sábado, 30 de enero de 2010

La naturaleza como mediación

Carlos Pérez Soto [1]
Profesor de Estado en Física

1. En uno de sus muchos reveladores comentarios a su traducción de la Fenomenología, Manuel Jiménez Redondo dice, a propósito de la sección Percepción,
“El presente cap. II, junto con el cap. III y el cap. V, A, suele contar entre los capítulos más difíciles oLa naturaleza como mediación en todo caso entre los capítulos más enigmáticos de la Fenomenología del Espíritu. No resulta fácil entender a qué viene este capítulo después del cap. I”[2]

Ramón Valls Plana, al comentar la Razón Observadora, habiendo escogido ya una perspectiva determinada para leer la Fenomenología, nos dice
“La actividad observadora asciende desde lo inorgánico a lo orgánico. Vamos a dar de manera muy compendiosa el resumen de lo que Hegel escribe a este propósito. Se trata de una de las partes más aburridas de la Fenomenología y no tiene un interés directo para nuestro tema. Además la exposición hegeliana está muy ligada a la ciencia de su tiempo. No faltan, sin embargo, observaciones interesantes que tienen todavía hoy su vigencia para una crítica de las ciencias positivas.”[3]

En su notable biografía de Hegel, Terry Pinkard resume de manera drástica lo que parece ser una opinión muy común, tanto entre los detractores como entre los simpatizantes de la filosofía hegeliana
“Aunque invirtió mucho tiempo y esfuerzo en desarrollar su ‘filosofía de la naturaleza’, esta fue sin embargo la menos afortunada de sus aventuras. Ignorada por la mayoría de sus contemporáneos (pese a la sobresaliente posición intelectual de quien la había concebido), quedó desacreditada inmediatamente después de su muerte, y desde entonces a penas ha merecido interés fuera del contexto de la investigación especializada en temas hegelianos”. No puede evitar, sin embargo, aclarar en seguida “Hegel pensaba, sin embargo, que la ‘filosofía de la naturaleza’ era clave en su proyecto total. Si se quería ofrecer una visión global del mundo moderno, había que dar una explicación del fenómeno de la presencia del ser humano, en tanto que agente libre, dentro del mundo natural descrito y explicado por la ciencia moderna”.[4]

El asunto, directamente, es cómo entender la idea “orgánica” que Hegel propone de lo real. Cómo entender sus críticas al mecanicismo, que no se limitan a afirmar la presencia de la libertad en un entorno natural, por ejemplo, meramente afirmando que al menos no es contradictoria con la necesidad de las leyes naturales, y procediendo luego a postularla como una condición de la posibilidad de la moralidad, sino que avanzan directamente sobre el carácter que se le ha atribuido a las leyes naturales mismas, intentando mostrar que la posibilidad de la libertad reside en la índole misma del Ser, por lo que se hace como mínimo innecesario hacerla objeto de un mero postulado abstracto, sin contar con las dramáticas consecuencias que la abstracción de ese postulado pueda significar.[5]
O, también, cómo entender los trabajosos razonamientos que Hegel dedica a la relación entre las múltiples propiedades, la cosa y la coseidad, o los que dedica a las características de lo que llama “fuerza”, al desdoblamiento de la fuerza y su relación con la ley, o la extensa exposición que hace de los límites de la Razón Observadora. Cómo entender que sostenga, aunque en esta idea la conciencia se comporte como el orinar, que el espíritu debe ser como mínimo un hueso. Cómo entender una razón que es constitutivamente apetente, o la idea de que la libertad es inseparable de la posibilidad del mal, o Dios inseparable de la historia humana. En fin, cómo entender que “todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también, y en la misma medida, como sujeto”.[6]

Comprender la filosofía hegeliana requiere situarse en un determinado modo de la operación del pensamiento, históricamente determinado, sin el cual sus tesis resultan, en su fundamento, inverosímiles, y sus afirmaciones sólo se hacen plausibles atribuyéndoles un carácter metafórico que, descifrada la metáfora, las haría asimilables a lo que ya, desde otras perspectivas, pensamos sobre los problemas en cuestión.
Entender la filosofía de la naturaleza hegeliana, y considerar sus pronunciamientos sin metáfora, tal como él los consigna, puede contribuir a esclarecer ese fundamento, y a considerar sus ideas sobre la sociedad, la libertad, la historia, de un modo sustancialmente más cercano a sus propias pretensiones e, indirectamente, a nuestros propios problemas.

2. En la Fenomenología del Espíritu esta concepción del Ser aparece “para nosotros” en las experiencias que son el centro de las secciones Percepción y Fuerza y Entendimiento, de manera lógica, y en la Razón Observadora, de manera fenomenológica, es decir, en la realidad de la ciencia natural, y de las ciencias sociales consideradas como prolongaciones de la ciencia natural.
Las interpretaciones en torno a las dos primeras suelen apresurarse a establecer sus analogías y posicionamientos críticos respecto del empirismo y de la Crítica de la Razón Pura. Se suele entender que el tema de estas secciones es “epistemológico” en el sentido kantiano de que se establecerían aquí las condiciones que hacen posible el saber, que luego se convertirán progresivamente en antecedentes de lo que será la experiencia propiamente espiritual de la autoconciencia.
Propongo, en cambio, que estas secciones podrían leerse directamente como la afirmación de una filosofía de la naturaleza. Esto significa que el tratamiento no es sólo epistemológico sino, de una manera directa, ontológico. Sugiero que lo que Hegel hace en estas secciones es formular la ontología bajo la cual el desdoblamiento de la autoconciencia, y sus consiguientes dramas, puede ser pensado. Esto conectaría estos textos más bien con la Ciencia de la Lógica que con el problema del conocimiento derivado del criticismo kantiano.

Tanto en el tratamiento de la cosa y la coseidad, como en el de la fuerza y la ley, Hegel está exponiendo su concepción de la auténtica autonomía de lo objetivo. No sólo la manera en que la consciencia lo experimenta, sino el modo en que lo objetivo es por sí mismo.
Por un lado la consciencia experimenta algo, algo que Es, que se opone a ella, que le resulta dado. Por otro lado experimentará que la movilidad pura que hay en ese algo no es sino su propia movilidad, que la negatividad que aparece como dada no es sino su negatividad.
Pero, tanto en el lado de la consciencia, que será expuesto en la sección autoconciencia, como en el lado del objeto, el Ser como tal no es ya el quieto Ser que la modernidad ha logrado pensar. El objeto mismo “tiende a...”, está animado. Contiene en él una tensión que, en último término, lo constituye. Es susceptible de polaridad, de finalidad, de desdoblamiento, es al la vez el particular real y la universalidad diferenciada que lo constituye.
El objeto, que primero es subsistente, que luego es independiente, que alcanzará su autonomía. Primero como cosa, que resulta constituida desde la coseidad. Luego como fuerza, que sólo adquiere ser en un juego de fuerzas, y que se funde luego con la ley. Pero con una ley que no es ya la ley quieta, sino la de la polaridad, una ley que rige momentos móviles que se constituyen mutuamente. Y una ley que no es sólo la del ser positivo sino, también, la del mundo invertido, que se realiza a través de la negación de sí mismo. E incluso, más allá, una ley que no es una explicación exterior al fenómeno, sino que se funde con él, constituyendo al fenómeno mismo, de la misma manera como las categorías kantianas no se limitan a dar cuenta del objeto, sino que, propiamente, lo hacen posible. Lo que Hegel llama “explicación”, en Fuerza y Entendimiento, es el correlato ontológico, en el hacerse del Ser, de lo que en Kant es sólo un juego formal de condiciones aportadas por el entendimiento.

Mucho, quizás demasiado, ha ocurrido, entonces, en estas densas páginas de la sección Fuerza y Entendimiento. La filosofía de la naturaleza newtoniana, kantiana, y la del romanticismo alemán, han desfilado en rapidísima sucesión, para ser trascendidas y reformuladas en el marco de la propia filosofía natural hegeliana, puesta aquí, aún, en la forma extremadamente general de fundamento lógico.
La inercia, la conservación de la cantidad de movimiento, la exterioridad de cosa y relación, la exterioridad de movilidad y Ser, propias de la concepción mecánica del mundo, han sido trascendidas a través de rápidas alusiones y una abigarrada serie de afirmaciones (que no pretenden, por cierto, en absoluto, tener el carácter de demostrativas) que se ponen como fundamento.
Pero también la exterioridad entre la ley y el fenómeno es trascendida radicalizando el carácter constituyente de las categorías entendidas de manera kantiana.
Y, más allá, Hegel asume la realidad de las nociones de tensión, polaridad, finalidad, auto finalidad y auto diferenciación, que ha levantado la filosofía natural del romanticismo en contra de las simplezas y las inercias de la concepción newtoniana.
Hegel radicaliza estas nociones concibiéndolas como categorías, es decir, como modos de hacerse el Ser, y pone en cada una de ellas el elemento de lo negativo, que el optimismo un poco ingenuo del romanticismo no había reconocido suficientemente. Es desde este punto de donde arrancará su distanciamiento con Schelling.
Ese operar de lo negativo es el que confiere al juego de fuerzas el carácter dramático que hace posible llamar a uno de sus momentos “mundo invertido”, y es la clave de la inquietud esencial que caracteriza a la infinitud, en que se condensan los momentos anteriores, y que es lo más cercano a la objetividad en toda la sección Conciencia. El paso final, en la última página de esta sección, es que esa infinitud se revele como sujeto. Pero ese paso está más allá de la función y sentido propio de la filosofía de la naturaleza, que ha servido y mostrado hasta aquí lo que es su esencia: es el ámbito que permite pensar la objetividad de una manera lo suficientemente compleja como para reconocer en ella a la propia subjetividad.

