuando se habla de la Nada en sentido existencial, referida a la subjetividad. La Nada como “más allá” del sentido, la Nada que es la muerte como “más allá” de la vida, o el sin sentido intersticial, que irrumpe como acontecimiento, como hiato, “entre”, la continuidad de la experiencia.

Desde su primera sección Hegel pone en juego en su Ciencia de la Lógica (8) un punto de partida completamente distinto: la Nada en el Ser, la Nada como algo del Ser. De una manera provocativa, propone una radical equivalencia entre Nada y Ser: el Ser es lo mismo que la Nada, la Nada es lo mismo que el Ser. Mucho más adelante, en el Libro Segundo, La Doctrina de la Esencia, se llega a entender que esta equivalencia es la forma todavía exterior de otra, que es su forma lógica pura: la identidad de la identidad y la no identidad.

¿Qué es lo que la Nada pone en el Ser que no esté en el concepto moderno de Ser?: el devenir, el carácter orgánico. La Nada es en el Ser la tensión que hace posible que se haga otro de sí mismo desde sí mismo. La Nada es la tensión. Pero no en el sentido de que haya tensión en el Ser sino en el sentido, más extraño, de que esa tensión es ella misma el Ser. Por eso Ser y Nada son equivalentes y Hegel puede llamar devenir a esa equivalencia.

El Ser así, desde el punto de partida, no es un ente quieto, donde impera lo común y lo constante, ni es un ámbito de entidades discretas, en que impera la exterioridad. Hegel ha ontologizado la dinamicidad orgánica, es decir, ha puesto como Ser una actividad dinámica que no es un mero movimiento de entidades inertes sino tensión interna que se hace constantemente otra de sí. Hegel ha pensado al Ser como actividad, no como cosa. No una cosa que actúa sino una actividad que produce a las cosas o, mejor, que se expresa (9) como cosas en el ámbito inmediato y particular, sin ser él mismo y por sí esas cosas.

Para poder pensar esto es necesario que esa actividad sea universal, es decir, no la actividad de llegar a ser árbol un árbol, llegar a ser mar un lago, o adulto un niño, sino que la actividad pura y en general que hace que todo lo que aparece como particular Sea. Esto es lo extraño y probablemente lo difícil de captar: la idea de actividad misma, constituyente.

Pero esto requiere también pensar al Ser como totalidad, no como conjunto o colección, sino como interioridad pura respecto de la cual no hay exterioridad abstracta, separada. Interioridad en la cual toda exterioridad es referida. No sólo todo exterior es exterior de algo, también: todo exterior no es sino lo mismo exteriorizado. Se trata de la actividad universal que es todo el Ser a la vez, respecto de la cual no Ser es un momento, el momento de tensión, respecto del cual todo particular es un momento.

Se trata también de una actividad en que los particulares son efectivos y reales, no “momentos” en el sentido coloquial de evanescentes, precarios o aparentes, sino en el sentido lógico de Ser la Nada en que la pura actividad se actualiza y, externamente, Es. Lo particular es la nulidad del acto de Ser, el momento en que el Ser deja de ser sólo acto y resulta ser un Ser efectivo. Esa efectividad de lo particular es al mismo tiempo su realidad y su carácter nulo respecto de la movilidad pura.

Pero si la realidad, la efectividad, de lo particular es sólo la de ser el momento nulo del acto de Ser, el momento quieto, y si la fragilidad de ese momento proviene simplemente de la continuidad de la tensión que es la Nada, lo que se obtiene es el devenir simple, el devenir aristotélico, con sus parsimoniosos pasos de la potencia al acto o de lo actual a la entelequia, o de lo dado hacia su fin.

No es este “tranquilo devenir” el que interesa a Hegel. Es por eso que la figura del devenir ocupa apenas las dos primeras páginas de la Ciencia de la Lógica, y se despliega en todos sus matices sólo en el Libro Primero. Lo que interesa a Hegel es un devenir convulsionado y enemigo de sí mismo. Sólo ese le parece apropiado para ser el sustento lógico de una entidad dramática como es el sujeto. En el tranquilo devenir, el máximo Dios posible es la parsimonia del destino. En el devenir dramático, la complejidad trágica del Dios máximo es la libertad. Para que esto sea pensable es necesario, más que la Nada, lo negativo.