3. Esta idea de la autonomía y la complejidad de la objetividad está desarrollada, ahora de manera fenomenológica, en la Razón Observadora. Ahora la objetividad presente en Fuerza y Entendimiento se presenta como un aparecer efectivo, como naturaleza, y la experiencia del sujeto de la modernidad se presenta, en uno de sus momentos, como figura efectiva, la de la ciencia natural. Este es, propiamente, el lugar de la filosofía natural, pero no debe ser olvidada, ni soslayada, la importancia constitutiva de la sección precedente: se trata de una filosofía de la naturaleza fundada en una lógica.
Nuevamente Hegel recorre aquí, y muchas veces superpone, tres perspectivas sobre la naturaleza que son muy distintas, la newtoniana, la kantiana y la romántica. Y nuevamente, cosa inevitable por la enormidad del tema, la sucesión resulta apretada y demasiado llena de detalles. Ahora lo que le interesa de la objetividad es su complejidad efectiva, como un todo efectivo, como naturaleza. Y va especificando para ello connotaciones que le parecen esenciales: su carácter orgánico, finalístico, duramente objetivo y, como tal, exterior.
La organicidad en la Observación de la Naturaleza debe ser considerada sobre el trasfondo ya formulado de fuerza, polaridad, ley negativa, que se ha desplegado en Fuerza y Entendimiento. Importa mostrar ahora que la dinamicidad natural es de algún modo celular e inanalizable, que los entes naturales constituyen un todo que la razón newtoniana no es capaz de abordar. Importa mostrar en ellos la presencia de tensiones finalísticas reales, que no son sólo una atribución falaz desde el observador. Pero, considerado todo esto en el marco de una crítica a la razón imperante en la modernidad, importa mostrar también, lo inadecuada que resulta la complejidad orgánica de la naturaleza como modelo para entender la subjetividad y, menos aún, la complejidad del Espíritu.
La filosofía de la naturaleza hegeliana queda así a medio camino entre la simplicidad newtoniana y la complejidad del Espíritu libre. Su idea de la naturaleza es sustancialmente más compleja y dinámica que la que ofrece la concepción mecánica del mundo, pero se trata de una complejidad insuficiente para conceptualizar al sujeto. Falta algo en la polaridad y la finalidad, en las leyes negativas naturales, y no es difícil imaginar qué: falta que la negatividad se exprese como el drama de la libertad.

4. Sin embargo, esa complejidad orgánica de la naturaleza es un mínimo absolutamente necesario para lo que Hegel quiere decir de la subjetividad. Y es por eso que se puede decir que, en el plano de la teoría, que la filosofía de la naturaleza cumple una función mediadora entre los secos fundamentos de la lógica y las dramáticas consideraciones de la filosofía del espíritu o, también, en el plano de la efectividad, que el experimentarse como naturaleza del sujeto moderno es un momento de mediación entre la mera enajenación religiosa de la Conciencia Desventurada, o de la Fe Ilustrada, y su reconocimiento como sujeto auténticamente libre.

Hay dos momentos en la Fenomenología en que esta función mediadora aparece con particular claridad. Cuando la infinitud es pensada como infinitud viviente, y cuando la experiencia de la naturaleza es vivida como búsqueda del placer.
La infinitud viviente es ese juego de fuerzas consumado, animado de negatividad, capaz de desdoblarse sin dejar de ser uno, que se ha formulado en Fuerza y Entendimiento. ¿Qué tiene, entonces, de “viviente”, que la otra no tenga?: que es sujeto. ¿Y en qué se manifiesta su ser sujeto?: en que se expresa como apetencia.
Hay que notar que esta infinitud viviente es sujeto “antes” de desdoblarse en autoconciencias contrapuestas, y que en algún sentido sigue siendo un sujeto, único, a pesar de los largos dramas que describen su exteriorización a lo largo de casi todo el resto del libro, hasta consumar esa unidad como espíritu autoconsciente en la Religión Revelada. En la terminología actual, extemporánea y extraña a Hegel, se podría decir que es un campo de acción transindividual constituyente, desde el cual la realidad de lo individual llega a ser.
Es importante consignar esto porque la interpretación imperante (por ejemplo Judith Butler), que deriva de Kojeve, tiende a presentar la lucha que sigue a su desdoblamiento como conflicto interpersonal, obviando el momento crucial de su origen, que es el que le da su carácter esencial, que no es sino el hecho de que las autoconciencias se constituyen como contrapuestas desde una y la misma apetencia o, para decirlo de otro modo, que la posibilidad de superación de la tragedia de su contraposición ya está presente en ellas mismas, si es que logran vencer la muerte a través de un largo camino de formación que las lleve a reconocerse como Espíritu. Sin esta unidad primera, que no es ni un origen, ni un estado de felicidad indiferenciada, sino una condición propia y permanente de la índole del Ser (la de ser infinitud), la contraposición y la lucha se mantiene como desencuentro de muchachos tozudos, que sólo son capaces de sobrevivir esclavizando a otro o refugiándose en la pureza del pensamiento. Algo, por lo demás, que parece muy representativo de la academia norteamericana, donde actualmente son tan populares estas ideas.

Cuando se consideran los asuntos humanos de cerca, y con alguna especificidad, la categoría de negatividad, omnipresente y fundamental, resulta demasiado genérica. Sirve para el fundamento, y todo se entiende desde allí, pero sólo sirve para eso. Es a través de las nociones de tensión, polaridad, finalidad, determinación, que su operar puede especificarse mejor. La categoría de apetencia representa, aún en el plano de la lógica, un grado de acercamiento mayor. Lo relevante en ella es que, conectada con las anteriores, permite decir de una manera más directa lo que, en el pensamiento de Hegel, hace que un ente, que en principio podría ser considerado como natural, sea un sujeto: que está constituido como una tensión infinita, como una acción finalística infinita, hacia devorar todo otro, hacia conquistar toda diferencia que lo niega, y hacerla suya.
Hay que considerar, sin embargo, que esta constitución que podría parecer espectacular, y que conduce a lo que Hegel llama de manera dramática “lucha a muerte”, es sólo, hasta aquí, el esqueleto lógico de un asunto, la constitución de la subjetividad, y no el asunto mismo, para cuya formulación se requieren bastantes mediaciones más que la sola afirmación de la apetencia. Mucho del tremendismo que es habitual en las caracterizaciones de la lucha en Señorío y Servidumbre, o de la sobre dramatización católica en torno a la Conciencia Desventurada, podrían evitarse si se asume un punto que en la filosofía hegeliana es simple y claro: la lógica es el fundamento de algo, pero no el algo determinado y efectivo mismo. Y, como he sostenido en un capítulo anterior, toda la sección Autoconciencia debería ser leída como exposición de las bases lógicas que presiden el fenómeno de la subjetividad.
En esa lógica hay algo que, considerado sin mediación, podría llamarse naturaleza o, también, al revés, que considerado como naturaleza, sólo es la mediación entre el ser puramente lógico de la negatividad y la realidad efectiva de la libertad: el que los sujetos estén constituidos como apetencia.

A pesar de que el desdoblamiento y la lucha que se abre desde la infinitud viviente se mantienen a lo largo de casi todo el resto del libro (no es posible señalar en la Fenomenología ningún “final feliz”; a lo sumo… unos puntos suspensivos), Hegel hace en Señorío y Servidumbre un notable pronunciamiento que, si es leído en toda su extensión y profundidad, arroja una clave fundamental para entender la posibilidad del sentimiento de comunidad. Hegel advierte que “La autoconciencia sólo encuentra su satisfacción en otra autoconciencia”.[7]
Leído esto de manera positiva nos informa que, en principio, una autoconciencia sí puede encontrar satisfacción a su ambición de reconocimiento, es decir, ni más ni menos que a su apetencia. Cuestión que está muy lejos de la catastrófica interpretación depresiva que hace Lacan sobre este punto. Leído de manera negativa, nos advierte que esa satisfacción sólo será efectivamente posible cuando las autoconciencias se encuentren en posición de serlo, es decir, cuando sean a la vez autónomas y susceptibles de reconocimiento, lo que sólo podrá ocurrir en una sociedad reconciliada.
Pueden argumentarse muchas dificultades posteriores que impidan una situación tan loable como la de una comunidad reconciliada, pero lo que no se puede establecer a partir del texto es que esos impedimentos residan aquí, en el carácter de la apetencia. Al revés, si se sigue con atención el camino que lleva desde el juego de fuerzas a la infinitud, a la infinitud viviente, a la apetencia, hasta el desdoblamiento y la contraposición, se encontrará justamente, en el hecho de que la subjetividad sea en su fundamento una infinitud viviente, esta clave, que señala que puede, tras un doloroso camino de formación, alcanzar el reconocimiento que en el primitivo estado de su esqueleto lógico no parece posible.