“Lo negativo”, como “la Nada”, son las formas sustantivas que, desde el pensamiento cosista asociamos a conceptos que deberían ser pensados siempre de manera verbal, como actividades: “la negatividad”, “el acto de Ser Nada”. La manera más directa de imaginar lo negativo es pensarlo como “el contrario” o “el opuesto”. Pero también aquí es necesario pensar más bien “la contrariedad”, “el acto de Ser opuesto”. La negatividad es un segundo orden. Con la Nada en el Ser es posible pensar el devenir. Con la negatividad en el acto de Ser es posible pensar el devenir del devenir. Ese devenir que no tiene ya, de modo absoluto, predeterminaciones. O, también, un devenir que es lucha. La negatividad es la conflictividad instalada en el Ser, no como si el Ser fuese algo conflictivo, de tal manera que cave pensar también que no lo sea, sino en el sentido de que ella misma es el Ser. A esta ontologización del devenir del devenir es a lo que Hegel llama esencia.

La negatividad, al hacer pensable la realidad efectiva de lo particular, hace pensable la universalidad de todo el Ser como universalidad diferenciada. Es en estos términos que la totalidad resulta “no totalitaria”. Lo particular no es el simple ejemplo, aquí y ahora, que muestra el designio del todo. Es, en sentido fuerte, la efectividad de lo universal pensado como diferencia.

Como es obvio la dificultad aquí, para la operación moderna del pensamiento, es que esta universalidad diferenciada no es, o no está hecha de “algo” sino que es un ámbito de relación pura, de actividad pura, que constituye no sólo la forma o el modo sino propiamente lo que Es en lo que aparece como Ser. La dificultad profunda es que el Ser derive de algo ontológicamente más hondo y difuso que él mismo. Que lo que la operación del pensar común tiene como fundamento aparezca como algo puesto, y que lo que tiene como mera actividad aparezca como fundante.

6. En la Fenomenología del Espíritu esta concepción del Ser aparece “para nosotros” en las experiencias que son el centro de las secciones Percepción y Fuerza y Entendimiento, de manera lógica, y en la Razón Observadora, de manera fenomenológica, es decir, en la realidad de la ciencia natural, y de las ciencias sociales consideradas como prolongaciones de la ciencia natural.

Las interpretaciones en torno a las dos primeras suelen apresurarse a establecer sus analogías y posicionamientos críticos respecto del empirismo y de la Crítica de la Razón Pura. Se suele entender que el tema de estas secciones es “epistemológico” en el sentido kantiano de que se establecerían aquí las condiciones que hacen posible el saber, que luego se convertirán progresivamente en antecedentes de lo que será la experiencia propiamente espiritual de la autoconciencia.

Propongo, en cambio, que estas secciones podrían leerse directamente como la afirmación de una filosofía de la naturaleza. Esto significa que el tratamiento no es sólo epistemológico sino, de una manera directa, ontológico. Sugiero que lo que Hegel hace en estas secciones es formular la ontología bajo la cual el desdoblamiento de la autoconciencia, y sus consiguientes dramas, puede ser pensado. Esto conectaría estos textos más bien con la Ciencia de la Lógica que con el problema del conocimiento derivado del criticismo kantiano.

Sugiero que tanto en el tratamiento de la cosa y la coseidad, como en el de la fuerza y la ley, Hegel está exponiendo su concepción de la auténtica autonomía de lo objetivo. No sólo la manera en que la consciencia lo experimenta, sino el modo en que lo objetivo es por sí mismo.

Por un lado la consciencia experimenta algo, algo que Es, que se opone a ella, que le resulta dado. Por otro lado experimentará que la movilidad pura que hay en ese algo no es sino su propia movilidad, que la negatividad que aparece como dada no es sino su negatividad.

Pero, tanto en el lado de la consciencia, que será expuesto en la sección autoconciencia, como en el lado del objeto, el Ser como tal no es ya el quieto Ser que la modernidad ha logrado pensar. El objeto mismo “tiende a...”, está animado. Contiene en él una tensión que, en último término, lo constituye. El objeto como tal es susceptible de polaridad, de finalidad, de desdoblamiento. El objeto como tal es al la vez el particular real y la universalidad diferenciada que lo constituye. El objeto es presentado como totalidad, que se desdobla, que hace a lo particular y lo constituye como particular real.

Ese objeto que primero es subsistente, que luego es independiente, que alcanzará su autonomía, es la cosa, que resulta constituida desde la coseidad, la fuerza, que es a la vez ella misma y el juego diferenciado que la constituye, es la ley, que no sólo legisla momentos quietos sino que expresa la movilidad pura de la polaridad, de la tensión, del hacerse Ser el Ser.

La infinitud condensa esta concepción de la totalidad diferenciada, que es ella misma toda tensión, que es acto de Ser, cuyo ámbito común de mero Ser está constantemente haciéndose particulares reales, y siendo en ello.

La inercia, la constancia de la cantidad de movimiento, la exterioridad de relación y cosa, la exterioridad de movilidad y Ser, han sido trascendidas. La tensión, la polaridad, la finalidad, la auto diferenciación, han sido ontologizados. Esta idea de como resulta Ser el Ser es la que, bajo la operación moderna del pensar, tiene que parecernos inverosímil.

7.- Se podría pensar que mostrar la verosimilitud de la filosofía de la naturaleza hegeliana debería consistir en mostrar su utilidad para dar cuenta de los resultados de las ciencias naturales, o al menos una cierta cercanía respecto de los fundamentos de las teorías científicas. Las de su tiempo, como mínimo, las teorías actuales, si es que pretendemos que su verosimilitud es real, y no sólo una cuestión de época.

La figura más fuerte de esta operación sería atribuirle a Hegel la pretensión de que es posible deducir las leyes determinadas de la naturaleza de las características de la lógica que ha propuesto. He tenido la fortuna de leer la tesis de doctorado del profesor Sebastian Gerard Rand, y creo que ha mostrado de manera muy convincente que Hegel no ha pretendido tal cosa, que sí se puede atribuir en cambio a Kant, y que, en sentido estricto no sólo no la intenta sino que, para la coherencia de su planteamiento, no requiere hacerlo. (10)

Una idea más moderada sería distinguir el ámbito de las pretensiones de la ciencia natural y las de la filosofía de la naturaleza. Podría ocurrir que los imperativos técnicos que pesan sobre las teorías científicas, la exigencia de obtener resultados eficaces, alejen a los científicos de la reflexión en torno a los fundamentos, los concentre en el saber meramente operativo. Si es así entonces ambas actividades serían complementarias, y no sería necesario establecer la prioridad epistemológica de una u otra. La filosofía de la naturaleza sería simplemente una discusión de otro nivel, bajo otros objetivos.

Pero también, aceptando esta diversidad de preocupaciones, se podría esperar de la filosofía de la naturaleza de cuenta al menos de los fundamentos de las teorías científicas.

Planteadas las cosas de esta manera, sugiero que la filosofía de la naturaleza hegeliana no sólo no da cuenta de las teorías científicas que se pueden contener en la concepción mecánica del mundo sino que, directamente, está pensada como una crítica de esas teorías. Una crítica en, y desde, el fundamento.

Sin que Hegel pudiera saberlo, y de manera completamente independiente de sus críticas, el hecho es que la concepción mecánica del mundo ha sido puesta radicalmente en duda por las propias teorías científicas del siglo XX. La relatividad especial y general, la física cuántica, las teorías que relativizan la diferencia entre leyes deterministas y situaciones caóticas, las discusiones en torno a la posibilidad de explicar la percepción desde una teoría puramente química del sistema nervioso, las matemáticas flexibilizadas hasta el grado de la multiplicidad de paradigmas. En fin, se podría continuar esta enumeración destacando las innumerables consecuencias de estas discusiones mayores sobre las ideas de espacio, tiempo, materia, movimiento, vida, consistencia lógica, etc.

En este panorama lleno de novedades, la pregunta por la verosimilitud de una filosofía de la naturaleza no convencional adquiere, desde luego, una dimensión distinta. Se podría argumentar en este o en aquel campo que las ideas hegelianas resultan adecuadas, digamos, inesperadamente adecuadas, para entender, en el orden del fundamento, cómo es que son posibles determinadas realidades. Los ejemplos más inmediatos que se me ocurren son la constitución de la materia a partir de un espacio tiempo dinámico, en la relatividad general, o la auto constitución de las partículas elementales a partir de las interacciones entre sus componentes, en la idea cuántica de interacción como intercambio de partículas virtuales.

Sugiero, sin embargo, que para hacer esta operación, es necesario partir de la lógica hegeliana, más que de sus pronunciamientos particulares en torno a esta o aquella teoría de su época, muchas de las cuales, tanto por el lado del argumento hegeliano, como por el propio lado del argumento científico, pueden hoy ser consideradas como erróneas. Es el caso de las críticas de Hegel a las teorías mecánicas de Newton. ¿Por qué tendríamos que seguir esa discusión hoy, si las propias teorías de Newton han sido desplazadas, en Física, por otras que se consideran mejores?

La comparación habría que hacerla de fundamento a fundamento. Desde la lógica, como fundamento de lo que Hegel sostiene sería la índole del Ser, hacia la idea de espacio, tiempo, materia y movimiento que se supone en la relatividad general, por ejemplo. Lo que habría que hacer sería lo que la filosofía de la naturaleza, en general respetuosa de los resultados positivos de la ciencia, haría: pensar las nuevas ideas de la ciencia desde un cierto concepto acerca de qué clase de cosa es el Ser como tal. Esto, aún en la actitud más respetuosa posible, podría significar aportar un concepto del Ser que resulte adecuado a las nuevas ideas o, al contrario, un concepto de Ser que muestre a esas ideas como inadecuadas, innecesarias o incoherentes.