5. Pero, si hay un lugar donde la filosofía de la naturaleza hegeliana resulta directamente indispensable, es para entender en qué consiste el fracaso de Fausto, en la figura de El Placer y la Necesidad, en la Razón Activa. Sin tener en cuenta ese antecedente se corre el riesgo de repetir, ahora de manera ampliada, el error que se comete al abordar Señorío y Servidumbre a la manera de “muchachos tozudos”.
La apetencia, que vista desde aquí aparece como una categoría genérica, se experimenta ahora como deseo, que Hegel, por muy buenas razones, caracteriza a través de su momento negativo, la necesidad.
Muchos malos entendidos se pueden desenredar si se aborda el asunto desde la pregunta directa de qué es lo que Fausto, que es el personaje al que Hegel alude, desea. Parece trivial sostener que desea a Margarita o, lo que parece más sutil, que desea ser reconocido por Margarita. Sin embargo, si contextualizamos esta figura, que es lo que siempre hay que hacer en un texto tan sistemático como la Fenomenología, veremos que Fausto, como Karl Moor, como Don Quijote, que son las figuras que lo acompañan en esta sección, “actúa como un singular”, y sufre la maldición de que cree experimentarse como singular, y cree que puede alcanzar su satisfacción como tal. Ya Hyppolite, Labarriere, Valls Plana, y otros, han señalado que toda esta sección es una crítica al individualismo moderno.
El asunto es que estos son personajes cuya acción está encaminada a obtener reconocimiento de sí mismos fundamentalmente ante sí mismos, no por otros. Hegel ya había leído la novela de Goethe (al menos la primera parte), aún sin publicar, y sabía que Fausto, tras demostrarse a sí mismo que podía poseer a Margarita, simplemente la abandona, que no es precisamente lo que una concupiscencia uniforme (“desea a Margarita”), o un simple afán de dominio (“desea ser reconocido por Margarita”) buscaría. Algo similar ocurre en el desvarío de Karl Moor, que persiste mientras se reconoce a sí mismo, aunque su querido padre, su amada Amelia o sus compañeros, lo abandonan, o en la locura del Quijote, que persiste por sobre las evidencias y los molinos de viento. Que persisten, por supuesto, hasta que fracasan.

¿Por qué fracasan, si presuntamente han obtenido lo que parecían desear? Una indagación de este asunto requiere de una comparación entre la idea moderna y la idea hegeliana de necesidad, y ese es justamente un tema propio de la filosofía de la naturaleza.[8]
Para la modernidad la necesidad es el correlato de una carencia. La tensión que la anima aparece desde fuera, “tira” algo hacia el hueco de la carencia, para llenarlo. Por cierto, la noción complementaria es que un ente pleno no necesitaría nada. Y el supuesto que subyace a esa noción complementaria es que la plenitud coincidiría con la quietud, en particular, con la falta de tensiones internas.
Resulta clave entonces la noción de que un ente podría estar constituido ya como tensión, y ser pleno en ello, sin que haya en él propiamente un hueco o una carencia. Esta idea no es sino expresión de la inquietud esencial que, en la lógica, constituye al Ser como acto de Ser, como tensión hacia más allá de sí mismo. La necesidad, pensada así, es expresión de una tensión interna, que “empuja” hacia un acto de llenar (de realizar), sin que haya necesariamente una carencia que la requiera.
En la idea moderna la necesidad es un incentivo para completar algo en sí, en Hegel es un motor para desarrollar algo más allá de sí, algo cuya falta de desarrollo no es, en principio, una incomplitud, o que sólo lo es considerada desde el desarrollo consumado. No había un hueco por llenar, ni lo habrá, había una tarea por cumplir, y seguirá habiéndola.
Es por esto que, en la modernidad, tras la satisfacción la necesidad se detiene. Al menos hasta que el desgaste vuelva a producir la carencia. En Hegel, en cambio, cada experiencia de satisfacción puede ser el principio de otra más amplia. La necesidad no se detiene.
Digamos, incidentalmente, que esta idea del enriquecimiento de la necesidad a través del proceso de su satisfacción ya está presente en David Hume y en Adam Smith, para quienes, sin embargo, es una mera constatación, sin un respaldo metafísico que permita dar cuenta de ella o, en la terminología hegeliana, “concebirla”.
Si exceptuamos a Hume y Smith que, desde luego, conocían mucho mejor la índole de la ambición burguesa, para la escasa modernidad alemana, a su manera newtoniana, la satisfacción, que colma el deseo y detiene a la necesidad, equivale a la quietud. Como dice un viejo aforismo atribuido a muchos, incluso a Aristóteles: “Omnia animalia tristia post coitum sunt”. En un extremo abstracto, que no se produce, esto podría significar que quien alcance la más completa satisfacción podría morir. Agreguemos otra perla de sabiduría, ahora del Kama Sutra: “el que muere en el orgasmo alcanza el Nirvana”.
Y este es, justamente, uno de los momentos de la experiencia del Fausto de Hegel: cuando logra poseer a Margarita lo que logra no es la satisfacción sino la sensación de muerte.
Hay dos razones para ello. Primero, porque se ha equivocado en cuanto a qué es lo que el deseo realmente desea y, segundo, porque lo que cree que es su deseo, esa pasión moderna originada en una carencia, efectivamente conduce a la quietud, a una mala quietud que pocos años después otro equivocado, Schopenhauer, caracterizará como hastío.

Hegel, como hemos dicho, conocía el final de la novela (al menos de la primera parte) y sabía que tras su experiencia de la sensación de muerte (o hastío) en la figura de Fausto la necesidad reaparece, de manera inagotable. Pero ya no en virtud de una carencia (ya ha poseído y abandonado a Margarita), sino en virtud de una tensión interior que no ha podido satisfacer de esa manera, como no podrán satisfacerla tampoco, en sus intentos, Karl Moor y Don Quijote.
Para entender la lógica de este renacer de la necesidad volvamos a la comparación entre el concepto hegeliano y el moderno. En la noción moderna el objeto al que la necesidad se aboca es exterior, y debe ser devorado. Esa es la pobreza del intento abstracto del Señor, carente de formación, y que conduce a su fracaso. En Hegel el objeto de la necesidad es una exteriorización, y, debe ser reconocido como propio.
Como el objeto es una exteriorización, y como la necesidad nunca se detiene, Lacan, como antes Nietzsche y Schopenhauer, interpreta el objeto como ilusorio y la necesidad como una tensión hacia el vacío. En Hegel, en cambio, el objeto es real y la satisfacción es, en principio, plenamente posible: el objeto es una autoconciencia independiente, y la satisfacción equivale al proceso de realización mutua de autoconciencias en sí contrapuestas. Y esto ocurre porque la necesidad es dual, es mutua, es una relación constituyente, y el ejercicio de su realización equivale al juego de fuerzas de una formación mutua: cada uno va adquiriendo su propia realidad en el juego de desear y ser deseado.
En la modernidad la necesidad es pensada de manera unilateral (ese es el drama del querer experimentarse como singular, en Fausto), el lugar de la necesidad es un individuo (que carece de algo, que está incompleto). Un individuo puede encontrar su satisfacción, según esta unilateralidad, poseyendo algo, o a alguien, que no lo desea, puede llenar su carencia sin llenar la del otro.
En Hegel, en cambio, la necesidad es un juego de fuerzas que produce a aquellos en los que actúa: no se limita a completar lo que ya es, sino que produce a aquello en que se experimenta.
Lacan ve la necesidad como tensión hacia el vacío porque piensa la intersubjetividad como contraposición, como relación mutua. La idea de complejidad orgánica le permite a Hegel, en cambio, pensar la realidad del deseo como intersubjetividad orgánica, como deseo situado de autoconciencias deseantes que se producen mutuamente en el ejercicio de sus deseos. Es en ese marco de unidad desdoblada en entidades autónomas que se puede comprender la clave, enunciada en el texto cien páginas antes que el tratamiento de la figura de Fausto: “Una autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia”.

6. Por cierto las consideraciones anteriores podrían enseñarnos varias cosas muy sabias sobre el amor de pareja, que es lo que está aludido como contexto en la experiencia de Fausto. Pero, desde luego, no son los fundamentos del amor de pareja lo que al moderado y político Hegel le interesa. Lo interesante de Fausto es más bien su fracaso, y el carácter de lo que intenta, que el eventual idilio que podría obtener si flexibilizara su solipsismo. Por eso la Fenomenología no se detiene ni un segundo en moralejas al estilo de Erich Fromm y avanza, rauda, hacia las condiciones sociales en que el reconocimiento es pensable.
Pero las complejidades de la Eticidad, del lenguaje cortesano, del juego entre la Ilustración y la fe, del ominoso contenido presente en el terror, ya no requieren de un sustrato directo en la filosofía de la naturaleza, o en la naturaleza como experiencia. La tarea mediadora de ésta en la formación de la libertad ya está, en lo esencial, cumplida. Aunque la Individualidad sea un “reino animal”, este es ya, plenamente, un reino del Espíritu. Es el Espíritu como tal, que en la modernidad clásica se experimenta como certeza de sí. Las problemáticas y las mediaciones que son necesarias para entenderlo están ya plenamente en el campo de la cultura, del derecho, de la historia. La ley de la tradición es de la noche y de la tierra sólo porque es experimentada como sin origen, como dada y ciega. La Religión inicial es “natural” sólo porque los dioses son experimentados como exteriores y objetivos. No hay en estas figuras naturaleza como tal, sino sólo lo que la naturaleza es de suyo y en esencia: exteriorización de la comunidad humana.