¿Por qué un resultado, que se supone positivo, de la ciencia natural podría considerarse “inadecuado”? Yo creo que las razones son muchas. La primera y más evidente es que la pretendida positividad de los resultados de la ciencia, incluso de la ciencia natural, se presta, y se ha prestado de hecho, para múltiples objeciones. Ninguna teoría científica puede considerarse incontrovertible. Ese es el carácter, según su propio discurso, de todas las ideas científicas.

La segunda razón, tan relevante como la anterior, es que las ideas científicas no se formulan en abstracto ni, desde luego, en el mejor de los mundos posibles. Situar los resultados de la ciencia en el contexto social e histórico en que se dan, en que sus eventuales consecuencias podrían ser desarrolladas, es esencial para evitar la largamente trágica prepotencia ilustrada según la cual los científicos pueden lavarse las manos respecto de la bomba atómica, los contaminantes químicos, las armas bacteriológicas, porque, “en tanto científicos”, sólo se preocuparían de la “verdad”. Justamente esa “verdad” puede ser cuestionada y situada desde una filosofía de la naturaleza.

Hay un límite, ominoso para los ciudadanos comunes, en que la “objetividad” de la determinación genética, o de las pruebas psicológicas, o de la acción de los neurotransmisores, no sólo puede ser objetada teóricamente, sino que “no debe ser”, en un sentido político sustantivo.

Justamente la tarea de una filosofía de la naturaleza, situada en el marco de una concepción general de lo que es el Ser, de lo que es la historia humana, de lo que se puede tener como real en general, podría ser la de dar un fundamento racional a ese “no debe ser cierto” que se puede contraponer a ciertas “verdades”. Sin ella, por supuesto, la discusión sería desigual: la ciencia con sus argumentos, los ciudadanos con sus intereses.

No estamos obligados a esta desigualdad, que los científicos ilustrados nos enrostran, como si nuestras pretensiones contra los resultados de la ciencia fuesen sólo “opiniones” políticas, fundadas en temores contingentes. Podemos argumentar desde la idea misma de lo que se sostiene como “real” acerca de la pretendida “realidad” de lo que se nos presenta como obtenido de manera positiva.

En este rol, la filosofía de la naturaleza muestra su lugar propio en un sistema filosófico que quiera abarcar lo real como totalidad: ofrecer un fundamento determinado para las operaciones que los seres humanos emprenden entre sí bajo el supuesto de que en ellas está implicada la “naturaleza”.

8.- La infinitud, que es el resultado de la filosofía de la naturaleza puesta en juego en la Fenomenología, que es pensada como la compleja totalidad en que se hace Ser el Ser, adquiere su real dimensión, su importancia capital, para el proyecto hegeliano, como infinitud viviente.

El Ser puede ser pensado como sujeto porque ha sido concebido como movilidad absoluta constituyente. Movilidad de un hacerse Ser atravesado por el desdoblamiento y la negatividad. Ese Ser es pensado como “viviente” porque se ha alejado de manera radical del quieto Ser, inercial, de la modernidad. Esa “vida” que es el Ser, su pura animación interior, es lo que hay en él como sujeto. Esa infinitud viviente, que se moverá hacia la efectivización de su diferencia como lucha de autoconciencias contrapuestas, es la condición ontológica del desarrollo pleno de la intersubjetividad.

Algo que se ha sostenido del Ser como tal resulta esencial para entender la subjetividad. Esto se puede decir así: Hegel ha arraigado la realidad de la libertad en la índole del Ser. Para presentar esto ha recurrido a una filosofía de la naturaleza en que el objeto mismo tiene ya todos los rasgos que son necesarios para exponer el movimiento de esas entidades sustantivamente libres que son los sujetos. Para fundamentarlo ha construido una lógica ontológica en que la filosofía de la naturaleza resulta una consecuencia de la lógica del Ser mismo.

Una lógica de la esencia que se consuma como lógica del concepto. Una lógica en que la razón no es una mera capacidad de cálculo, o sólo un conjunto de funciones que tiene un efecto epistemológico, o la mera expresión de la posibilidad de la moralidad. Una razón sustantiva, que es ella misma Ser, esencia, sujeto. Una razón que, en su despliegue histórico, podrá reconocerse a sí misma como “toda la realidad”.