Cuando se compara todo este desarrollo en la Fenomenología, que no es sino filosofía del espíritu, con el significado y sentido de la filosofía de la naturaleza, lo que se puede obtener es una secuencia de nociones que, desde la infinitud, pasa por la apetencia, la finalidad, la complejidad orgánica, la necesidad, hasta nociones mayores que, en el reino del Espíritu, señalan hacia la libertad.
Hegel ha ligado internamente la libertad y la necesidad arraigándolas en la categoría “natural” de apetencia, y ha arraigado a su vez esta apetencia en la índole del Ser, en su hacerse Ser de manera negativa.
Esto es lo que entiendo por el papel mediador de la naturaleza en su filosofía: el Espíritu, para constituirse como tal, tiene que ser al menos un hueso.

Punta de Tralca, 1 de Enero de 2010.-


[1] Asumo en este capítulo una cierta familiaridad con el texto de la Fenomenología del Espíritu. Es un capítulo, por tanto, que no puede ser considerado completamente como parte de una Introducción. El propósito y el nivel de sus afirmaciones, sin embargo, dada esta familiaridad, me permiten no sobre cargarlo re referencias y citas, remitiendo al lector a los lugares pertinentes del texto sólo a través del nombre coloquial de sus secciones. Sobre esto, ver también la nota inicial del capítulo siguiente.
[2] G.W.F. Hegel: Fenomenología del Espíritu, edición y traducción de Manuel Jiménez Redondo, Pre-Textos, Valencia, 2006, pág. 962. Al parecer se ha formado un cierto consenso en que estos comentarios que Jiménez Redondo agrega a su traducción, en que trata de esclarecer el texto de Hegel a la luz de Platón y Heidegger, son más reveladores de sus propias opiniones que de los posibles contenidos del texto hegeliano.
[3] Una opinión que probablemente Bertrand Russell o Karl Popper habrían aplicado a toda la obra. Ramón Valls Plana: Del Yo al Nosotros, Lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, PPU, Barcelona, 1994, Pág. 159.
[4] Terry Pinkard: Hegel, una biografía, Acento, Madrid, 2001, Pág. 707.
[5] Espero que sea obvio que aludo aquí a la discusión sobre la posibilidad de la libertad que Kant hace en la tercera de las Antinomias en la Crítica de la Razón Pura, y a la solución que da a este asunto en la Crítica de la Razón Práctica. Se podría resumir la tesis que defiendo en este trabajo diciendo que la necesidad de la filosofía de la naturaleza en Hegel está directamente relacionada con responder a la relativa arbitrariedad con que Kant se limita a postular la libertad humana, como una necesidad de la razón, en lugar de inscribirla en la naturaleza misma de las cosas.
[6] G. W. F. Hegel: Fenomenología del Espíritu, traducción de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, pág. 15.
[7] G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu (1807), Fondo de Cultura Económica, México, 1966, Pág. 112.
[8] Uso aquí, por supuesto, la palabra “necesidad” en el sentido que, en términos coloquiales, designa el “hacer falta algo”, no en el sentido de la palabra homónima que puede contraponerse a “contingencia”, como en “algo ha ocurrido necesariamente”.

sábado, 23 de enero de 2010

Una lectura kantiana de Hegel

Carlos Pérez Soto [1]
Profesor de Estado en Física

1. Cuestiones de método
El creciente interés por la filosofía hegeliana a lo largo de los últimos treinta años[2] ha tenido como saludable consecuencia el que se hagan cada día menos defendibles las toscas deformaciones de su pensamiento y los cuestionables modos de lectura a los que he referido en los primeros capítulos. Aunque aún son comunes en el mundo académico las visiones que lo muestran como un archi ilustrado, o como un archi romántico, cada vez hay más estudios y comentaristas desde los cuales pueden ser vistas como meras caricaturas o como falsas proyecciones de polémicas que no tienen asidero en su obra. No sólo los textos mismos, mejor editados, circulan con profusión, sino que los estudiosos los exponen y desarrollan con comentarios de excelente nivel, filológico y académico, cuestión que, respecto de un filósofo famosamente difícil, es absolutamente necesaria. Sobre la vida y contexto, sobre los textos y las ideas de Hegel se puede encontrar hoy muy buena información, muy útil para sostener discusiones auténticas en un marco académico relativamente riguroso.
Es en este contexto, muy difícil de encontrar o de producir hace tan sólo veinte años, que se pueden discutir ahora opciones globales de lectura, orientaciones generales, tanto en el plano de la exégesis como del desarrollo de sus ideas. Ahora es posible ser más preciso, hacer una lectura más interna, menos sujeta al simple uso de su filosofía dentro o frente a otras, y más cercana a la coherencia y a la eventual utilidad propia de sus planteamientos.

Por supuesto, una manera válida de leer a un filósofo, quizás la más común, es usarlo para fines que no son necesariamente los que él mismo se habría propuesto. Lukacs usa a Hegel para darle fundamento y viabilidad al marxismo. Heidegger usa la crítica de Hegel para contrastarlo con su propia filosofía. Bloch lo usa como fundamento de un optimismo que Hegel no tuvo, ni consideró conveniente.[3] En cada uno de estos casos los eventuales mal entendidos, los defectos filológicos, las atribuciones impropias que se hacen al leerlo son mucho menos relevantes que lo que se logra producir a través de ellas. Los “errores” que un filósofo comete al leer a otro son, de manera válida, parte de su filosofía. Por lo demás, el caso a favor de estas lecturas parciales o equívocas se hace perfectamente defendible si consideramos que apuntan sobre cuestiones muy de fondo en la obra del autor que comentan, cuestiones que, leídas de estas maneras o de otras mejores, están plenamente presentes y son centrales en él. El valor de la dialéctica o de la idea de enajenación, en Lukacs, la preocupación por la índole del Ser, en Heidegger, la posibilidad de una voluntad racional y dinámica, en Bloch. Ideas meritorias por sí mismas, que hacen que flexibilicemos nuestras ansiedades filológicas, y que las recojamos como tales, defendibles o impugnables por sí mismas. El valor de la cercanía con el pensador original se justifica, en estos casos, justamente por esa cercanía y esa productividad, que se sobreponen al eventual error.
Algo muy distinto ocurre, en cambio en pensadores como Jacques Lacan, que usa la autoridad de Hegel, para impugnarla, a partir de comentarios que en realidad proceden de Alexander Kojeve, procedimiento defectuoso que se repite en Judith Butler, o en curiosamente famoso extremo que son los comentarios de Karl Popper, que no parecen provenir de otra fuente que algún pésimo manual de historia de la filosofía.[4]
Demos entonces por legítimas, salvo en estos extremos desgraciadamente frecuentes, las “malas lecturas” cuyo uso sirve productivamente en el marco de una filosofía distinta. El asunto, por supuesto, es que en ninguno de esos casos se trata de Hegel como tal, sino de lo que se ha creado, o francamente fabulado, a su alrededor.

Si estamos interesados, en cambio, en “Hegel mismo”, aún habrá que considerar otra distancia, ahora sustancialmente más compleja. El punto, como fácilmente se puede imaginar, es que nadie puede determinar ya qué sería ese “Hegel mismo”. Nadie puede saber hoy que es lo que Hegel pensaba, y sólo contadísimas personas tenemos el privilegio de preguntársela directamente. En realidad sólo sabemos de él lo que dejó por escrito, y no es necesario ser Gadamer para sospechar que sus textos son interpretables de muchas maneras.
Frente a tal dificultad muchos de los que tratan de leer a Hegel mismo, quizás hasta ahora la mayoría, se conforman con una aproximación filológica. Establecer los textos, abordar el asunto del desarrollo de sus ideas comparando textos de diversos períodos, establecer el uso de los términos principales y su consistencia eventual a lo largo del tiempo, encarar el enojoso problema de verter el alemán de 1807 a la terminología actual, en su mismo idioma, respecto de lo que esos términos han llegado a significar en otras disciplinas o, peor, su problemática traducción a otras lenguas.[5]
Estas intrincadas y encomiables tareas, siempre útiles y necesarias, son tópicos habituales entre los que pueden ser llamados “especialistas” en Hegel, y resultan valiosas herramientas de trabajo que, a pesar de las dificultades para establecer “lo que dijo”, sirven de manera contundente para delimitar “lo que no dijo”. Herramientas para algo, por supuesto, no “el algo mismo”.

Más allá del uso, la caricatura y la filología, persiste el interés y la esperanza de que entender lo que Hegel mismo dice pueda ser útil para abordar problemas que están plenamente vigentes, que atraviesan nuestra situación actual. El asunto es difícil, pero plenamente abordable. Así lo demuestran las valiosas reflexiones de Jean Wahl, Félix Duque, Pierre-Jean Labarriere o Robert Pippin.
Cuando considero a estos autores encuentro el tipo de lectura de Hegel que realmente me interesa: una que no se entregue a las exigencias del uso con fines externos y su consiguiente tendencia a la sobre interpretación, por un lado, ni a los rigores meramente técnicos, algo administrativos, de la filología, por otro. Me interesa leerlo porque creo que sus ideas pueden ser útiles para desarrollar las teorías de Marx, pero bajo la condición de establecer, en primer término, las ideas del propio Hegel, y distinguirlas lo más claramente posible de las de Marx, o de su uso en el contexto del marxismo.
Es decir, me interesa una lectura primariamente interna y, luego, en lo posible de manera independiente, su eventual uso. Establecer de manera verosímil sus ideas, no como precursor de Marx, como un pensador cuya enorme perspectiva desborda en muchos sentidos los intereses y los planteamientos concretos de los marxistas, me parece mucho más útil para el marxismo que cualquier perspectiva reduccionista. Incluso más, me parece que cualquier intento de reducir a Hegel a la perspectiva y los intereses solo del marxismo es simplemente inviable, una pretensión desmesurada, que cualquier acercamiento medianamente serio a sus textos mostraría como simplemente absurda.[6]

Y entonces, a pesar de los intereses fenomenológicos de Wahl, heideggerianos de Duque, liberales de Pippin, o marxistas de Pérez, el asunto se mantiene: tratar de leer, en la medida de lo posible, a Hegel como tal.
Sostengo que tal posibilidad requiere de ciertos cuidados metodológicos, que son necesarios ante la complejidad de su filosofía.
En primer lugar, alguien que piensa de manera tan consistente en términos de totalidad no puede ser comprendido por partes y, menos aún, desde alguna idea particular dentro de su sistema.
El pensamiento hegeliano es ejemplarmente sinfónico, se trata de un autor experto en discernir matices, y ponerlos en resonancias, grados y aspectos. Amabas cuestiones son desconcertantes, por supuesto, para quienes tienen mentalidad analítica, y operan desde un modelo abstracto de lo que sería “claro y distinto”, un modelo que confunde la claridad con la posibilidad de definir, y la distinción con la posibilidad de separar.
Un pensamiento global y globalista como el de Hegel sólo se puede hacer comprensible desde una hipótesis igualmente global de lectura. Una hipótesis acerca de cual sería el proyecto filosófico como conjunto, desde el que se hagan comprensibles sus aspectos particulares.
No se puede reconstruir de manera verosímil, ni siquiera útil, la filosofía hegeliana deteniéndose en la dialéctica Señorío / Servidumbre, o en agigantar la lógica de lo supuesto y lo presupuesto en la Certeza Sensible, o sus opiniones sobre la propiedad privada. Al revés, hay que situar estos problemas en una perspectiva general, y obtener desde ella la significación más verosímil que el mismo Hegel les habría dado.
Quizás ya es un exceso, en Kant, sostener que se pueden aceptar los argumentos de la Crítica de la Razón Pura sin aceptar sus ideas sobre la ética, en la Crítica de la Razón Práctica. Lo que sostengo es que, si se trata de Hegel, una operación de ese tipo es simplemente inaceptable. Por supuesto, como ya he especificado, no siempre, y de manera perfectamente válida se trata de Hegel.

Es importante notar que la idea de que es posible formular una hipótesis de lectura global sobre la filosofía hegeliana requiere de suponer una cierta coherencia global entre sus textos, al menos entre los textos mayores. Una coherencia que se habría mantenido en el tiempo a la manera de un “proyecto filosófico”, aunque el autor mismo nunca lo haya explicitado como tal. No creo que en un filósofo mayor, como Hegel, o Kant, Tomás, Agustín, sea inverosímil conceder este supuesto.

Una hipótesis global como esta, sin embargo, como todas, debería ser confrontada de manera más o menos exitosa con la obra misma. Al respecto, sugiero nuevos cuidados metodológicos, ahora más precisos. Dicha contrastación debería preferir netamente:
- los textos publicados por sobre los inéditos (y, por cierto, por sobre los apuntes de los estudiantes);
- los textos completos por sobre los apuntes y proyectos (que en Hegel son muy abundantes);
- los textos mayores por sobre los artículos o compendios destinados a clases.

Como los conocedores ya deben sospechar, esto significa leer toda su obra desde la articulación entre la Fenomenología del Espíritu y la Ciencia de la Lógica, apoyando o auxiliando esa lectura básica desde la Filosofía del Derecho y la Enciclopedia, usando de manera complementaria los textos menores (como La diferencia entre los sistemas de Fichte y Schelling, los llamados “Escritos de Juventud”, o el comentario de 1831 a la nueva ley electoral inglesa) y, de manera aún más periférica, sus apuntes o proyectos no publicados (como el texto que sus discípulos llamaron “Introducción” en la edición de sus propios apuntes de las lecciones sobre filosofía de la historia, o la Filosofía Real, o sus proyectos inconclusos de Jena). Y, por supuesto, nunca está demás insistir en ello, prescindiendo en lo posible de los apuntes de clases de sus discípulos, que por tanto tiempo, y sólo por obra de la mera ignorancia, han sido tenidos como obras del propio Hegel.
El resumen de estas consideraciones de método, y el efecto que tienen sobre el punto de vista desde el que escribo este libro, podría ser el siguiente: tratar de hacer una lectura hegeliana de Hegel, apoyada en sus obras, aceptando una cierta jerarquía de textos, y bajo una hipótesis global de lectura, que se ajuste lo mejor posible a una lectura global.

2. Hipótesis de lectura, un asunto de contenidos
Si nos limitamos sólo a los comentaristas que procuran hacer una lectura interna de la filosofía hegeliana, es necesario aceptar que siempre, en cada uno de ellos, está operando una hipótesis global de lectura. Esto no sólo por las razones hermenéuticas generales que se quieran invocar sino, sobre todo, por las características de su objeto. Como he sostenido, no se puede ejercitar algún grado aceptable de comprensión del pensamiento hegeliano sin que se haya formado en nosotros, aunque sea de manera implícita, una idea global de sus propósitos filosóficos más generales. Y se puede decir, de manera inversa, que cuando esta idea global no se forma, o no está presente, es porque se trata de un acercamiento relativamente exterior, o que opera sólo sobre alguna idea meramente particular.

Al menos en mi caso esa hipótesis global de lectura es claramente especificable, y es la que he expuesto a lo largo de los capítulos anteriores de este libro. Se trata de una hipótesis extensa y compleja, que tiene que adaptarse a una filosofía extensísima y complejísima.
Aún a riesgo de ser reiterativo, creo que este es un buen lugar para condensarla al máximo, y hacerla explícita con toda claridad.
Sostengo que Hegel ha tratado de formular un fundamento radical que permita un abordaje radical de los problemas de la modernidad. Ha arraigado un proyecto político moderado en una ontología muy distinta a las que se habían formulado hasta su época, y ha tratado de avalar este fundamento a través de una reconstrucción filosófica del devenir de la cultura humana. Ha formulado una Lógica y una Fenomenología del Espíritu al servicio de una política que quiere combinar la autonomía del ciudadano con el sentimiento de comunidad, en el marco de un Estado de Derecho animado por la piedad de un cristianismo fuertemente secularizado.
Hegel ha asumido muy radicalmente las contradicciones de la modernidad, y ha tratado de entenderlas formulando una lógica en que la contradicción constituye al Ser, en que la negatividad tiene un estatus ontológico, en que la violencia es expresión de una razón apetente. Ha considerado a la razón misma como diferenciada y negativa. Pero, a la vez, ha formulado una lógica en que toda relación es relación interior, en que la otredad y la exterioridad son actos de producción más que realidades que ya sean por sí mismas. Con esto su pensamiento obliga a situar toda realidad particular, y obliga a pensar la libertad, la independencia y la autonomía como campos de acción referidos e intersubjetivos.
Como se ve, en la hipótesis de lectura que propongo, la ontología es central. Lo que sostengo es que la radicalidad de Hegel reside en que, en contraposición directa con el formalismo kantiano, que elude todo contenido que no sea la libertad pura, o el acto moral mismo, se ha abocado de lleno al contenido, a aquello que es, buscando las claves de comprensión directamente de su acto de ser. En ese acto de ser la naturaleza no es otra cosa que la exterioridad, el modo exterior, del espíritu mismo. Y el espíritu no es sino el concepto de la historia humana, real y efectiva.
He planteado esta hipótesis de acuerdo a una cierta jerarquía de textos, y he sostenido esa jerarquía de textos en función de esta hipótesis. Ambas ideas no son independientes. La objeción filológica debería proceder desvalorizando tal jerarquía, o mostrando que el obsesivo Hegel no tuvo, ni siquiera de manera implícita, un proyecto filosófico. Lo que está en juego en esta hipótesis es la idea de una eventual radicalidad del pensamiento hegeliano, y la de que esa radicalidad residiría en el carácter ontológico de su lógica.

3. Una lectura kantiana de Hegel
Por supuesto, más de una reconstrucción del pensamiento de Hegel es posible e, incluso, contrastable. No es raro que, por su complejidad y por la extraordinaria cantidad de campos que abarca, su filosofía sea perfectamente compatible con más de una interpretación global, incluso con algunas parcialmente contradictorias entre sí. Esto, que podría ser un problema en matemáticas, es una situación común en filosofía. Y en buena medida la profundidad y grandeza de un filósofo queda evidenciada en las profundas polémicas que animan a sus seguidores. Lo mismo, y con mayor rigor, se puede afirmar de una época filosófica. Prácticamente todas las grandes polémicas contemporáneas se pueden enmarcar en los lineamientos trazados por Kant y Hegel. Incluso al interior de la lectura de cada uno de ellos.
Quizás es comprensible que ante un filósofo tan mal editado y aparentemente tan oscuro, se hayan buscado acercamientos desde otros filósofos, mejor conocidos. Dilthey lee a Hegel como un romántico, Marcuse lo lee desde Husserl y Heidegger, otros lo abordan desde Espinoza, e incluso desde Platón. Es común, entre los que saben más de Aristóteles que de Hegel, atribuirle sus “novedades” al griego, sobre todo interpretando su lógica como una ontología del devenir.