La coseidad, la fuerza, el juego de fuerzas, la infinitud, como finalidad, tensión interna, polaridad o desdoblamiento, son precursores, en la filosofía de la naturaleza, de lo que es la negatividad en general en el orden del concepto. Son sus modos efectivos. Pues bien, cuando pasamos de la consciencia a la autoconciencia ese modo efectivo es la apetencia.

Considerada primero como tensión y deseo en general, en la lucha de las autoconciencias contrapuestas, será luego el deseo determinado en los dramas modernos de Fausto y, también, en Karl Moor y las desventuras del quijotismo. Y será luego el deseo situado históricamente, como voluntad, en las tragedias de Antígona, del reino de la utilidad y, en fin, de la libertad absoluta.

De la coseidad a la infinitud se da, como movimiento del objeto o, de manera lógica, el mismo movimiento que, desde la vida constituida como apetencia, avanzará hasta la libertad absoluta y la necesidad de contenerla, situarla, en el espíritu efectivo de un Estado de Derecho a la vez formal y cristiano. La filosofía de la naturaleza muestra, de modo exterior, el movimiento de la Filosofía del Espíritu.

Pero... la apetencia. En medio de estas simetrías y analogías, en su corazón y como su alma, consignada casi al pasar y luego omnipresente, la apetencia, que no es sino el modo real y efectivo de la negatividad. Y que es sin duda la nota más lejana a todo lo que el pensar moderno puede concebir. La razón misma ha sido concebida como apetente. Este es el rasgo verdaderamente inverosímil. Este es quizás el nudo de la inverosimilitud de la filosofía hegeliana en general.


Santiago, 1 de Septiembre de 2007.-
Notas:
(1) G. W. F. Hegel: Fenomenología del Espíritu, edición y traducción de Manuel Jiménez Redondo, Pre-Textos, Valencia, 2006, pág. 962. Al parecer se ha formado un cierto consenso en que estos comentarios que Jiménez Redondo agrega a su traducción, en que trata de esclarecer el texto de Hegel a la luz de Platón y Heidegger, son más reveladores de sus propias opiniones que de los posibles contenidos del texto hegeliano.
(2) Ramón Valls Plana: Del Yo al Nosotros, Lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, PPU, Barcelona, 1994, pág. 159. Una opinión que probablemente Bertrand Russell o Karl Popper habrían aplicado a toda la obra.
(3) Terry Pinkard: Hegel, una biografía, Acento, Madrid, 2001, pág. 707.
(4) Espero que sea obvio que aludo aquí a la discusión sobre la posibilidad de la libertad que Kant hace en la tercera de las Antinomias en la Crítica de la Razón Pura, y a la solución que da a este asunto en la Crítica de la razón Práctica. Se podría resumir la tesis que defiendo en este trabajo diciendo que la necesidad de la filosofía de la naturaleza en Hegel está directamente relacionada con responder a la relativa arbitrariedad con que Kant se limita a postular la libertad humana, como una necesidad de la razón, en lugar de inscribirla en la naturaleza misma de las cosas.
(5) G. W. F. Hegel: Fenomenología del Espíritu, traducción de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, pág. 15. En lo sucesivo citaré esta traducción como FdE, acompañado del número de página.
(6) Bertrand Russell, Historia de la Filosofía Occidental (1945), Espasa Calpe, México, 1987. Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (1945), Paidós, Barcelona, 1991. Walter Kaufmann: Hegel, (1965) Alianza, Madrid, 1972. J. N. Findlay, Hegel, A Re-examination (1958), Oxford University Press, 1976. Stephen Houlgate: An introduction to Hegel (2005), Blackwell Publishing, USA, 2005
(7) G.W.F. Hegel: Ciencia de la Lógica, traducción castellana de Augusta y Rodolfo Mondolfo, Librería Hachette - Solar (1956), Buenos Aires, 1968; FdE, pág. 84.
(8) G.W.F. Hegel: Ciencia de la Lógica, Libro Primero, Doctrina del Ser, Primera Sección, Determinación (Cualidad) (1813), Solar-Hachette, Buenos Aires, 1968.
(9) Uso la expresión “se expresa”, en el sentido de “emerge”, para evitar la idea de re-presentación. La cuestión es que no hay aquí una presencia que luego se desdobla para aparecer como cosa. La cosa es esa actividad misma, emergiendo como estabilidad.
(10) Sebastian Gerard Rand: From A Priori Grounding to Conceptual Transformation: The Philosophy of Nature in German Idealism, disertación para obtener el grado de Doctor of Philosophy, Evanston, Illinois, Diciembre 2006.