En todos estos intentos, sin embargo, hay bastante más de lectura exterior y ánimo de asimilación, que de reconocimiento de lo que podría representar Hegel como tal. No es raro que, en ese sentido, y con ese ánimo, haya lecturas diversas. Lo que me interesa, sin embargo, nuevamente, es algo más sutil: la posibilidad de lecturas diversas entre los que se atienen a Hegel mismo, de lecturas internas diversas.
Deberían distinguirse, en este plano, las lecturas que podrían ser compatibles con su pensamiento, es decir, que concuerdan con sus ideas fundamentales aunque no compartan algunas de sus opciones específicas, de otras que buscan ser coherentes, es decir, que procuran ajustarse a lo que los textos sostienen sin necesariamente compartirlo. Quizás se pueda llamar “hegeliano”[7] al que busca una lectura compatible con las ideas del filósofo, pero que quiere ir más allá de sus opciones particulares, y “hegelólogo” al que sólo está preocupado por la coherencia entre su hipótesis de lectura y los textos.
Hecha esta diferencia digamos que lo que aquí importa es una diversidad posible entre los “hegelólogos”, es decir, al interior mismo de la tarea de exégesis. Una diversidad que, por cierto, tendrá consecuencias respecto de los hegelianismos posibles.

Tal diversidad posible surge, desde luego, porque no hay nada de necesario en la hipótesis de lectura que he planteado. En particular, porque perfectamente podría ocurrir que la radicalidad ontológica que he postulado no sea sino un espejismo que no se puede avalar suficientemente con los textos y que, sobre todo, resulte abiertamente inverosímil para el buen sentido. Y esta es justamente la raíz de lo que creo que podría llamarse una “lectura kantiana” de Hegel.
Se trata, en general, de una lectura que opta por diluir la centralidad de la ontología y la radicalidad de la Lógica. Debido a esto reduce o, al menos, no distingue entre devenir y Esencia, interpretando todo el texto a la manera aristotélica, como una lógica del devenir. Lo que implica una lógica del ponerse otro lo ya dado, más que la de un poner eso otro “dado” mismo. Es decir, una lógica del Ser (que eso es, explícitamente, en Hegel, la lógica del devenir) que una lógica del llegar a ser propiamente Ser el Ser, que es lo que da sentido a agregar todo un libro distinto a la Ciencia de la Lógica.[8]
La consecuencia central de esto es que desplaza el carácter “ontológico” de la Lógica al hecho de que se trata del Ser mismo, más que al hecho de que su contenido fundamental sea una idea acerca de cómo aparece el Ser desde la Esencia, es decir, desde la relación pura, que es lo que Hegel sostiene explícitamente al inicio de la Doctrina de la Esencia. Con esto se diluye el carácter ontológico de la relación pura misma, y de la negatividad que la constituye y anima. La consecuencia es que la conflictividad aparece como algo en el Ser, y no algo que hace al Ser mismo.
Estas opciones conducen a entender el devenir como evolución y la conflictividad como agregado, diluyendo su carácter constituyente y, debido a esto, a entender la tensión que animaría al devenir como efecto de una carencia, o como motor de algo (ambas ideas perfectamente aristotélicas), más que como una tensión constituyente, que no es sino expresión del carácter Esencial de la negatividad.

Mi impresión es que esta disolución de la radicalidad ontológica, que se traduce en una actitud permanente de omitirla o soslayarla, tiene su base firme en un asunto de verosimilitud. Se considera simple y gruesamente inverosímil decir de una relación pura (una relación que no relaciona nada), o de una actividad pura (una que no es aún actividad de algo), que tengan Ser o, peor, que hagan ser al Ser. O, también, se considera inverosímil pensar la sustancia como actividad pura, y no como simple Ser activo. Lo que hace, por cierto, interpretar como metáfora, o como simple analogía, la idea de que “la sustancia es sujeto”, poniendo el énfasis, filológicamente correcto, en el “como”: “se trata de pensar la sustancia como sujeto”, en el sentido débil de “como si fuera tal cosa2, y no en el sentido fuerte de “es ni más ni menos que eso”.
Pero estos juicios sobre la eventual “verosimilitud” de tal o cual idea corren el riesgo de ser meramente tautológicos. Dan por supuesto justamente lo que está en discusión. Desde luego, si no hay más verosimilitud que la que hace posible la ontología fundamental contenida en el horizonte moderno o, a lo sumo, kantiano, el asunto está decidido de antemano. Y el resultado sería que en estos textos, desafortunadamente, Hegel delira, o se expresa mal, por lo que habría que reinterpretarlos, o simplemente dejarlos de lado.
Pero, justamente de lo que se trata es que Hegel ha cuestionado de manera profunda la ontología presente en la modernidad, y la que merodea a su pesar al formalismo kantiano, es decir, ha objetado de manera profunda precisamente el fundamento de nuestros criterios de verosimilitud. Una precisión filológica en defensa de esto es que todo el mundo admite que la Ciencia de la Lógica es un “texto de madurez”, no un ensayo ni un prolegómeno, sino un texto escrito con plena conciencia y tranquila lucidez. Cuestión que se ve refrendada por el hecho de que, veinte años más tarde, en su revisión del libro primero, no cambió nada fundamental, y en que de la misma manera, las distinciones esenciales de la obra se mantienen en las tres ediciones de la Enciclopedia.

Esta opción central por diluir la ontología hegeliana tiene toda clase de consecuencias, a la luz de las cuales se va perfilando una diferencia sistemática en las claves de interpretación. En ella la lógica hegeliana resulta reducida a las formas de la razonabilidad común, enriquecidas por las categorías kantianas. Y es por esto que se puede hablar de una “lectura kantiana”: se lee a Hegel como un Kant situado y evolucionista, que se ha hecho cargo de la socialidad de la razón, y de los conflictos que se dan en el marco de esa socialidad.
Reducida la totalidad a socialidad se reintroduce la idea de intersubjetividad como colección de individuos, pero esta vez fuerte e indisolublemente ligados a través de relaciones que los modifican mutuamente. Es decir, se invierte la idea de campo de subjetividad originario, respecto del cual los individuos son efectos de un desdoblamiento y éste desdoblamiento, a su vez, expresión de su constitución negativa. Idea presente en la noción de juego de fuerzas, en la Fenomenología, que se enriquece progresivamente como infinitud, infinitud viviente y luego, de manera efectiva, como Espíritu y Religión, cuyo correlato lógico se puede ver en los dos primeros capítulos de la Doctrina de la Esencia.
Pero también, reducida la negatividad a contraposición, se diluye la idea de que la apetencia reside en la razón misma, y se la desplaza a las relaciones interpersonales, como mero interés subjetivo, contrapuesto a otros intereses, cuya disonancia o acuerdo eventual es más bien de carácter comunicativo, más que algo arraigado en el fundamento, en la índole misma del Ser. Con esto la realidad fundamental de la violencia se debilita, reduciéndose al tópico común de la conflictividad social eventual que resulta de la diversidad de intereses. O, de manera inversa, se debilita la tragedia esencial implicada en concebir como un aspecto intrínseco de la libertad la posibilidad del mal.
Y este es, en mi opinión, el asunto esencial: la lectura kantiana elude la radicalidad de la violencia (tanto en Hegel como en la realidad) y asume que la conflictividad es abordable a través de fórmulas de sociabilidad comunicativa análogas a las que el mismo Hegel planteó. Y es por eso que se trata de una lectura cuyos avales textuales son más la Filosofía del Derecho y la sección Espíritu de la Fenomenología, que de la Ciencia de la Lógica y su conexión profunda con el plan de la Fenomenología como conjunto. Sin esta conexión la autonomía del ciudadano en una sociedad reconciliada se convierte en un ideal kantiano, ante el cual sólo se alza como obstáculo la eventual disposición moral de agentes racionales, y no el oscuro y engorroso drama de la libertad. Para este ideal kantiano bastarían condiciones reguladoras que se suponen sin más, sin el doblez esencial de que haya algo en la razón misma que las niegue. Para su realización bastaría un horizonte de racionalización pensado de manera perfectamente kantiana, como un horizonte moral de la humanidad en principio no contradictorio, o respecto del cual la contradicción no es más esencial que una dificultad comunicativa. Una dificultad que podría superarse con algún equivalente más decididamente laico que lo que Hegel entendía y proponía como Religión.

Por supuesto todo esto es infinitamente preferible a montar toda una interpretación desde las cuatro páginas de Señorío y Servidumbre. Pero se trata de una visión que no logra asumir la importancia de la sección Conciencia, ni de la sección Razón, en la Fenomenología y, mucho menos aún, de los libros segundo y tercero de la Ciencia de la Lógica. Es decir… ¡todo un mundo de textos!
Yo creo que tanto la lectura hegeliana que he propuesto, como la lectura kantiana que describo, coinciden en mostrar a Hegel como un pensador que es todo lo liberal que se podía ser en el marco de una monarquía absoluta, en una época reaccionaria. Un “liberal” plenamente advertido de los límites del liberalismo, y con muy buenas proposiciones para abordarlos y contenerlos. Un pensador, por lo tanto, plenamente vigente, con mucho que decir sobre los problemas que hoy mismo aquejan a la modernidad.
Pero más allá, cuando se trata de pasar de la simple coherencia de la lectura con sus ideas a la tarea de proponer formulaciones que se aventuren en el campo de lo compatible, la diferencia que he expuesto resulta crucial. La lectura hegeliana pone el énfasis en la realidad de la violencia, que Hegel habría arraigado en la índole misma del Ser, y abre con eso la pregunta acerca de si la fórmula que propone es la mejor, o es adecuada a la gravedad del problema que plantea. La lectura kantiana se acomoda al progresismo imperante, asumiendo un confiado optimismo ante una idea de la razón esencialmente ajena a la tragedia.
La lectura kantiana se atiene al conservadurismo de Hegel y diluye su radicalidad. La lectura hegeliana se afirma en su radicalidad para buscar maneras de superar su conservadurismo.


Punta de Tralca, 31 de Diciembre de 2009.-


[1] Este capítulo fue posible gracias al extraordinario interés de algunos estudiantes de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, que nos convocaron, a mi buen amigo Juan Ormeño Karzulovic y a mí, a un debate para que expusiéramos nuestras diferencias de interpretación de la filosofía hegeliana. El debate, muy concurrido y muy amable, confirmó una vez más la enorme estimación que siento por Juan, de quien he aprendido tanto, y la sostenida confianza que ambos mantenemos en que, gracias a los estudiantes, la universidad de todos los chilenos puede ser mejor.
[2] Son muestras notables de ese interés, Terry Pinkard: Hegel, una biografía (2000), Acento, Madrid, 2001; Jacques D’Hondt: Hegel (1998), Tusquets, Barcelona, 2002; Jon Stewart, ed.: The Hegel myths and legends (1996), Northwestern University Press, Illinois, 1996; Charles Taylor: Hegel (1975), Cambridge University Press, Cambridge, 1998; Robert B. Pippin: Hegel’s idealism (1989) Cambridge University Press, Cambridge, 1999; Patricia Jagentowicz Mills, ed.: Feminist interpretations of G.W.F. Hegel, (1996), The Pennsylvania University Press, Pennsylvania, 1996; Judith Butler: Subjetcts of Desire, Hegelian reflections in twentieth-century France (1987), Columbia University Press, New York, 2º Ed., 1999.
[3] Georg Lukacs: Historia y conciencia de clase (1923), Grijalbo, México, 1969; Martín Heidegger: Hegel (1939-41), Prometeo, Buenos Aires, 2007; Ernst Bloch: El Principio Esperanza (1923), Trotta, Madrid, 2007.
[4] Jacques Lacan, Seminario XI, Clases 16 y 17 (1964); Alexander Kojeve, Introduction a la lecture de Hegel, Gallimard, Paris, 1947; Butler: Subjetcts of Desire, Hegelian reflections in twentieth-century France (1987), Columbia University Press, New York, 2º Ed., 1999. Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (1945), Orbis, Buenos Aires, 1985.
[5] Son notables en este sentido trabajos como los siguientes: Phénoménologie de l’Espirit, Gallimard, Paris, 1993, traducción francesa de Pierre Jean Labarrière y Gwendoline Jarczyk; Science de la logique, traducción francesa de Pierre Jean Labarrière y Gwendoline Jarczyk, en tres libros, (1972 (edición de 1812); 1976; 1981), Aubier, París, 1972, 1976, 1981; Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas (1830), traducción castellana de Ramón Valls Plana, Alianza, Madrid, 1997; Filosofía Real, traducción castellana de José María Ripalda, Fondo de Cultura Económica, México, 1984; Hegel on Hamann (1828), traducción al inglés de Lisa Marie Anderson, Northwestern University Press, Illinois, 2008.
[6] Ténganse presentes, sin embargo, las angustias, iras y urgencias que consigno en mi “Prólogo a posteriori”, al final de este libro.
[7] Es en este sentido que he incluido en el título de un libro mío la fórmula “marxismo hegeliano”. Carlos Pérez Soto, Proposición de un marxismo hegeliano, Edición Arcis, Santiago, 2008.
[8] Uso el término verbal “ser” con minúscula, y su sustantivación “Ser” con mayúscula. Uso la palabra “lógica” con minúscula y tipo normal para referirme al término común, y “Lógica”, con mayúscula y cursiva para referirme al libro, la Ciencia de la Lógica. Las palabras “Ser” y “Esencia” van con mayúsculas cuando es necesario denotar que se están usando en sentido técnico.

lunes, 18 de enero de 2010

Lógica Ontológica y Lógica Formal

Carlos Pérez Soto
Profesor de Estado en Física

En contra de lo que se podría pensar, o de lo que se ha sostenido muchas veces a partir de no leerlo, Hegel no necesita negar los principios de la lógica formal para sostener su propia formulación de la lógica. Sus pronunciamientos al respecto son bastante explícitos y se pueden encontrar en las notas a las secciones de “Las determinaciones de reflexión”, que es la segunda parte del primer capítulo de La Doctrina de la Esencia, en la Ciencia de la Lógica. También, de manera mucho más breve, en los parágrafos 115 a 120 de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Se trata de textos amplios y, a su modo, explícitos y claros. Con algo más de complejidad, el mismo tema se puede ver en “Las leyes del pensamiento”, en la “Observación de la Autoconciencia”, que es la segunda parte de la Razón Observadora, en la Fenomenología del Espíritu. [1]

Se podría decir que, en general, la postura de Hegel es que los principios de la lógica formal son necesarios para mantener la coherencia en el orden del discurso, pero son completamente inadecuados para comprender o describir la complejidad de lo real. Por eso los llama “proposiciones” y, a veces, “reglas”. Porque son instrumentos prácticos, para que nos entendamos, y no reflexiones que estén a la altura de los sutiles modos en que el Ser se hace Ser. Son, desde el punto de vista del fundamento, superficiales y tautológicos.

Hoy, dando la espalda completamente al modo en que se han desarrollado estos conceptos, se podría alegar que la lógica no pretende, ni puede, ser un conjunto de pronunciamientos sobre el Ser, y que su carácter puramente formal es, justamente, lo que la hace de modo estricto “lógica”. Sólo la vanidad y la ignorancia pueden, sin embargo, empecinarse en reducir el sentido de esta palabra a este, que es sólo uno de sus usos. Esa vanidad no es rara, aunque es comprensible, en quienes estudian matemáticas. Es mucho menos perdonable, en cambio, entre quienes, en Ciencias Sociales, admiran los modelos matemáticos sólo porque los entienden poco. Y es, desde luego, francamente inexcusable entre quienes han estudiado filosofía.

Tradicionalmente la lógica, a la que se puede llamar “clásica” para distinguirla de la auténticamente formal, que deriva de Frege y Russell, mantuvo un consistente lazo con la ontología. La tarea efectiva de su desontologización es extraordinariamente reciente, procede de Boole y Frege, y fue desarrollada por una serie de matemáticos, a fines del siglo XIX. La lógica clásica, o “aristotélica”, siempre fue una lógica sobre el Ser, es decir, un conjunto de reglas que permiten predicar y razonar correctamente sobre un cierto “algo”, que se suponía sin más como real. Se puede decir que era, por eso, una lógica sustantiva: suponía la realidad de la sustancia.

Se podría preguntar, sin embargo, si el orden de esos principios (identidad, no contradicción, tercero excluido) y de la teoría del silogismo que deriva de aplicarlos a las formas del juicio, son realmente adecuados para la complejidad de lo que se quiere expresar. La mayéutica socrática, la “dialéctica” platónica y, sobre todo, la tragedia y la comedia, abundan en aparentes paradojas y antinomias e, incluso, parecen obtener su fuerza más bien de ellas que de las resoluciones racionales o los finales felices. Aunque los griegos no desarrollaron propiamente la profundidad subjetiva de la tragedia o de los dilemas morales, en el modo en que los plantearon está presente ya la sospecha de que la realidad puede ser más compleja que la geometría.

Yo creo que en su enciclopédico inventario de sabiduría, Aristóteles logró un extraordinario punto de equilibrio entre estas habilidades contrapuestas en el pensamiento griego que son la tragedia y la geometría. Por un lado, él o su escuela, logró condensar una lógica de espíritu geométrico, por otro intentó conceptualizar la lógica efectiva de la hybris, que está en el corazón de la tragedia, a través de una ontología del devenir. Hay un precio, que es menor si se compara con el resultado, para esta ambición de síntesis: cuando sus libros hablan de lógica son claros, estrictos y, si se siguen con paciencia, no ofrecen dificultad, en cambio, cuando hablan de metafísica recurren constantemente al circunloquio, a las frases subordinadas, y aparecen plenos de densidad conceptual. La doctrina de los cuatro tipos de causas (final, formal, material, eficiente) es el lugar por excelencia de esta articulación de lo simple y lo complejo.

Los aristotélicos piensan que la operación es exitosa, y por eso lo son. Tomás de Aquino ofreció brillantes y profundos ejemplos de esa combinación curiosa: una lógica relativamente simple ordena el rigor del discurso y, desde allí, a costa de definiciones relativamente oscuras y circunloquios ingeniosos, se procura dar cuenta de la complejidad del Ser.

Para el ánimo práctico, técnico, de la cultura moderna, estas complicaciones parecieron completamente barrocas, confusas y artificiosas. El aristotelismo de la primera modernidad (s. XII - s. XIV) fue catalogado peyorativamente como “escolástica”. Erasmo, Bacon, Descartes, Galileo, cada cual a su modo, quieren pensar de manera “clara y distinta”. Y parte importante de sus oposiciones consiste en disputarse unos a otros el mejor modelo de claridad. A pesar de sus pasiones anti aristotélicas, sin embargo, el modelo de esos modelos de claridad permaneció: la teoría del silogismo aristotélico, aplicada ahora sobre razonamientos cuyas premisas debían tener apoyo empírico. La lógica sustantiva se mantuvo, pero ahora como lógica adecuada para referirse de manera directa y clara a lo que Es.

Porque, examinado más de cerca, lo que ocurrió en ese proceso no fue otra cosa que el rechazo de la ontología aristotélica del devenir que, para los modernos, operaba como la verdadera fuente de confusión. Por supuesto, el primer signo de ese rechazo fue el abandono de la doctrina de las causas y su doble reducción: primero sólo a la causa eficiente, y luego esta a mera causa mecánica. No es raro, como lo ha señalado documentadamente Alexander Koyré[2], que la revolución científica emerja del platonismo contenido en la recuperación y difusión de la geometría de Euclides, y que el naturalismo de tipo aristotélico haya decaído de manera persistente, hasta que la teoría atómica permitió expulsarlo de la química y de la biología, a principios del siglo XIX.

Hay una profunda opción ontológica en esta sobrevivencia de la lógica aristotélica. Se trata de una lógica adecuada para la quietud del Ser, que es necesaria en la nueva concepción mecánica del mundo. Las reglas y proposiciones que ordenan el discurso y el pensar (consideradas ahora como principios y, más tarde, simplemente como axiomas) le dan a las deducciones, que se hacen sobre bases empíricas, una cierta formalidad que aparece como satisfactoria para el entendimiento moderno. Cualquier desviación, paradoja o antinomia, que se mantenga a pesar de los esfuerzos del análisis y la investigación empírica, debe ser vista como un “escándalo de la razón”. Una idea que, por supuesto, está explícitamente expuesta y defendida por Kant en su tratamiento de las Antinomias, en la Crítica de la Razón Pura.

Pero el asunto de la adecuación de esta lógica clásica a las características de lo real siempre mantuvo sospechosos lunares. En particular cuando se abordaba el engorroso problema de definir los términos más básicos de una teoría para que su desarrollo sea puramente racional y empírico. Como es sabido, este espinoso problema estalló, a destiempo, de manera tardía, en el fracaso de los delirios del Círculo de Viena. A lo largo del siglo XX se fue imponiendo cada vez más una constatación ominosa: el lenguaje natural simplemente no es formalizable y, con él, quedan serias dudas de que el lenguaje técnico lo sea.

Quizás es comprensible la actitud desdeñosa que Russell y Wittgenstein mantuvieron hacia los empiristas lógicos. Ellos habían encontrado, con tres décadas de anticipación, una solución si se quiere aún más delirante, que hacía esperable ese fracaso: la lógica no tiene porqué tener ninguna pretensión ontológica, debe ser meramente formal, no es sino una parte de las matemáticas. Un formidable ejemplo, desde luego, de lo que Heidegger llamó “darle la espalda al Ser”.

No tiene mucho sentido comparar la lógica de Hegel con la lógica formal de Russell y Whitehead. Por un lado es extemporáneo, por otro, sobre todo, se trata de procedimientos y propósitos completamente distintos. Tanto Hegel como Russell podrían estar de acuerdo en la perfecta validez de sus respectivas lógicas, aunque disputen el nombre, si pudieran asumirlas cada una en sus propios méritos, de manera interna. Desgraciadamente, es obvio, Hegel no podía pronunciarse sobre la idea de que la lógica fuese reducida a una mera parte de las matemáticas. Es obvio, también, en un sentido distinto, que Russell fue incapaz de pronunciarse sobre la lógica de Hegel de manera realmente interna.

Lo que sí es pertinente aún es comparar la lógica hegeliana con la teoría del silogismo aristotélico, con la lógica clásica, en tanto mantenga ésta su conexión con la ontología, como he propuesto más arriba. Por la perspectiva histórica que hemos trazado podemos sospechar que Hegel tenía una doble razón para desconfiar de la utilidad y ámbito de aplicación de esa teoría. Por un lado, su radical distanciamiento respecto de la ontología mecanicista que subyace al pensamiento moderno, y por otro, de manera más profunda, por su distanciamiento respecto de la propia idea de devenir, proveniente de Aristóteles, y presente en la filosofía de la naturaleza del romanticismo, en su época.

Como en todos los pronunciamientos de Hegel sobre la cultura moderna, y como corresponde a su idea de que la verdad está presente en lo efectivo en grados, matices, en proceso, su rechazo del mecanicismo no es una negación pura y rotunda. Hay verdad en la concepción mecánica del mundo, pero la más exterior, la más abstracta y pobre. Ya al principio de la Ciencia de la Lógica esa verdad ha sido desestimada tras haberse experimentado, en la Razón Observadora, en la Fenomenología, su pobreza y falta de adecuación a la complejidad del mundo objetivo. Desde la primera página de la Ciencia de la Lógica estamos ya más allá del universo newtoniano, instalados en la lógica del devenir, cuyo rastro se puede seguir hacia atrás en la filosofía romántica, en las complejidades de la mónada de Leibniz, en las sabias doctrinas en torno a las causas de Tomás de Aquino, hasta los libros de metafísica de la escuela aristotélica.

Sin embargo, el primer libro de la Ciencia de la Lógica es trascendido, e incorporado luego, en los dos siguientes, a una lógica más amplia y más compleja, la de la Esencia, y a la efectivización de la Esencia como Sujeto. Con ellos, el universo aristotélico ha sido trascendido en general, y el de las sospechas románticas también, en particular.

Respecto de esta doble superación, por supuesto, los llamados principios de la lógica clásica (identidad, no contradicción, tercero excluido) resultan del todo insuficientes. No falsos, en una filosofía en que nada es de manera abstracta y por sí mismo falso, sino que pobres, meramente tautológicos, incapaces de avanzar sobre el contenido mismo, sobre el asunto de fondo, que en esa lógica es el hacerse de manera negativa el Ser.

Son principios que sirven para legislar y ordenar el pensamiento en ciertos ámbitos de la realidad, y bajo cierto límite. La física, las matemáticas, las técnicas, en la medida en que se abocan a los aspectos físicos y químicos de lo real, es decir, aquellas realidades que pueden ser comprendidas y descritas de manera mecánica. Las deducciones e inferencias en esos campos pueden ser mantenidas dentro de sus reglas mientras no nos aboquemos a sus fundamentos, o a sus relaciones con el espíritu humano. Quizás se podría resumir así: se trata de una lógica adecuada para pensar las cosas, consideradas meramente como cosas. O, también, para lo separable, para lo que se puede pensar como siendo por sí mismo y de manera quieta.

En realidad hasta la más mínima complejidad muestra enseguida sus límites, como comprobará cualquiera que trate de entender según sus modos cómo se puede matar por amor, o pensar en términos de probabilidades continuas, o cualquiera que haya tratado de definir de manera “simple y no contradictoria” conceptos como especie, célula, vida, tiempo, fuerza, para no abrumar a los simplistas con nociones como neurosis, angustia, inteligencia o valentía.

Pero el fetichismo de la concepción mecánica ha colonizado el mundo y el pensamiento. Aún creemos que toda realidad compleja puede descomponerse en último término en cosas. Se buscan los equivalentes neuronales de la angustia, se trata a las sociedades como si fueran colecciones de individuos, se piensa las operaciones del lenguaje como si fueran un mero software. La claridad del discurso científico es expresión directa de la pobreza o el carácter meramente preliminar de su contenido. Por eso no es casual, de manera inversa, que se juzgue intrincada y difícil a la Relatividad general o a la Física Cuántica. Y, también, por eso es que muchas teorías, muy ambiciosas, en Ciencias Sociales, parecen relativamente claras, tanto, que sólo un metódico esfuerzo por enredarlas puede darles alguna apariencia de complejidad.

Sobre lo complejo el habla común, amaestrada por estas simplezas, sólo puede a través de circunloquios, a través del viejo recurso de las frases subordinadas, que van marcando énfasis contrapuestos y precauciones de distinto signo para construir, sólo paso a paso, y como efecto de conjunto, un espacio de aclaración ya no geométrico, no colorido como en la trivialidad del arco iris, sino lleno de matices y penumbras relativas, que son propias de todo lo que es, de manera real, real y efectivo.

Por supuesto una lógica del devenir requiere de estos rodeos, y será vista con desconfianza por los simplificadores. Una lógica de la Esencia, en cambio, como la hegeliana, será vista con decidida alarma. Se encenderán a su alrededor todas las luces de la verosimilitud, será puesta bajo los focos de la claridad. ¿Qué encontrarán en ella los que procedan a través de estas estridentes cautelas?: una sombra. Una sombra ominosa, un reino de sombras en el que no saben ver, ni conducirse, el reino de sombras en que se han convertido sus propias existencias.

Punta de Tralca
5 Enero 2010

[1] Ciencia de la Lógica, traducción castellana de Augusta y Rodolfo Mondolfo, Hachette-Solar (1956), Buenos Aires, 1968, Pág. 359-389. Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas (1830), Alianza, Madrid, 1997, Pág. 213-218. Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, 180-181.
[2] Alexander Koyré, Estudios Galileanos (1939), Siglo XXI, Madrid, 1980. Erróneamente la edición española indica como primera edición en francés la edición Hermann de 1966, que es en realidad la tercera.